Juan Belmonte: la muerte llegó en un Domingo de Pasión
El Pasmo de Triana se suicidó en su cortijo de Gómez Cardeña el mismo día que se celebraba el pregón de la Semana Santa. Fue amortajado con la túnica de la cofradía del Cachorro
Enriqueta, el último amor de Belmonte, vestida de mantilla en los aledaños de la Maestranza. / Álvaro R. del Moral
Álvaro R. del Moral
Enrique Casellas pregonará la Semana Santa de Sevilla desde el atril del teatro Maestranza en sólo cuatro días. Se trata de un acto que enciende la mecha definitiva de una fiesta que ya es una carrera de sentimientos, recuerdos y sobre todo devociones. Hace casi 61 años, el 8 de abril de 1962, la ciudad también se disponía a gozar de su semana mayor. El acto literario, sin la tramoya actual, se celebraba entonces en el desaparecido y añorado teatro San Fernando de la calle Tetuán. El encargado de subirse al atril en aquel 8 de abril fue Sebastián García Díaz, destacado hermano de la cofradía del Valle –aún residía en el Santo Ángel- que fue presentado por Antonio Romero Carmona.
Juan Belmonte, ajeno a toda esa parafernalia, había visitado aquella misma mañana a Enriqueta, el último amor de su vida, en su piso de Los Remedios. Llevaba consigo un sobre con dinero, una caja con varios objetos personales –unos curiosos portacalcetines, un bolígrafo de oro y una pitillera - y algunas fotos dedicadas. Toda Sevilla conocía aquel amor crepuscular del viejo matador que vivía, en la práctica, separado de su mujer, Julia Cossío. Enriqueta Pérez Lora –su vida merecería una novela- había llegado a la vida de Belmonte por una serie de peripecias vitales. Huyendo de un matrimonio desgraciado y ayudada por las monjas adoratrices, había recalado en el servicio del cortijo de Gómez Cardeña en 1942. Allí la conoció Juan. Ella sólo tenía 22 años... Comenzó una relación que no siempre fue continua pero sí larga en el tiempo. Aquel Domingo de Pasión de 1962, Enriqueta ya había cumplido 42 años y mantenía intacta su belleza. Aquella iba a ser la última visita del torero...
El torero y la muerte
Juan Belmonte aún tuvo tiempo de escuchar misa antes de emprender el viaje a su finca utrerana –estallada de primavera- serpenteando por las carreteras de entonces. No dejó de charlar con las sirvientas que le prepararon un almuerzo que consumió, una vez más, en solitario. Dicen que volvió a salir al campo a repasar el ganado antes de poner en marcha el grupo electrógeno que daba luz al cortijo. Se encerró en su despacho, prácticamente entre dos luces. No tardaría en oírse una sorda detonación. “Que no se culpe a nadie de mi muerte”, rezaba un papelito junto al cadáver, que aferraba una pistolita que el matador conservaba desde sus tiempos de novillero. Un leve agujero en la sien era toda la señal de violencia; apenas se advertían rastros de sangre. Belmonte se había disparado en la cabeza bajo aquel cuadro que le había pintado Zuloaga vestido de grana y azabache. Asunción, su fiel ama de llaves, fue la que encontró su cuerpo.
“Sólo te faltaría morir en la plaza”, le había espetado en sus comienzos Ramón del Valle Inclán, a la cabeza de ese grupo de intelectuales del 98, enamorados de la leyenda del quincallero de Triana que se había curtido en el oficio echando la capa a las reses encerradas en la dehesa de Tablada. Pero la muerte no tenía prisa y estaba esperando en los campos de Utrera a ese labrador rico, prematuramente envejecido y encerrado en sí mismo aquella tarde primaveral de 1962. A esas alturas, poco quedaba del joven anarquista de la Cava, convertido en propietario y en un personaje más del rico universo humano de la Sevilla de mitad del siglo XX.
La noticia empezó a correr como la pólvora y muy pronto, a pesar del silencio oficial, se supo que en su muerte no había causas naturales. Desde Palacio se exigió a la familia del diestro una declaración jurada de muerte natural para poder enterrarlo en la tierra sagrada que estaba vedada a los suicidas por la iglesia preconciliar. Salvador de Quinta, ya fallecido, y José Rodríguez Méndez, en esa joya impagable que se titula ‘Campos de Utrera, la cuna del toro bravo’, relatan algunos detalles de aquel lance luctuoso: “la noticia, que habría de dar pronto la vuelta al mundo, llegó primero a Utrera. Carlos Navarro, que había sido administrador de ese cortijo, fue el primero en enterarse por boca de Asunción. Avisó a don Miguel Román Castellano, párroco de Santa María, lo recogió, y se fueron a Gómez Cardeña”.
Con la túnica del Cachorro
La finca pronto se llenó de amigos y curiosos. A Belmonte le amortajaron con una túnica del Cachorro después de llevárselo a Sevilla. De Quinta y Rodríguez Méndez evocan la conmoción del momento: “Era martes y toda Sevilla estaba en el entierro. Dolor, caras largas, miles de curiosos, muchos sombreros... La comitiva fúnebre se detuvo delante de la Maestranza. Luego quisieron llevar el cadáver a la Cava de Triana donde se había criado el torero. Llegaron a cruzar el puente, pero se convenció a los entusiastas de que no era conveniente seguir dando tantas vueltas, se rezó un responso en la Capillita del Carmen, y se encaminaron ya, decididamente, hacia el cementerio de San Fernando donde, no sin cierta polémica fue enterrado en sagrado”. Una figura inconfundible del paisaje humano de Sevilla acababa de entrar en la historia: se agigantaba su leyenda y nacía ese mito que ya había cimentado el gran periodista Manuel Chaves Nogales en su ‘Juan Belmonte, matador de toros’, que trazaba la biografía novelada sin poder adivinar que aquel final de libro se le había quedado por escribir.
La muerte de Juan hizo viajar en el tiempo a los aficionados y seguidores más veteranos. Medio siglo antes, la Parca sí se había llevado la vida de Joselito -el rey de los toreros- en el ruedo de Talavera en plena juventud y en la cúspide de ese trono absoluto sobre la fiesta que tuvo su contrapunto en la genial irregularidad de Belmonte. Pero la muerte había respetado al trianero a pesar de las innumerables cogidas que sufrió a lo largo de su carrera. Juan siempre dijo que José, rival y amigo, le había ganado la partida en el pequeño ruedo toledano y aunque el gran Guerrita había pontificado desde su trono de Córdoba que había que darse prisa para verlo torear -el califa apostaba que lo acabaría matando un toro- había llegado al umbral de siete décadas de vida que reventaron en la punta del cañón de aquella pistola.
Pero, ¿por qué se quitó la vida Juan Belmonte? Se llegó a hablar de noveleos que nadie ha puesto en pie. César Jalón, el imprescindible crítico taurino que firmaba sus crónicas como Clarito, apunta en sus memorias otras hipótesis mucho más realistas: “la angustiosa enfermedad de Julio Camba y del marqués de Villabrágima le parecía inhumana: ¡Eso se debía de cortar! ¡Eso se... se... corta! Y él vivía preocupado por un amago de parálisis facial”. Clarito también alude a la especial personalidad del grandioso matador, “hermético, de constante introversión, fue siempre en medio de su familia y de su mundo un solitario”, sin que sepamos a ciencia cierta que podría estar rumiando ese genio en su ancho universo interior. Son muchas dudas y una sola certeza: Belmonte se quitó la vida sólo una semana antes de alcanzar los 70 años que habría cumplido, precisamente, la víspera del Domingo de Ramos. Retirado de la profesión, ganadero de reses bravas, figura inconfundible del callejero sevillano, hermano de la muerte y dueño absoluto de su destino, se marchó para siempre una tarde de primavera por los campos de Utrera, amortajado para la eternidad con la túnica del Cachorro.
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