En el mundo tenemos muchos problemas que han quedado eclipsados por la aparición del SARS-CoV-2. Y no son pocos, ni son de poca importancia.
Como cada año y, especialmente, desde que Bolsonaro es presidente de Brasil, asistimos a la destrucción de miles de hectáreas de forma incontrolada en la selva amazónica. Si bien es cierto que en África, en Siberia y en otras zonas del propio Brasil, existen incendios de gran importancia, lo que sucede en la Amazonía es terrible, peligroso e un problema que afectará al futuro de la especie humana si no se detiene el proceso de destrucción en la zona. Es preciso señalar que los incendios en África son, en buena parte, los provocados por los agricultores y bajo control.
Desde todo el mundo se llama a ayudar y a proponer soluciones. Bolsonaro recibe cualquier propuesta con enfado y suele rechazar cualquier propuesta. El resultado es que, este año, la selva amazónica arde un 13 por ciento más que el año 2019, que Brasil soporta la peor oleada de incendios de los últimos 10 años, muchos provocados por personas interesadas en explotar el terreno con ganaderías o plantaciones o minas.
El problema que está generando esta situación es global y afecta a la marcha del calentamiento global que se acelera sin remedio; y es un enorme problema local que afecta a la población de la zona al respirar un aire sumamente contaminado. La devastación de la selva brasileña y del Pantanal del Mato Grosso del sur (Bolivia y Paraguay tienen en su territorio una pequeña parte de este humedal que es el más grande de mundo y el que acumula mayor número de especies) es un drama de dimensiones extraordinarias. Es necesario que el resto de países fuercen la situación para que el presidente brasileño deje de negar la evidencia como ya lo ha hecho con la Covid-19 y tome una postura aceptable. De no ser así, el problema con el que nos enfrentamos los seres humanos puede ser mucho más definitivo de lo que puede parecer.