El Ángel de la Guarda de Maribáñez cumple 100 años

Eugenio Ropero, el primer vecino que llegó a la pedanía de Los Palacios y Villafranca, es homenajeado estos días mientras él continúa su vida, sin achaques y en bicicleta

El Ángel de la Guarda de Maribáñez cumple 100 años

El Ángel de la Guarda de Maribáñez cumple 100 años / Álvaro Romero

Álvaro Romero

El abuelo Eugenio Ropero, como lo conocen cariñosamente desde hace tanto en la pedanía palaciega de Maribáñez, llegó al poblado antes de que este existiera, y él todavía se acuerda con una lucidez rigurosa del día concreto en que vio los cimientos de las primeras casas y de la iglesia, los primeros obreros y sus herramientas, las zanjas, el horizonte límpido de unas marismas recién conquistadas y varias máquinas destartaladas que él debía vigilar desde la caída de la tarde, según le había encargado el IRIDA por su puesto de guarda forestal. Fue el 14 de diciembre de 1967. Eugenio, que estaba a punto de cumplir 45 años y venía ya casado con Araceli, con quien había tenido cuatro hijos, no sabía que aún le quedaba por nacer su hijo más pequeño, Juan, y mucho menos que no había alcanzado ni siquiera el ecuador de su vida.

Este pasado lunes cumplió 100 años y tampoco tenía planeado el cúmulo de homenajes y reconocimientos que se le han ido agolpando de súbito, porque absolutamente todos sus vecinos, las asociaciones, la cooperativa agrícola, la parroquia, el arzobispo de Sevilla y hasta el alcalde lo están agasajando no por la proeza de haberse convertido en centenario, sino por haberlo hecho sin un mal gesto en su vida, colaborando siempre con todo el que precisó de él.

Convertido desde el principio en el patriarca del poblado de colonización, o literalmente en su ángel de la guarda, Eugenio no solo trabajó en las seis hectáreas que le concedieron como colono, sino como albañil y hasta como practicante, pues sabía aplicar las inyecciones desde los tiempos en que llegó con su mujer embarazada al cortijo de Juan Gómez, a comienzos de aquella década prodigiosa en que a él le cambió la vida al abandonar otro cortijo de Osuna en el que se había acostumbrado a vivir con el señorito, el ingeniero en cuyas tierras había aterrizado su padre después de la guerra... “Yo estaba a punto de cumplir los 18 años cuando llegamos a Osuna porque mi padre tuvo que vender la casa de Las Lagunillas”, recuerda él ahora, más de ochenta años después... Eugenio había terminado de administrador y contable en la primera cooperativa agrícola de Maribáñez, fue el hombre encargado de enseñar a los jóvenes los oficios más básicos para la construcción del pueblo, de regañar a los chicos para que no se salieran de los límites marcados por sus padres, y hasta de ejercer de alcalde oficioso y entrañable al que todos acudían cuando el mundo, en Maribáñez, era tan reciente que todavía no había aterrizado por allí ni el rey Juan Carlos, cuando era príncipe...

Memoria y hambre

De Eugenio, a sus 100 años, llama la atención que no le duela nada. Solo se queja de la rodilla izquierda, a la que culpa de no tener suficiente fuerza para empujar el pedal de su bici. “Pero en cuanto llevo un rato con la bicicleta ya cojo fuerzas y se me quita el dolor”, asegura, con una sonrisa tan sincera como envidiable. No tiene colesterol, ni azúcar, “ni nada”. Cuenta, con mucha gracia, que hace tres años él mismo se empeñó en que un médico lo operara de la rodilla para que se la dejase como nueva, como antes. Sin embargo, cuando le explicó al doctor que el problema era la bici, este le recetó que la guardara para siempre. “En cuanto cerramos la puerta de la consulta, me dijo: ¿Tú sabes que yo no le voy a hacer caso el médico ese, ¿verdad?”, cuenta ahora su hijo. Está claro que aquel médico no sabía tampoco que él había estado descargando sacos de algodón hasta los 85 años, como cualquier chiquillo del lugar... Eugenio mantiene cualquier conversación con el nivel de atención de toda su vida, porque oye perfectamente, y ve mejor aún. “Nunca he necesitado gafas, aunque me operaron hace tiempo de cataratas”, dice. Sin embargo, recuerda con memoria fotográfica la época del racionamiento. “El año 41 fue malo, aunque en mi familia no llegáramos a pasar hambre de verdad”. Rememora, gráficamente en el hueco de la mano, el tamaño de aquellos bollitos de pan que había que fraccionar en cuatro partes. Y más aún su servicio militar en Madrid, entre 1943 y 1946...

Operado de apendicitis para comer

Aquello tuvo su gracia, o su desgracia, según se mire. Porque Eugenio se apuntó al reconocimiento médico durante el servicio militar solo para comer más “porque a los enfermos que llegaban les daban más de comer”. “Yo llegué tan flaco allí, que aunque dije que me dolía en el lado, no pudieron reconocerme los médicos hasta que me recuperé un poco”, cuenta ahora, riéndose. Al cabo de un mes, le diagnosticaron apendicitis, “y aunque a mí no me dolía nada, ni mucho menos, yo me callé para seguir allí, porque se comía todos los días”. Luego se dejó operar, “porque sabía que me esperaba un mes de convalecencia”, rememora pícaro, “así que me llevé en aquel hospital de Carabanchel otro mes más, y comiendo”.

Salió sin el apéndice, que era inútil, pero recuperado del hambre, que había sido mucho más grave. Como fue auxiliar de un general, “iba al mercado todos los días, y a Correos, porque su hija tenía casi siempre que escribirle al novio, y yo la llevaba”, cuenta.

Las Lagunillas

Eugenio había nacido en Las Lagunillas, una pedanía de Priego de Córdoba, el 26 de diciembre de 1922. Allí vivió hasta casi los 18 años, después de terminada la guerra, de la que recuerda que “no pasó nada grave porque nadie se movió de su sitio, salvo a uno que mataron porque se fue y volvió a la zona roja...”. “En Priego y otras localidades sí mataron a muchos”, rememora, meneando la cabeza. Cuando su familia se mudó a Osuna, al cortijo aquel del ingeniero, conoció a Araceli, que era la tata de los niños y que se iba a convertir en su esposa. “Nos casamos en el 53”, dice, orgulloso, porque “siempre me llevé muy bien con mi mujer y trabajamos mucho durante años, pasándolo bien cuando se podía”. Hicieron sus viajes cuando los niños habían crecido ya. “Fuimos a Alicante, a Benidorm y también a Tenerife, una semana”, dice, alzando las cejas, impresionado todavía... Araceli falleció en 2005. “Y aquí estoy yo hasta que Dios quiera”, zanja él, mientras saca la bicicleta y se pierde por la ronda sur de Maribáñez, alejándose de su casa, la primera del poblado, sin saber que el próximo 3 de enero le esperan más homenajes. Lo están preparando en secreto, pero él no se entera solo porque no tiene móvil, “ni lo quiero”. Prefiere detenerse con los chiquillos, que estos días hacían la cuenta atrás de cuánto le quedaba para el siglo.

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