Uno puede ser todo lo de derechas que quiera, o de izquierdas al máximo, da igual, pero no por ello ha de ser ciego. Lo que ocurre es que la participación en ciertos partidos parece obligar a confundir la partida en la que no solo participan los partidarios, sino toda la ciudadanía: los que votan, los que no, los monárquicos, los que preferirían una república y los que se las trae todo esto al pairo. Lo digo porque, después del abandono del Rey emérito de nuestro país –o de la fuga, la huida, ese salir por patas; pongan el sinónimo que prefieran- parece que hay una incomprensible intentona de salvar la imagen del monarca a toda costa como, si lo contrario, fuera situarse en el comunismo, el terrorismo u otros ismos a los que los defensores a ultranza de don Juan Carlos parecen tan aficionados a confundir. Y no. Lo contrario de defender al monarca fugado mientras se le investigan sus presuntas fechorías no solo financieras –e insisto en lo de presuntas, porque habrán de juzgarse, o deberían- es defender la decencia institucional, la imprescindible transparencia que en una democracia ha de exigírsele a cualquier cargo, sea del color que sea. Punto.
Con toda esa torpe comparación entre lo que presuntamente ha robado el Rey y lo que han robado otros cargos políticos se le hace un flaco favor al monarca –también a la Corona- porque se da por entendido ese viejo adagio de que el que tiene el bote se chupa el dedo, es decir, se da por supuesto que cualquiera en su lugar hubiera actuado igual, y eso es un debilísimo argumento, una vergüenza que chorrea por donde no debiera.
La Casa Real se ha visto en los últimos años tan asediada por los escándalos de un Rey, por otro lado, tan importante en la Transición, que ha estudiado cuantas estrategias han estado en su mano para ir soltando amarras con el viejo monarca y salvar así la institución. Normal. Es la postura más lógica, y en la que seguramente tendrá que seguir insistiendo en los próximos tiempos para sobrevivir. Felipe VI, si tiene visión de futuro, usará todo este contexto de confusión y decepción con su padre para impulsarse sobre las acciones que tengan que venir y demostrar, aun a riesgo de las excepcionalidades que su propio progenitor le ha obligado a activar, que la Monarquía se sitúa en los tiempos que le toca vivir y está capacitada para depurar cuanta basura acumule bajo sus alfombras.
El caso es que el rey nos abandona mucho antes que nosotros hubiéramos sido capaces de abandonarlo a él. Juan Carlos I continúa así una larga tradición de toda su parentela borbónica, desde aquel tatarabuelo suyo que tanto hizo contra La Pepa después de ser engañado por Napoleón hasta su propio padre, sobre cuya corona en suspenso jugó a saltar a piola el dictador que a él lo devolvió a esta senda que ahora se ve obligado a abandonar. Debería ser la Justicia –esa Justicia para todos que él tanto ha predicado- la que pusiera las cosas en su sitio, incluso justamente para él. Pero me temo que sus súbditos incondicionales no dejarán, con su pobre argumentario, de tirar piedras sobre el tejado de La Zarzuela.