Una cena inédita

En las comisuras de los labios de los discípulos de La Cena se pueden observar unas gotas de exquisita y aromática miel...

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13 mar 2018 / 21:34 h - Actualizado: 13 mar 2018 / 21:37 h.
"Cofradías"
  • Una cena inédita

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Es esta una historia peculiar tanto por su contenido como por sus consecuencias. Nosotros, los sevillanos, estamos acostumbrados a escuchar o a contar leyendas cuyo origen se remonta, la mayoría de las veces, en los tiempos. Cuando los hechos narrados son recientes, solemos hablar de chismorreos, que pueden o no parecer creíbles. Con el tiempo, estos se podrían convertir en leyendas por la sencilla razón de que las sucesivas alusiones a un hecho, cambian obligatoriamente las formas de este y, estará de acuerdo conmigo, que en esta nuestra Sevilla, si un relato cambia, lo hace hacia la hipérbole casi siempre.

Es el momento de narrar (siento necesidad de hacerlo) la historia de Aurelio, un fantástico personaje de esos que Sevilla alumbra cada cierto tiempo, y siempre para regocijo de sí misma. Aurelio ha ejercido de empresario, acólito, prioste y un sinfín de oficios con los que ganarse el pan de cada día, que no es poco. Pero si por algo traigo a colación su historia es por su faceta de cocinero. Aurelio cocina bien; muy bien, y ofrece sus servicios culinarios en distintos ámbitos, entre ellos, cómo no, el cofrade. Persona afable y gran conversador, no tardó en ganarse mi afecto y mi disposición a probar sus delicias gastronómicas, no en vano había sido bien aconsejado por terceros de su buen hacer en los fogones. Pero como Sevilla es un pueblo grande y aquí todos se conocen... Era imposible evitar coincidir con Aurelio en el círculo cofrade en el que, de una u otra forma, ambos orbitábamos. Sabiendo que ejercía a tiempo parcial labores de priostía en la hermandad de la Cena, y siendo yo habitual en la parroquia de San Román, tuvo el azar el gusto de reunirnos en la sede de la corporación del Domingo de Ramos, lugar al que acudía un servidor, gustoso, a recoger los encargos que le hacía con frecuencia. La recogida me servía para traspasar las puertas del templo y orar ante el Señor de la Sagrada Cena, al que proceso especial devoción. Acto seguido volvía a salir a la calle, esta vez con la bolsa en la que los manjares habían sido celosamente dispuestos. Los encargos, en Cuaresma, consistían principalmente en pestiños y torrijas. Antes de que me hagan la pregunta, ya les adelanto que no antepongo los unos a las otras. Ávido de sabores que me hiciesen la espera más corta, acudía con más frecuencia que de costumbre en fechas de azahar e incienso a por mi codiciado tesoro. Conforme se acercaba la Semana Santa, las visitas al templo de los Terceros eran tan habituales que, no exagero, el aroma del ajonjolí, de la miel y de la naranja empapaban el olor del recinto santo, muy de incienso y madera pulida: los pasos se iban montando y asistía absorto a la configuración de los misterios allí nacientes antes de tomar mi bolsa y salir inclinando la cabeza ante el Hijo de Dios, vivo y acompañado de sus discípulos, abandonado en su humilde meditación o exaltado en la Cruz mientras Su Madre, del Subterráneo o de las Lágrimas permanecían expectantes y majestuosas bajo sus palios, a los que paulatinamente les nacían sendas y hermosas candelerías.

Poco a poco llegué a notar cierta inquietud entre las imágenes que configuran esa Sagrada Cena que fue y es única en Sevilla. Contrariado, dirigí la mirada al Señor, que miraba al Cielo, a San Juan, a Pedro, y así sucesivamente hasta que el esquivo Judas volvió su rostro hacia mí y me dirigió unas palabras. Supongo que creerá que se trata del delirio de un loco, pero Aurelio, la única persona que a tan altas horas de la noche allí se encontraba, se quedó de piedra y me apretó el hombro haciéndome comprender que no se trataba de imaginaciones mías. Minutos después, las miradas de todos los apóstoles, e incluso la de Jesús, nos taladraban y repetían las mismas palabras pronunciadas por el traidor. ¿Quieren saber qué nos estaban diciendo? Pues... que estaban cansados de cenar siempre pan, y que con ese olor a miel... ¡querían probar las torrijas! Claro, uno que se ha llevado un susto y encima tiene sobre su cogote las miradas de todos esos forzudos personajes... No pudimos hacer otra cosa que la que hicimos. Tembloroso, Aurelio acercó la escalera y subió una docenita de torrijas a la mesa, a la que no le faltaba un perejil. Como solo había doce, las mismas que yo había encargado, uno de ellos se quedaría sin probarlas. Menos mal que Judas, que ya se iba... aceptó un pestiño, uno de los que, en una fiambrera, mi amigo siempre traía para acompañar durante las labores. Tras probarlo, retrasó su subrepticia huida, está claro.

Se ve que la Cena, al menos aquella noche, tuvo un toque de alegría sevillana, y también imprevisibles consecuencias. Quizás usted no lo sepa, querido lector, pero Aurelio está obligado a servir doce torrijas y un pestiño cada vez que se queda de guardia en el citado templo pues, en caso contrario, confiesa haber sido amenazado con... no me está permitido decirlo. De lo que estoy casi seguro es que mi confidente ha debido de ser invitado en más de una ocasión a probar el pan ácimo de esa mesa tan solicitada, pues he podido ver grandes migajones en su chaqueta a la hora de recoger mis encargos. Él lo niega, no le queda otra.

Quizás sea solo mi imaginación o mi tendencia a inventar cuentos cofrades. Eso sí, si visitan el templo de los Terceros en la mañana del Domingo de Ramos, comprobarán, fíjense bien, cómo en las comisuras de los labios de los apóstoles, se pueden observar unas gotas de exquisita y aromática miel...