La azotea

El sol en la Resolana

¡Macarena, guapa! / El Correo

Reyes Aguilar

Un martes cualquiera, la conversación viró a Macarena entre la segunda copa de Gabriela helada y otras dos cervezas, y en la barra de aquel bar, uno de sus cirios verdes me hacía llorar hablándome de cómo su madre la veía. Será porque todo lo que la rodea es abrumador y diferente, como lo es el sol de la Resolana iluminando la alegría que sus ciriales desatan, antesala de la algarabía que su inminente presencia provoca, rozando el mediodía del Viernes Santo.

Miraba a los ojos de aquel macareno y por ellos, asomaba esa madre que nunca salió del Arco, la misma que está esperando a los que cualquier día o a cualquier hora, estando de paso o no, entran en la Basílica a verla. Ese sol brilla allí, y cuando te la encuentras donde sea, en el almanaque de una frutería de barrio, en un retablo de cerámica en una calle de Bilbao o en el cuadro del salón de Ana, esa señora del Polígono de San Pablo que se despide de Ella cuando baja a comprar asegurándole que no va a tardar mucho en volver. O cuando subes por las escaleras de la primera planta del hospital y te la encuentras, ofreciéndote sus perfiles y sus esperanzas, para que sea lo que sea lo que te haga ir allí, su manto verde te cobije. O en el horno de aquel panadero de la calle San Luis que tenía una foto de Ella y otra de Lenin y que acabó siendo Secretario General del Partido Comunista y ante todo, macareno.

Que no se entienda lo que a simple vista es incongruente no es lo difícil, porque lo difícil es sostenerle la mirada, porque en ella sigo viendo a mi abuelo, macareno de la calle Parras, haciéndome su paso en miniatura con una caja de puros, el mismo que más de cuarenta años después, aún conservo. O en la vela de vida de su candelería que enciende el Doctor Pérez Bernal, puro sentido intrínseco de la Esperanza, o en el autobús de Tussam lleno de plumas tras repartir Esperanza allí donde no deberían estar los niños. Y son sus calles, cualquier día del año, ese escenario silente donde me reencuentro con el recuerdo que deja el estallido de su paso, solo alterado por las ruedas de las maletas de los visitantes que posiblemente, no sepan dónde están, ni conozcan la locura de amor de Joselito, ni la revolución de Juan Manuel Rodríguez Ojeda, ni el soneto de Alberti a la camarada Macarena ni la salve de Juanita Reina, aquella que incluso la llevaba en su nómina, como su asistenta personal.

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Alguien me dijo una vez, que cuando escribes de la Macarena son sus calles las que te hablan, donde tanta historia, necesidad, pasión y sevillanía se ha vivido, que por sus balcones, donde ahora florecen más las banderas que los geranios, aún parecen asomarse los anarquistas de Casa Cornelio, las modistillas y medio escondidas, aquellas prostitutas grotescas que esperaban en las puertas de la necesidad y la miseria. Se cubrían algunas, cerraban las puertas otras y todas, miraban ese sendero de esperanza que solo Ella era capaz de ofrecerles en el brevísimo tiempo que tarda en pasar, como una metáfora del porvenir que no llega. Pero por la Macarena pasa la Esperanza, se detiene el tiempo y vuelven a anidar las golondrinas cada dieciocho de diciembre, verdadero día de la madre, y cada Viernes Santo, celebro que mi sol ha girado un año más, deteniéndose entre el sonido de las copas de aguardiente del Vizcaíno, el olor a calentitos de la Encarnación y la gloria que dejó atrás el alba de las monjitas. Por la puerta del Archivo de Protocolo llega, con el señorío, la elegancia, la gracia y el relámpago que la caracteriza y tras desperezarse con Amarguras, vuelve a adentrarse en la algarabía de su barrio que siempre la espera como la espera el sol en la Resolana, y volveré a no entender qué es lo que siento cuando asoman los ciriales cansados de la Macarena camino de regreso a donde nunca vuelve, porque de ningún sitio se va.  

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