Al hablar de perdón me llega a la mente aquel aforismo que decía que el necio ni perdona ni olvida; el cándido o ingenuo perdona y olvida; el sabio perdona, pero no olvida. El perdón es de ingenuos o de sabios. Es difícil perdonar. Se necesita un estado de reflexión que identifique y limpie los sentimientos de dolor, de coraje, que conlleva el impacto de la ofensa, del enfado en nuestra vida. Se trata de desalojar, como resultado, las emociones negativas que producen los agravios y el maltrato.
En estas semanas de la Cuaresma, de la preparación del alma para la Salvación de la Pascua, reflexionamos e identificamos nuestras faltas, nos aflora el arrepentimiento, y, consecuentemente, aparece el perdón, y la indulgencia para poner en práctica en nosotros mismos y en nuestro entorno.
El cristiano juega con ventaja a la hora de perdonar. Particularmente en Sevilla, a los cristianos se les ofrece muy de cerca y muy elocuentemente la contemplación de los Misterios Pascuales en los que el sufrimiento, la ofensa, la muerte llevan el común denominador del perdón. No hay que ir muy lejos por nuestras calles para encontrar toda la Misericordia, toda la Piedad y toda la Caridad concentradas en esa catedral tan pequeñita del Arenal.
Y es que, en estos momentos cuaresmales, el perdón que se ha de practicar empieza con nosotros mismos como perdonados de nuestras debilidades, de nuestras frialdades y de nuestra falta de compromiso. Y así, contagiados por la Misericordia y la Piedad de Dios y de su Santísima Madre, ejercer nuestra propia misericordia con nuestros hermanos.
El perdón es la llave de la concordia y, sobre todo, de la esperanza. Esperanza como promesa y anhelo de una sociedad mejor en la que no reine, como ampliamente reina, el desencuentro, la tensión, la ira y el rencor. Trasladar con el ejemplo de perdón la ambición de una sociedad armoniosa y justa, respetuosa con la vida, comúnmente comprometida con el bien general, sería otro milagro de la primavera.