La pandemia afecta a las personas. Enferman y mueren. Pero, al mismo tiempo, está cambiando el mundo. Nunca antes el comercio a través de Internet había sido tan descomunal; nunca antes nos habíamos relacionado tanto a través de las pantallas; nunca antes los Estados habían sufrido modificaciones tan intensas, tan traumáticas y en tan poco tiempo. Tampoco queda al margen un cambio radical de las estructuras sociales: la desigualdad se dispara, los movimientos sociales situados en los extremos ideológicos crecen a un ritmo vertiginoso. La pandemia afecta a las personas. Enferman y mueren. Pero ahora con las vacunas el efecto devastador del SARS-CoV-2 se verá muy mermado. Sin embargo, el mundo habrá cambiado para siempre.
No hace mucho, las clases medias se sintieron olvidadas y se apuntaron a cambios drásticos y, muchas veces, inexplicables. Líderes como Boris Johson o el mismo Donald Trump son muestra de ello. No sabemos cómo reaccionarán las clases más desfavorecidas que se enfrentan a la Covid-19 en situación de clara desventaja. No pueden llevar un ordenador a casa para trabajar porque deben estar en su puesto de forma presencial; no tienen espacios en sus casas para poder cumplir con las normas básicas de seguridad contra los contagios y estos se multiplican. Por otra parte, los niños no disponen de las mismas oportunidades que los que pertenecen a familias más acomodadas. Si no hay clases presenciales en las escuelas o institutos, no tienen acceso, muchos de ellos, a las opciones on line. La falta de formación de los adultos los coloca en desventaja para adaptarse al mercado laboral...
Nadie sabe cómo puede terminar esto si las diferencias siguen sumando y creciendo. Lo que si se sabe es que es inaceptable en un mundo moderno y próspero.
El Gobierno está obligado a encontrar fórmulas que eviten el distanciamiento entre clases sociales. Es un peligro para la estabilidad y una injusticia desoladora. Y tal vez esas fórmulas ya están inventadas y solo tengamos que mirar atrás para rescatarlas.