La sociedad en la que vivimos está estructurada de modo que es raro el día en el que no salta una alarma motivada por algo que podría evitarse de forma relativamente sencilla. Sin embargo, los problemas crecen y algunos se cronifican sin remedio.
Las actividades que pueden provocar daño a las personas deben regularse con firmeza, con un criterio profesional y con la clara intención de proteger a los ciudadanos.
Las casas de juego o de apuestas han ido haciéndose un hueco en nuestra vida cotidiana sin apenas hacer ruido y, ahora, arrecian las protestas cuando, por ejemplo, los jóvenes parecen estar accediendo a esos locales sin el control necesario y se detecta un enorme crecimiento del número de ludópatas, muchos de ellos menores de edad.
El juego siempre tuvo un índice de acomodo social y aceptación generalizada más que importante. Pero las tragedias que, también siempre, se produjeron alrededor del juego tuvieron una notoriedad importante y preocupante.
Es curioso que la enorme proliferación de esas casas de juego o apuestas se produzca en rentas de rentas medias-bajas y bajas. Esos territorios son enormes caladeros de clientes potenciales que ven en el juego una buena oportunidad para mejorar su situación económica. Por supuesto, las empresas que explotan esos negocios niegan que se elijan las ubicaciones teniendo en cuenta algo que podría ser sumamente reprobable como es esa situación económica tan vulnerable.
Desgraciadamente, el juego siempre ha estado rodeado de problemas mentales y físicos (la ingesta de alcohol y drogas suelen ser un añadido en casos de ludopatía). Hoy, sigue siendo igual y las nuevas tecnologías permiten que el número de jugadores sea mayor y su interacción sea superlativa. Tampoco existen fronteras en el juego.
Si las personas corren peligro es necesario regular cualquier actividad que pudiera generarlo. Si hay menores involucrados la regulación debe ser rápida y eficaz. Una sociedad que tenga enferma a su juventud no tiene un buen futuro garantizado.