Y Maradona entró en la Habana

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29 nov 2020 / 09:35 h - Actualizado: 29 nov 2020 / 09:37 h.
"Tribuna"
  • EFE/ Enrique García Medina
    EFE/ Enrique García Medina

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Maradona y Fidel Castro se conocieron en 1987, momento desde el que ambos trabaron una profunda amistad, hasta el punto de que el segundo aparece tatuado en la pierna izquierda de Diego.

De entre todos los dioses del deporte, Maradona es especial. No es un producto construido desde las técnicas del marketing, ni desde la mercadotecnia.

Fue infiel; adicto; cabrón, como diría Sabina y hasta amó tortuosamente. A veces, incluso metía goles con la mano y todos nosotros, de forma impía, nos prosternábamos en su entusiasta celebración.

No hacía falta que confesara, ya tenía nuestra absolución.

Hoy, sería un producto desechable, deconstruído, como lo han sido Plácido Domingo o Woody Allen, entre otros muchos donde habita el olvido.

Pero a pesar de todas sus desgracias, Maradona debió ser amparado por la imagen que le regalara Fidel. Una réplica, debidamente bendecida por los orishas, de la Virgen de la Caridad del Cobre, gemela de la de Regla de Chipiona.

Alguna de sus réplicas, incluso asistieron –protectoras- a la propia toma de Constantinopla.

Como Agassi, (les animo a que compren sus Memorias prohibidas por el clan Nadal), tuvo cuanto deseó en bienes y más de lo que soñó en engaños y deslealtades. En estas, hasta constató que el desamor es incondicional, y que siempre se descubre tarde.

Y es que nadie con el sobrenombre de “barrilete cósmico” podría alcanzar tamaña condición de leyenda. Hoy te sería arrebatada por el pensamiento único, cuando no por los advenedizos del poder, dinero o fama.

Maradona es como nosotros, solo que sin su talento. Sus desaires apasionados; sus derrotas en los Tribunales; sus adiciones que son las nuestras; e incluso sus legítimas trampas de supervivencia, como relato escondido en las lágrimas que tamizan su propio recuerdo.

Como él, nosotros también permanecemos en ese pasado, en torno a un balón embarrado que esconde algún color amarillo perdurable, como ese tren que ciertamente solo pasa una vez.

Mientras tanto, rememorar sus goles, sus botas cargadas de futuro, es añorar que siempre deseamos ser como él, cuando Diego, en sus últimos días, proclamó con desdén “no deseo seguir siendo Maradona”.

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Y veo a ese niño, con la barriga dolorida del hambre; y ahora ese relato de su gol ante Inglaterra, narrado por Victor Hugo Morales, ese cuento con final feliz, que no empaña sus postreras palabras, “lo que me robaron o me sacaron no importa. Daría todo lo que tengo porque mi vieja se aparezca por esa puerta...”

Y es que Diego, al fin, entró en La Habana.