Cuando Clara Campoamor nació en una familia humilde de Madrid, en 1888 -el mismo año de la gran Exposición Universal de Barcelona-, hacía ya dos años de aquella huelga del primero de mayo de trabajadores en Chicago cuyos líderes anarquistas fueron ejecutados por reivindicar algo que hoy parece de sentido de común: dividir las 24 horas del día en tres partes y trabajar solo una de ellas.

En aquella época, la Revolución Industrial no había hecho sino arrancar en EEUU, cuyo mercado laboral se alimentaba de desgraciados ganaderos en el paro que llegaban a grandes urbes como Chicago o Nueva York en busca de un puesto en aquel engranaje llamado capitalismo. En España, por su parte, salvo en los conatos vasco y catalán, solo se había consolidado la función de cigarreras en el sur por su prurito en la elaboración, pero, como casi en el resto de Europa, hubo que esperar a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y más aún a la Segunda (1939-1945), para que las mujeres se incorporaran, por desesperada falta de hombres, a un mercado laboral al que le seguían sobrando sacrificios y le faltaban derechos.

El 1 de mayo no se estableció como Día Internacional del Trabajo en la mayoría de los países del mundo hasta el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional celebrado en París en 1889 –justo un siglo después de la Revolución Industrial. Para entonces, algunos patrones industriales habían aceptado ya la jornada de ocho horas a uno y otro lado del Atlántico. En 1890, Engels escribe en el prefacio de la edición alemana de El manifiesto comunista: “El proletariado de Europa y América pasa revista a sus fuerzas, movilizadas por vez primera en un solo ejército, bajo una sola bandera y para un solo objetivo inmediato: la fijación legal de la jornada normal de ocho horas, proclamada ya en 1866 por el Congreso de la Internacional celebrado en Ginebra y de nuevo en 1889 por el Congreso obrero de París. El espectáculo de hoy demostrará a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países que, en efecto, los proletarios de todos los países están unidos”.

Pero, pese a lo conseguido a comienzos del siglo XX, el trabajo, la política, la capacidad de decisión porque se ganaba un sueldo, seguía siendo cosa de hombres. Es más: es que los desarrollos político y económico entre la población femenina van de la mano porque la mujer, en rigor, contaba poco en la sociedad porque no trabajaba fuera del hogar, o al menos no oficialmente, o no trabajaba porque no contaba políticamente, pues ni votaba. También en España seguía funcionando, en este sentido, como un cero a la izquierda. Y no deja de ser curioso que se solapen en una sola madrugada dos efemérides: la de la muerte de Clara Campoamor el 30 de abril (de 1972) y la de la fiesta de los trabajadores, el 1 de mayo, porque ambas tienen una profunda significación en el paso ulterior de la dignidad: la igualdad entre hombres y mujeres, en la casa o en el tajo, en una versión más prosaica de aquellos versos de Benedetti: “Si te quiero es porque sos / mi amor mi cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos”.

La hija de una costurera

Clara Campoamor Rodríguez era hija de una costurera y de un contable en un periódico que muere cuando más falta le hacía: en 1898, cuando España pierde Cuba y ella solo tiene diez años, una edad demasiado dura para tener que ponerse a trabajar. Lo hizo de modista, de dependienta y de telefonista hasta que, apenas con 19 años, consigue una plaza como auxiliar de segunda clase del cuerpo de Telégrafos del Ministerio de la Gobernación, con destinos en Zaragoza y San Sebastián. Pero al menos aquello era un sueldo. En 1914, cuando estalla fuera de España la I Guerra Mundial, Clara consiguió una plaza en el Ministerio de Instrucción Pública y consigue volver a Madrid, donde la destinaron como profesora especial de taquigrafía y mecanografía para una escuela de adultas. Durante los años siguientes, alternó este trabajo como traductora de francés y secretaria del director de un periódico, desde donde empezó a interesarse por la política y el mundo laboral... Y solo en 1920 pudo comenzar sus estudios de Bachillerato para matricularse inmediatamente en la Facultad de Derecho y hacerse abogada y conferenciante. Una carrera meteórica no exenta de esfuerzos, insomnios y penalidades. En 1925, con 37 años, fue la segunda mujer en incorporarse al Colegio de Abogados de Madrid, pues la había precedido Victoria Kent, aquella otra diputada que, seis años después, durante la II República, sacrificó sus propias convicciones a la disciplina de su partido y no se posicionó a favor del derecho al voto de la mujer.

Una adelantada

Clara Campoamor, de cuya muerte se cumplieron ayer 48 años, defendió siempre la igualdad de derechos de la mujer y la libertad política, pero no pudo lograr su ideal de que todos los republicanos se unieran en un gran partido. En plena Guerra Civil se exilió primero a París y luego a Buenos Aires (Argentina), donde se siguió ganando la vida como traductora y conferenciante, además de escribir interesantes biografías sobre otras mujeres valientes que la habían precedido, como Sor Juana Inés de la Cruz o Concepción Arenal. Desde 1955, volvió a trabajar de abogada en un bufete suizo hasta que se quedó ciega y murió de cáncer el 30 de abril de 1972. Sus restos fueron trasladados algunos días después a San Sebastián, cuando aún faltaban tres primaveras más para el fin de la dictadura y muchísimo más para la integración de la mujer no solo en la política sino también en el mercado laboral.

Fue justo en aquella década en que murió el dictador cuando empezaron a reducirse en España las diferencias salariales entre y mujeres, a raíz de los avances en la educación femenina y de su incorporación al mercado. Aun así, en toda Europa, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los hombres cobran un 16% más de media que sus compañeras de trabajo. Esta brecha, que muchos quieren negar con el argumento de que no existe ya un mismo puesto de trabajo en que una mujer cobre menos que un hombre, se materializa sin embargo si retrocedemos con la lente analizadora, si se observa cuáles son los puestos de trabajo que ocupan ellas –incluso con mayor formación- y cuáles ellos y entonces relucen las diferencias salariales medias. También si nos fijamos en las horas empleadas en trabajo no remunerado, en las menores oportunidades para promocionar o las renuncias hechas en el ámbito laboral para atender al cuidado de otros. Es relevante el llamado “techo de cristal” que hace que a las mujeres se les haga mucho más difícil acceder a los puestos más elevados en virtud de barreras invisibles. Si la diferencia salarial, en última instancia, entre hombres y mujeres es de un 16% en nuestra Europa desarrollada, la diferencia entre las pensiones roza el 40%. Por algo será. La mujer, también a nivel mundial, sigue escaseando en los consejos de administración de las grandes empresas, pero su presencia es mayoritaria en los circuitos de la economía sumergida.

Y todo ello a pesar de que aquí en España hubo una mujer que trabajó muchísimo no solo por un sueldo, sino por poder proclamar para todas sus paisanas lo siguiente: “Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la Revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino”. Fue en 1931, cuando consiguió que se aprobara en España el sufragio femenino con 161 votos a favor y 121 en contra. Contó con apoyos en la izquierda e incluso en la derecha, pero no en Acción Republicana y en el Partido Radical Socialista. Ni ella ni Victoria Kent consiguieron renovar sus escaños en las elecciones de 1933, y cuando luego quiso unirse a otras formaciones políticas como Izquierda Republicana, le cortaron el paso, y escribió aquel testimonio dolorido bajo el título de Mi pecado mortal. El voto femenino y yo. Pero, aunque entonces no fuera consciente, había roto otro techo de cristal para la igualdad de las mujeres en este país. Y sin dejar jamás de trabajar.