Viajar con un hijo

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26 jul 2022 / 08:58 h - Actualizado: 26 jul 2022 / 09:00 h.
  • Viajar con un hijo

Estoy viajando por Estados Unidos con mi hijo de 13 años y un amigo nuestro (mi mujer no podía). Conozco a mi hijo desde que nació..., pero ya se sabe que en los viajes se conoce más a la gente. Él, en casa, con 13 años, va al colegio, vuelve a casa y come con nosotros, luego va a deportes, juega con los amigos por Internet, ve un rato la tele con nosotros, pero no hay tantas posibilidades de hablar como en un viaje. Ahora, que lo estoy viviendo las 24 horas del día, me entero de trastadas que hizo con los amigos, situaciones peligrosillas por las que ha pasado; y me entero con mayor profundidad de lo que piensa. ¿Piensa más o menos como pensamos sus padres?: yo diría que piensa como piensan sus padres ideológicos, los Youtubers a los que sigue. Tiene, con 13 años, discursos totalmente elaborados sobre el Cambio Climático (y nuestra culpa), la Segunda Guerra Mundial (hemos visitado Pearl Harbor en Honolulu), sobre la comida mexicana (a donde llegaremos mañana); sobre las dietas más equilibradas (me critica porque le echo azúcar al café); y sobre todo lo divino y humano, con una sensatez (artificial) apabullante.

Veo que le cuesta trabajo sobrellevar el viaje. Intento imaginar que, por su cabeza, un viaje a Estados Unidos y México es, sobre todo, salir de su rutina. Y nos habla a mi amigo y a mí durante horas sobre su pandilla y sobre sus planes el resto del verano en Mazagón. Estando por aquí, además, le ha salido una vena bética ultra que desconocía, y con cada comentario que hace de su vida dejada atrás (que ahora magnifica) me doy cuenta de lo doloroso que es sacar a un chaval de su entorno. Van a ser solo dos semanas de viaje, pero al cuarto día ya estaba deseando volver y empezó con sus nostalgias. Mi hijo -así lo veo yo- no es más que un humano más de la Tierra con sus necesidades de equilibrio emocional y sus asideros que le dan seguridad. Viajar presiona siempre hacia volver. Ya lo decía Judy Garland en El mago de Oz: “Se está mejor en casa que en ningún sitio”. Pero no es verdad. En casa es lo de siempre. Si te has construido un “lo de siempre” agradable, se está bien, seguro. Pero se está bien porque se sabe que se puede romper ese “siempre”. Si fuera una condena (algo parecido al “Confinamiento” o a la jubilación con enfermedad) se convertiría en un castigo.

Mi hijo, con 13 años, ya ha viajado a Estados Unidos tres veces, y conoce Tailandia, Alemania, Lituania, Israel... Y no parece que haya aprendido nada. Sueña con volver a su ordenador donde echa emocionantes partidas en línea con sus amigos en una orgía de risas y gritos de satisfacción (nada le ha producido tanta emoción en su vida, doy fe). Los padres, claro, tenemos la “justificación profesoral”: sembramos semillas que esperamos den fruto en el futuro.

Para mí, este viaje es la angustia de que mi hijo esté bien, de que no le ocurra nada, de que no se deprima por el desgaje de su entorno. Cada sendero que hemos caminado, cada rato en playas de olas de funcionamiento desconocido, cada vuelo con traqueteos, cada despegue y aterrizaje (va a hacer once en 16 días), me lleva a la ansiedad de preocuparme por que no le pase nada (igual que en la Vida, en el día a día: vivir es, también, un viaje). Sólo de pensar en el dolor de su madre y en mi culpa imborrable (por más que yo no tuviera la más mínima responsabilidad) se me descompone el alma. Pero es que 13 años es el momento en que empieza a evidenciarse el desgarro natural, ya piensa lo que quiere, se deja influir por quien se cruza en su camino o en su pantalla, junta sus ideas de la manera simple y caótica que buenamente pergeñan sus neuronas, se emociona por descubrimientos evidentes, parece de vuelta de todo, se aburre de la belleza de Hawai, me critica sin parar, me da lecciones a todas horas (a mí, un Doctor en Filosofía de 59 años) pero, luego, cuando se hace una foto conmigo, me agarra del cuello con su brazo, como amigos después de un partido.

Parece que viajamos para conocer el mundo, pero es nuestro mundo el que se da a conocer en los viajes.

Tengo cierta mala conciencia por estar dándole esta paliza de viaje. Sé que algún día lo recordará. Estoy feliz de cuidarlo tan intensamente quizás por última vez (no creo que vuelva a viajar conmigo), me paso el tiempo preocupado por su felicidad. Es difícil ser padre a todas las edades. Pienso en mi padre y en la ilusión con la que una vez me llevó por Andalucía en un verano en su coche sin aire acondicionado y en lo borde que debí de estar, y en el esfuerzo que él debió de hacer por caerme bien y en lo extraño que me debió de parecer aquel hombre. (Hoy mi hijo me ha visto en un espejo y me lo ha dicho: “Cuánto te pareces a tu padre”). No deben ser los hijos nuestro consuelo, nuestro apoyo, deben tener sus vidas, independientes, autónomas, libres de ataduras. Nosotros, viajemos con amigos.