Opinión

Rojos y descreídos en las cofradías

El Cristo de la Sentencia saliendo de la Basílica de la Macarena en Sevilla, en imagen de archivo. / Eduardo Briones - Europa Press

Joaquín Urías

Hubo un tiempo en que la gente vivía al ritmo de las estaciones. Cada semana había una tarea, un producto del campo o una costumbre y la vida era esencialmente eso. En Sevilla quedan restos de ese mundo; estas primeras tardes en que el frío es menos invasivo y del suelo sube un calor nuevo. Empieza a oler a azahar embriagante y los sonidos se amortiguan porque el aire pesa más. Cuando pasa nos pilla siempre de improviso pero, como todo lo que vuelve con cadencia precisa, nos lleva inevitablemente a la infancia. A los días en que creíamos en todo. Cada semana parecía un año y los detalles más pequeños se nos grababan para siempre a base de hambre de aprender.

La Semana Santa está vinculada a la infancia y la familia y evoca las sensaciones de aquel tiempo. Los días en que uno se arreglaba para salir, las marchas que es imposible no tatarear, el oloroso humo del incienso, el susurro de las zapatillas de los costaleros, el roce áspero con la ropa de un acólito, el ronroneo de unos varales, estar apretado en una bulla que no se mueve... entra por los sentidos y nos lleva al mundo mágico de cuando crecíamos. Por eso nos vence. Porque es lo de siempre y nos conecta de modo inevitable con lo que realmente somos: niños de barrio.

La marcha de Serrat

Hay una izquierda machadiana que rechaza la semana santa a la manera en que lo hacía don Antonio. El poeta del palacio de las Dueñas huía de la Sevilla castiza y barroca de gitanos, toreros y altares y, como él, una generación de intelectuales sevillanos de izquierda renegaron de las cofradías y los pasos. Ese rechazo visceral ignora el auténtico sentido popular de una celebración que no es un ‘vivan las cadenas’, ni un canto a la muerte. En el lado contrario y en un giro inesperado, la versión musical del poema que escribió Machado contra la semana santa, compuesta por Joan Manuel Serrat en la transición se ha convertido en una popular marcha que le tocan, sobre todo, al Cristo de los Gitanos.

Entre distanciarse de la celebración más radicalmente popular que existe o integrarse en ella de manera burda y simplona hay, sin embargo, opciones. Somos incontables los rojos y descreídos que creemos en el milagro de los barrios de la ciudad encarnados en sus imágenes. Que disfrutamos la emoción de la espiritualidad colectiva. Que nos lanzamos a las calles buscando una esquina, un momento entrañable o un instante mágico. Somos capaces de ignorar la beatería que últimamente empapa la ciudad y no renegamos de la devoción por nuestras cofradías en la calle. Se oyen tambores a lo lejos y corremos para llegar a tiempo al milagro que se acerca.

Ni mogijatos, ni escépticos

No queremos beaterio, pero tampoco someter emociones tan intensas a la razón. Ni Galilea, ni Galileo. Ni mojigatos que biblia en mano creen que los pasos son la auténtica y detallada historia de Dios, ni los escépticos que sólo ven costumbres donde hay espiritualidad emocionante.

Personalmente no soy cofrade. Disfruto la magia excesiva de estos días como quien se abandona a una sustancia psicotrópica y mi devoción es popular. Es por la gente, la ciudad y los barrios aunque se sublima en las imágenes colocadas sobre un paso. Vivo la Semana Santa de quien nunca tuvo un balcón; de quien nunca limpió plata. De quien no entiende de intrigas de hermandad pero se pasa el año esperando que lleguen estos días. Y así somos tantos.

Somos fan de los aguaores y los nazarenos viejos. Y de los armaos. Ese ejército de panaderos, pescaderos y limpiadores que con sus plumas de avestruz y sus calzas rosas de torero es la quintaesencia de los trabajadores sevillanos. Reivindicamos su chulería armada y sus paradas para reponer fuerza en los cafés y las tabernas del recorrido. No encontramos la mínima contradicción en que la guardia de Pilatos proteja al señor de la Sentencia con ese mimo disimulado de los viejos de antes. Y por encima de todo, disfrutamos la Semana Santa con la euforia de los ojos infantiles. Volvemos a ser nosotros mismos de chicos y volvemos a ver a todos nuestros seres queridos disfrutando de la fiesta.

Señoritos de ruán

La fiesta cambia. Ahora los costaleros van uniformados y la gente se pelea por salir de acólito (a mí que me pagaron una vez por llevar un cirial del Baratillo). Hay hermandades nuevas, algunas de barrios lejanos. No son todos cambios negativos, pero hay una tendencia a quitarle carácter popular a base de uniformar y regularlo todo. La Sevilla de orden mata por mantener su silla en la carrera oficial pero clama contra la gente humilde de los barrios que va con su silla portátil. La cruzada contra las sillitas es la misma que pide siempre más policías, que quiere poner vallas en los recorridos y que cierren las tabernas si se acerca una cofradía. Son los señoritos de ruán, que odian al pueblo y se están quedando con lo que es de todos. La mayor mentira de la ciudad empieza siempre con la frase ‘esto siempre se ha hecho así’. Suele ser falsa, pero no merece la pena discutir. No hay una única manera de vivir la semana santa y desde luego la nuestra no es esa.

Por supuesto que hay sevillanos que le cantan al Cristo muerto en el madero y que creen que todo esto está organizado por la santa madre iglesia. Pero nuestro Cristo se mueve entre la multitud. Como el de Pasión, la cruz al hombro en su paso de plata, que al avanzar agitando levemente su túnica hace que alguna vieja entrañable diga siempre "míralo, que parece que va andando". Las vírgenes y los cristos son la ciudad encarnada.

Cada hermandad tiene sus cosas

Cada hermandad tiene sus cosas. A la Virgen de los Estudiantes la banda, cuando entra en el andén de la Universidad, le toca el Gaudeamus Igitur y la gente que rodea el paso murmura los latinajos de ese himno universitario. El palio de la de Montesión se mece al ronroneo de los rosarios en su varales. La noche del martes santo en el barrio más obrero, en el Cerro del Águila, sus pasos vuelven a su iglesia a los sones reivindicativos del himno de Andalucía.

Y esas cosas son la cofradía y su gente. En la Plaza del Museo, cuando es su virgen la que se acerca trae consigo los sones de Aguas; ese chero-tachero que presagia la emoción de un paso bullicioso alegre y rodeado de niños. El jolgorio de un barrio canalla crecido junto a las estaciones de tren y de autobús, que tan poco tiene que ver con la solemnidad del Cristo, permanentemente expirando tan serio como un burgués de San Vicente. Los pasos del Valle se quedaron hace un siglo anclados en un mundo de señoritos y aristócratas. Por eso llevan espejuelos picados, bordados de oro viejo, cardos borriqueros y un incienso espeso que esconde el palio al ritmo de un tambor de muertos. Pero al mismo tiempo, hay alegres familias de gitanos que de madrugada acampan cantando a la puerta del santuario para celebrar su cofradía. La riqueza de la semana santa está en su diversidad. En esos detalles ornamentales y, sobre todo, en la capacidad de cada hermandad de representar en la calle a su pueblo.

Los nazarenos de Santa Genoveva vienen de lejos. Las horas de avenidas largas y vacías no amilanan a las mujeres del Tiro de Línea detrás de su cautivo. Son el barrio en marcha. Y en la puerta de la capilla del Carmen, cuando el cristo de la Estrella vira hacia el puente, la orden del capataz es una declaración de barrio. “Vámonos pa Sevilla”, dice. Y un estremecimiento recorre la bulla. Somos Triana y vamos solo de visita al centro.

Los más píos

Por eso la uniformidad piadosa solo puede destruir lo que celebramos. A base de vallarlo todo ya no se puede ver pasar a ninguna hermandad por el postigo ni es posible ver salir a Los Panaderos. Para parecer más píos le han cambiado el nombre al Rocío o la Bofetá y nadie se atreve a decir en voz alta una de las verdades del barquero: que eres pequeñito y feo como el cristo de la Veracruz. Pero en esta involución trentina aún queda esperanza. La que encontramos en las familias acampadas en el colegio de San Bernardo o en la calle Pureza, esperando a su cofradía. Los nazarenos de San Bernardo son quizás de los últimos que se suben el antifaz para ver a su Virgen o saludar a su primo, pero los de San Benito y la Candelaria aun caminan sin preocupación de la mano de su novio o de su novia. Y en la calle Parras el paso no puede andar porque no queremos que ande. La gente del barrio, delante de la Virgen, no la deja que se vaya. Llueven pétalos, se pisan las saetas y en ese momento de emoción sublime nadie se queja de las estrechuras o los empujones. El barrio manda y a él nos abandonamos.

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Se puede ser de izquierdas y descreído y creer fervorosamente en cualquiera de estas imágenes que se echan a la calle. Muchos de los miles de rojos fusilados por el genocida Queipo de Llano cuando los tiraron como perros a la fosa común del cementerio de San Fernando llevaban consigo una imagen de la Macarena. Eran de los nuestros. Como dijo la hermandad de la Estrella, valiente, al desafiar el boicot que la derecha quiso hacer a nuestra semana santa, las cofradías, que son del pueblo, al pueblo se deben. Y nosotros a ellas.

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