El pintor sevillano Nicolás Jiménez Caballero (1865-1928) siguió el consejo de alguno de sus grandes maestros, como José Jiménez Aranda, para usar el segundo apellido de su madre, Alpériz, en una época radiante de artistas y bohemios que competían por la fama en esa crisis finisecular y decimonónica que no solo los hizo cambiar de un siglo a otro, sino del apego al realismo de la burguesía provinciana a la vanguardia parisina que buscaba en el arte pictórico algo mucho más allá de lo que ya aportaba la fotografía. Nicolás Alpériz, como firmó los centenares de cuadros que pintó a lo largo de su esforzada vida, fue contemporáneo de otros pintores a los que la bibliografía y tal vez la suerte trató de mejor modo, como Gonzalo Bilbao, Emilio Sánchez Perrier o José García Ramos, entre muchos otros cuya memoria clasificó entre los costumbristas sevillanos y los paisajistas de Alcalá de Guadaíra.
Pero él, haciendo lo mismo y con un estilo indiscutiblemente personal, no consiguió trascender los honores de que en el pueblo de los panaderos, donde vivió la más feliz y fructífera de sus etapas (aproximadamente entre 1891 y 1918), lo hicieran Hijo Adoptivo y le pusieran una calle con su nombre. Su falta de picardía, su ingenuidad, su natural bonhomía y el hecho de que su viuda, Florentina Rey, emigrara a México nada más fallecer él, con su obra repartida entre manos privadas incluso allende el Atlántico, no han contribuido precisamente a tener una visión cabal de su importancia en la pintura sevillana y aun española de entresiglos, según el autor del último título de la colección Arte Hispalense de la Diputación provincial, Nicolás Alpériz. Arte por pan.
El periodista y escritor alcalareño José Romero Portillo –que no es nuevo en la colección, pues ya hizo lo propio con un tratado sobre Ignacio Zuloaga- confiesa en la dedicatoria, a sus padres, que la inspiración para este trabajo se la aportó el recuerdo en tercera persona de las películas que vieron juntos sus progenitores “en un cine de verano de la calle Nicolás Alpériz”. A lo largo de las páginas del libro -que no es exactamente un tratado de historia del arte, aunque algo tiene de ello, como reconoce en el prólogo que le escribe el catedrático Gerardo Pérez Calero, sino la crónica sentimental de una vida entregada al arte a pesar de tantos pesares-, el autor deja entrever su simpatía por un personaje que caía ya simpático a sus contemporáneos de Sevilla y Alcalá. Y partiendo de la única tesina que se escribió sobre esta figura, la presentada allá en 1973 por la hija de un sobrino del pintor, María del Carmen Repetto, Romero Portillo traza una biografía que es la vez un intento de explicación del hecho de que un pintor tan sobresaliente en su técnica y en su visión no haya alcanzado mayor celebridad.
La biografía tan bien hilvanada que supone el libro comienza con la orfandad del futuro pintor y su desempeño como sastre antes de que sus abuelos se convenciesen del talento y el hambre de caballete y óleo que tenía aquel muchacho que descubriría muy pronto el milagro de tener al alcance de sus pinceles los paisajes de un pueblo cercano, Alcalá de Guadaíra, donde lo miraban desde sus condiciones de objetos recreables todo lo que podría componer el locus amoenus de un artista que veía mucho más allá de lo que tenía delante de sus ojos: el río, el pinar de Oromana, los molinos, el castillo, las calles blancas, el albero, el entrañable paisanaje que incluía a esos chiquillos desamparados como él lo había sido, hasta el punto de que, afirma Romero Portillo, probablemente sea Alpériz el pintor que más niños ha pintado en escenas costumbristas en Sevilla, más aún que su admirado Murillo, bajo cuyo signo no tiene más remedio que lanzarse a la aventura de pintar, primero por la senda historicista, luego por la paisajística y más tarde por la del retrato y los temas sociales e incluso religiosos.
A comienzos del siglo XX, Alpériz llegó a exponer incluso en la capital francesa, y a ganar destacados premios con muchos de sus cuadros, entre los que destaca sobremanera el que hoy se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y que no solo se expuso en el Salón de París de 1913: Cuento de brujas. Fue su época más dichosa, la que precede además a su boda, a cuya novia de toda la vida no se atrevió a pedir en matrimonio hasta los 48 años de edad, cuando creyó tener una estabilidad económica que nunca fue cierta, pues después de aquel auge que le supusieron los últimos años en Alcalá, donde era tan apreciado incluso por sus caseras, acabaría volviendo cansado y triste a su Sevilla natal en una época en la que la competencia era ya feroz y a él le faltaban fuerzas para continuar el ritmo de las exposiciones y los certámenes y probó suerte conviviendo en la Casa de los Artistas, de donde no habría de salir sino de prestado para convertirse finalmente en un pintor de loza para la fábrica de cerámica fina de los Pickman en la Cartuja, en los últimos meses de 1928, cuando sus colegas incluso organizaron una colecta para su supervivencia.
El libro de Romero Portillo no solo es interesante por toda esta historia tan bien narrada, sino por el catálogo de sus obras puestas por fin en orden del modo más exhaustivo posible y por esa quincena de láminas que recogen algunos de sus cuadros más significativos, con una explicación incluida que agradecerá por su laconismo y sencillez todo tipo de lectores.