- Foto: EFE
En mis habituales analíticas yo no estaba acostumbrado a tanto asterisco en las determinaciones de un hemograma y una bioquímica. Así sucedió el día en que me presenté en la consulta del médico que me tocó en prendas y me reveló los resultados de mi prueba anual de salud. Vaya tela marinera: el colesterol desquiciado, la hemoglobina y el ácido úrico un pelín altos, el psa correcto pero moviéndose lentamente en su rango hacia el inframundo de los prostáticos... Pero si yo no como para tener el colesterol por las nubes. La hemoglobina resulta que la tengo así porque hago mucho deporte. Ahora resulta que hacerlo también perturba los resultados. El ácido úrico por qué si yo no como gambas, si lo único que huelo es la trasera de Mariscos Emilio. Y la próstata después de todo mal de muchos, consuelo de tontos. Me dan ganas de decirle a mi médico que la próxima analítica que me haga solo me incluya los valores buenos. Simplemente se trata de tener un respiro de vez en cuando porque a mí las estrellitas me dan un soponcio. O más claro todavía: hay un vídeo en YouTube de José Mota en que un paciente desahuciado, ante el mal resultado de unas pruebas, le dice al doctor que le diga la verdad al 100% . Este le confirma lo mal que está y el enfermo le dice que le diga la verdad sucesivamente al 80, 60, 50 por ciento para así salir de la consulta como una pera. Así quiero yo esos métodos científicos de vez en cuando.
Nos vamos haciendo viejos los boomers. Así lo cantaba Germán Coppini en Golpes Bajos cuando decía “estoy enfermo como envejezco”. Los desconchones o las lucecitas del árbol de Navidad que van fallando a ciertas edades cada vez son más presentes. Venga controles de diabetes, venga estatinas para el colesterol, venga pastillas para la tensión, venga tocamientos del urólogo, venga cirugía para las cataratas y los desprendimientos de retina. Ole y ole. Con todas estas rozaduras seguimos viviendo y echando buenos ratitos siempre que las cosas no se vayan de las manos. Primero uno intenta hacer la digestión lenta de las serpientes relativizando los males y después se convierte en un tronco de madera que no tiene más remedio que dejarse llevar por la corriente de los médicos.
Qué papelazo tienen los facultativos de hoy en día. Cualquiera que haya visitado un centro de salud puede comprobar que sus agendas están llenas de citas duplicadas y que la tardanza de especialidades, pruebas e intervenciones quirúrgicas es inquietante (atentos a la solución estrella de la consejera de salud para reducir la demora en atención primaria a 48 horas cuando no hay médicos suficientes). Pero ahí están sentados el doctor o la doctora en su consulta más o menos quemados laboralmente y con mejor o peor salud.
En concreto el médico aludido al principio de este relato fuma, tiene el colesterol alto y próximamente se va a intervenir de juanetes porque ciertamente es humano como el resto de la especie con sus imperfecciones de salud. De todo esto me entero porque lo veo en la calle expulsando humo y cojeando, y de otras cuitas cuando compartimos indirectamente algunos valores anormales del examen de sangre. “Te voy a tener que mandar estatinas”- argumenta don fulanito- “¡No por favor que no fumo, tengo un tipito y soy deportista!” - suplico yo - “Bueno vamos a esperar seis meses y te tomas este producto natural que toma toda mi familia y yo mismo” –sentencia el galeno-.
¿Dios mío, qué pasa con las estatinas que están esperando su oportunidad para bajar los niveles altos de colesterol a costa del hígado? Medicamento en el que juegan las evidencias científicas en pro y en contra, el criterio del mismo médico que lo manda y los intereses de las farmacéuticas siempre dispuestas a achuchar el grano de grasa. Como digo, el mencionado tratamiento del trastorno lipídico no siempre está tan claro aunque siempre habrá otras necesidades de peso que lo justifiquen. Así pues, un artículo del 2019 en El País venía a decir que solo en el 2018 había habido un exceso de prescripción del fármaco en las personas mayores de 40 años. El diario.es en 2021 tratando el mismo tema afirmaba que entre 1996 y 2011 la farmacéutica Pfizer había ganado 120.000 millones de dólares con Lipitor (Atorvastatina). Saquen sus conclusiones mientras toman el anti-colesterol, se atiborran de nueces, manzanas o vacían el Danacol del Mercadona.
Por otro lado, está claro que los médicos no suelen ser guías espirituales, maharishis o maestros budistas que prediquen con el ejemplo. Cumplen mejor o peor con su trabajo porque hay, como en todo, facultativos buenísimos y otros decentes que son como obreros de la salud (malos los hay en todas las profesiones). Y en cuanto al cuidado de sí mismos aunque algunos doctores rocen el buen modelo a seguir habrá otros con hábitos tatuados en lo más profundo de la piel como el fumar, beber o hartarse de chicha. Y créanme que cuando un compañero médico se pone enfermo mueve Roma y Santiago para que lo traten lo más rápido posible. En sus consultas admitirán la demora de pruebas o dudarán sobre la misma conveniencia de mandarlas porque están presionados por objetivos y otros muelles administrativos, salvo que haya verdaderas razones de preferencia o urgencia – eso quiero creer yo siempre- para acelerar una derivación. Y suerte y al toro.
A los humanos que nos vamos haciendo mayores nos gusta consolarnos con argumentos como son cosas de la edad o me voy haciendo mayor y otras etiquetas para intentar controlar la vida. “Pues yo me voy al gimnasio para aparentar buena forma física y mental”, decimos muchos. Y entramos en el frenesí de otro mundo.
Los gimnasios de hoy no tienen que ver con los de la antigüedad con sus bibliotecas y los esclavos raspándote la espalda. Tampoco con la sala llena de artilugios estrambóticos de los años cuarenta del pasado siglo. En este sentido es curioso ver en YouTube los primeros gimnasios contemporáneos con señoras bien arregladas, con tacones y sonrientes mientras máquinas vibradoras cimbrean sus cinturas sin rastro de sudor en sus caras. Y los caballeros salidos de viejas olimpiadas con gestos concentrados apoyando sus espaldas en tablas de planchar y alentados por entrenadores amenazantes.
Hoy por hoy una sonrisa de una recepcionista me recibe amablemente cuando entro en mi sala de entrenamiento. No, no le voy a hablar de rutinas sino de algunas cosas que veo que me sacan una sonrisa o situaciones que me hacen olvidar las ganas de domesticar la salud. Por ejemplo, me llama la atención los individuos en pelota picá, como elefantes perdidos en la llanura exhibiendo trompa, que sin ninguna prisa por vestirse se pasean de un sitio para otro o que se pesan mil veces en las básculas sin que hubiera un mañana; todo ello ante un universo expectante de cuerpos moldeados y de otros con barrigas condenadas a la no extinción. Otro ejemplo, las salas de yoga o pilates que a veces parecen latas de sardinas con gentes extendiendo brazos y piernas. He asistido personalmente a sesiones donde algunos asanas coronaban su final con la pérdida de algún gas fortuito y he sido igualmente testigo de meditaciones que se han convertido en verdaderas siestas con ronquidos. Otro caso es cuando estoy nadando en la piscina y entre brazada y brazada veo las sesiones de aquagym en la calle vecina. No puedo dejar de tragar agua ante un paisaje submarino de acrobacias imposibles de piernas y culos de señoras mayormente que podrían ser mi madre o mi abuela, tratando de obedecer las instrucciones chillonas de una monitora en la superficie al son de la música movidita de las ferias de pueblo.
Bueno, finalmente, perdonen mi osadía por escribir sobre la hipercolesterolemia propia de sociedades no inmunes a la grasa mala. O por referirme a otras enfermedades típicas de la vejez con todo lo que está cayendo. Todas están ahí, no se van a mover. Amén de que hay peores diagnósticos. Y es que contra lo evidente mejor tirar del humor y del amor (y de las pastillitas si no hay más remedio).