Boris Johnson y los miembros de su Gobierno están demostrando querer situarse por encima del bien y del mal político, moral y humano. No parecen tener límites en sus actitudes arrogantes, desafiantes y, a veces, grotescas. Un Gobierno que firma un acuerdo y, un instante después, lo quiere convertir en papel mojado, no es fiable, ni digno de representar a un país de la importancia del reino Unido.
Boris Johnson está intentando encontrar atajos para llegar a la meta que tiene fijada como objetivo desde el primer momento. Y los atajos pueden servir en un momento determinado aunque no siempre. Y, desde luego, si esas sendas más cortas se construyen sobre la amenaza y la denuncia sin pruebas, todo se descoloca y nada resiste al terremoto que produce la mentira y la bravuconada.
En inviable que se llegue a buen puerto alzando una espada de Damocles sobre los Estados de la Unión Europea que se forja con aranceles comerciales a los productos más sensibles del mercado como pueden ser los de la automoción o los del sector hortofrutícola. Johnson, que presume de ser un liberal convencido, con estos gestos se acerca mucho a la política de Donald Trump, que no es más que intervencionista y de clara vocación proteccionista.
Y es inviable que se pueda llegar a un acuerdo por malo que sea si se ataca a la parte más desfavorecida y frágil de todas. Johnson amenaza con poner trabas a la inmigración europea (se ha aprobado una ley en el Reino Unido en este sentido) puesto que afirma haber percibido maltrato de sus compatriotas en países de la UE. No se puede ser más mezquino.
Boris Johnson nunca ha querido negociar un buen acuerdo; lo que desea es salirse con la suya sea como sea para que el efecto del Brexit sea menos perjudicial para su país y sin tener en cuenta que este es un problema que se ha generado en el Reino Unido.
La posición en la UE debería ser dura e inviolable. De otro modo, los europeos estarán condenados.