Es difícil entender cómo es posible que en una democracia como es la española, una democracia que quiere presumir de estar consolidada y ser robusta, la oposición no sepa colocarse enfrente del Gobierno si es necesario y al lado del Gobierno si las circunstancias lo exigen.
Los partidos que se han ido alternando en el poder se instalaron, desde el principio, en el tacticismo, en el electoralismo y en territorios en los que la mirada corta y próxima es la esencial. Esto provoca una parálisis política muy peligrosa salvo que existan mayorías absolutas que permitan tomar decisiones y escapar de la oposición por la vía del rodillo fácil. En otras democracias es impensable que los políticos no sean capaces de llegar a acuerdos de Estado tan amplios como sean necesarios para que las instituciones (que, por cierto, no son del partido que gobierna) funcionen adecuadamente y el bien común pueda estar más cerca día a día. Se les elige y se les paga para hacer política y eso significa, entre otras cosas, llegar a acuerdos con los adversarios si es necesario.
No parece que, ahora, sea posible renovar el Consejo General del Poder Judicial y el resto de instituciones que quedan pendientes como RTVE, el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo. Y esto es malo para España. Y una vergüenza. Porque las instituciones democráticas deben funcionar a pleno rendimiento y en plena modernidad sea quien sea el partido que gobierne. Lo peor de todo es que ese bloqueo que señala el actual Gobierno socialista es la misma razón por la que se le estaría acusando a Sánchez si el PP estuviera gobernando. Es esta una canción a la que nos tienen acostumbrados, desde hace años, los principales partidos españoles.
Casado y Sánchez tienen que aprender a sentarse, a ceder, a discutir, a conceder, a asumir como buenas las decisiones que sean buenas para el país aunque no beneficie a sus partidos. Casado y Sánchez deben hacer política. Es así de sencillo.