Viéndolas venir

Vida laboral

Image
Álvaro Romero @aromerobernal1
10 jul 2019 / 13:09 h - Actualizado: 10 jul 2019 / 13:23 h.
"Viéndolas venir"
  • Vida laboral

El 10 de julio de 1988 cayó en domingo. Yo no soy de recordar estas nimiedades del calendario, pero aquel domingo me levanté más temprano que ningún domingo de mi vida hasta aquel momento. Los ojos, legañosos; el pinchazo del madrugón en los músculos mientras mi madre me peinaba. Aquello se parecía demasiado a mi primer día de trabajo, aunque solo tuviera ocho años y ya hubiera comprobado por mí mismo que no llegaba a la soga de la campana que pendía en la entrada de la capilla de La Aurora. En Los Remedios iba a ser distinto, porque contaba con un viejo reclinatorio al que me subía para acceder a una puertecita atrancada tras la que estaba la soga de acero de la que había que tirar con las dos manos para que aquella campana que sonaba a lata diera el primero, el segundo, el tercero antes de la misa de las ocho y media.

Semanas atrás, yo me había aprendido no solo las principales oraciones de memoria, sino toda la misa, y había imaginado la escena cientos de veces: el cura en su despacho preguntándome al azar esta oración a la Virgen, aquella letanía, esta parte de la misa... Luego me armé de valor una tarde y me presenté en la sacristía. Llamé con los nudillos en la puerta del despacho y el cura, que hablaba por teléfono, me dijo que esperara. Cuando me vio aparecer, supongo que con mi rostro de seria responsabilidad en un cuerpo que aún no había hecho la Primera Comunión, me sonrió como se le sonríe a un mocoso. “Me gustaría entrar de monaguillo”, le dije yo sin más preámbulos. “Y tú cómo te llamas”, me preguntó él con ternura. Le dije mi nombre y él, complaciente, me aseguró que en cuanto hiciera falta me llamarían. Yo, sin saber cómo seguir pegando la hebra, fui reculando entre sonriente y nervioso.

Algunos días después, no sé cómo, Carmelita Galván le dijo a mi madre que podía ejercer de monaguillo al menos los domingos en la capilla de Los Remedios. Me trajeron una sotana nueva que pesaba como una manta. “No la laves demasiado, que se gasta”, me dijo Ana Noguera, mientras me enseñaba a encender el pabilo, a preparar los vasos sagrados para la eucaristía, a estar pendiente del reloj para los toques, en aquella penumbra lánguida en que las viejas bisbiseaban el rosario. Cuando hube de tocar la campanilla en el momento de la consagración, el badajo me tendió una trampa porque resbalaba en el interior. Me la llevé a casa para ensayar.

Al salir de la capilla, ya casi las nueve y media, el día parecía verdaderamente de verano. Los hombres hablaban en un tono más desenfadado y las mujeres se besuqueaban hablando de otros temas. Yo me sentía pleno de felicidad, con la certidumbre de que me acababa de hacer mayor.

Tantos años después, no puedo pasar por alto este 10 de julio sin acordarme como si fuera ayer de aquella primera vez en que me asomé al mundo de los adultos. Ahora miro a mi hijo mayor, de la misma edad, y no sospecho cuál será su instante. La vida...