El milagro de las Nieves de Roma en Sevilla

Santa María la Blanca volvió a celebrar el milagro de la nevada del siglo IV sacando su simpecado a la puerta

Foto Jorge Mesa / Juanma Labrador

Juanma Labrador

Cuando Sevilla ha comenzado a postrarse a las plantas de Nuestra Señora de los Reyes con motivo de su besamano, pórtico inigualable al inicio de esa novena que desembocará en una nueva fiesta de la Asunción de la Virgen a los cielos en cuerpo y alma, la noche del 4 de agosto es también la antesala de la onomástica de una de las advocaciones marianas más hermosas del repertorio letífico hispalense, la de las Nieves, que en nuestra tierra simpar tiene morada en la Puerta de la Carne, en aquella antigua sinagoga de la Judería que desde hace siglos lleva el nombre de Santa María la Blanca. Y allí, ante la sublime venustez de aquel enigmático rostro que unos atribuyen a Juan de Astorga y otros a Leoncio Baglietto, la corporación de gloria que la tiene por titular desde hace casi tres centurias celebra el nacimiento de la jornada de su festividad evocando aquella nevada veraniega que en el siglo IV, concretamente en el año 358, soñasen el patricio Juan y su esposa sobre el Monte Esquilino en Roma, y que milagrosamente se hizo realidad mientras el matrimonio desvelaba su visión al papa Liberio.

El párroco de San Nicolás y Santa María la Blanca, el sacerdote Miguel Ángel Núñez, dirigió las oraciones previas a partir de las once de la noche, donde más tarde una voz, distinta cada año, exalta el misterio mariano que dio lugar a la construcción de la Basílica de Santa María la Mayor, donde recibe culto el icono bizantino de la Salus Populi Romani. Cuando se aproxima la medianoche, se prenden los pabilos en los cirios de unos faroles que escoltan al soberbio simpecado que, bordado en oro sobre seda, se piensa que pudo ser ejecutado en el siglo XVII, si bien la pintura alberga a la primitiva titular de esta señera hermandad. La insignia atraviesa la crugía del templo, encaminándose al dintel de la puerta, donde se recrea aquel milagroso acontecimiento antes reseñado, cayendo desde los vanos del campanario pétalos blancos que representan los mismos copos de nieve que cayeron desde el cielo aquella mañana agosteña en la Ciudad Eterna.

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Muchos sevillanos han oído hablar de esta hermosa tradición, acto íntimo de la ciudad que merece la pena conocer y que renueva, junto con muchos otros de los que tienen lugar a lo largo del calendario, el inusitado fervor mariano de esta urbe que hasta en su heráldica porta este título en honor a la Madre de Dios. Repican las campanas en mitad de una noche en la que el aire no se caracterizó precisamente por su frescura, aunque quizás el calor se debía al de los corazones que, encendidos, rezaban su plegaria a la Santísima Virgen de las Nieves, cuya efigie se halla, desde hace unos meses, fuera de su camarín por las labores de reforma y mejora que se acometen en el mismo. Y a los pies de la bendita imagen, un desapercibido detalle en honor a su pureza, defendida por Sevilla antes que en ningún otro lugar: hasta cuatro jarras de fragantes azucezas embellecían su aparato de cultos, en clara alusión a las mismas que desde 1750 coronan las esquinas de esa Giralda que acaricia esos cielos que perdimos según Joaquín Romero Murube, pero que ponen de manifiesto que mientras María esté presente en nuestras vidas, este municipio, con sus virtudes y sus defectos, mantendrá por siempre la esencia que la define.

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