La Tostá

Veinticinco años sin Miguel Vargas

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
28 abr 2022 / 10:32 h - Actualizado: 28 abr 2022 / 10:37 h.
"Flamenco","La Tostá"
  • Miguel Vargas.
    Miguel Vargas.

Los críticos de flamenco tenemos nuestras debilidades, y tengo que confesar que una de mis grandes debilidades fue Miguel Vargas, el cantaor de la Puebla de Cazalla, aunque criado en Paradas, donde echó raíces y está enterrado desde hace un cuarto de siglo. No solo fue un cantaor colosal, de los mejores de su generación, sino uno de los seres humanos más grandes que tuve la fortuna de conocer y tratar más allá del cante. No ha habido un cantaor más humilde que este morisco al que descubrí en la celebración del I Giraldillo del Cante, cuando vino con Rafael Romero y Perico del Lunar hijo a cantarle a la bailaora Rosita Durán. Formó tal lío en el Lope de Vega (1980), que se convirtió aquella misma noche en uno de los cantaores de culto. La fatalidad quiso que tan buen cantaor y bellísima persona muriera tan joven, con poco más de cincuenta años, en plenitud de facultades y siendo uno de los artistas del cante más queridos de su tiempo. No nacen los grandes seguiriyeros de debajo de las piedras, como la grama. Habrá habido una docena en toda la historia del cante, y Miguel Rubio Vargas fue uno de ellos. Un grito seco, firme, seguro y hondo, que emocionó a miles de aficionados en todo el mundo. De la escuela mairenista, sobre todo en cantes como las tonás, las seguriyas y las soleares, Miguel supo beber en otras fuentes del cante, como buen aficionado que fue, entrando en palos como los tientos, las rondeñas, las malagueñas, las peteneras o las marianas, con la influencia de Rafael Romero o Juan Talega, entre otros muchos. Pero en todo lo que hizo se impuso su enorme personalidad, con un sonido de voz que olía a campiña sevillana y que te llevaba a las gañanías y los cortijos de esa tierra. Tenía un gran chorro de voz, aunque sin estridencias. Cantaba con el mismo sonido que hablaba, sin adornos superfluos. Era tan natural como un amanecer en los campos que lo vieron nacer, crecer y hacerse hombre de bien. Vocalizaba perfectamente, como un tenor, pero siempre con hondura. Era, en definitiva, un cantaor tan grande como una catedral. Decir que lo echo mucho de menos sería decir poco. Era amigo, un amigo de verdad, de los que no daban ojana. Fueron muchas las reuniones privadas en las que pude disfrutar de su cante en lugares como Paradas, Marchena o Sevilla, siempre de una manera desinteresada y generosa. Seguirán naciendo cantaores en Sevilla, en sus campos, en sus pueblos, pero será difícil que vuelva a nacer un cantaor como Miguel Vargas, tan honrado, tan genuino y tan puro.