EL CAMARLENGO

Aquel Domingo de Ramos

Un capataz da órdenes a la cuadrilla de la Hermandad del Cerro (2016) / Inma Flores

Daniel Marín Gutiérrez

Como cada año, cumpliría. Cuando llegase el Domingo de Ramos estaría decidido a no faltar a una cita que tenía la fecha y la hora inscritas en la memoria de su propio tiempo. Cada mañana, cuando iba a recoger el café, hacía la misma pregunta en la barra del bar: «¿En qué cae el Domingo de Ramos?». ―Otra 'vé', Antoñito, que te lo digo to los días, 'miarmatoa'. Veinticuatro de marzo ―aquella era la respuesta malaje de un camarero que siempre esperaba la pregunta después de poner aquel café para llevar. Lo que no sabía es que, siendo Viernes de Dolores, Antoñito no tendría oportunidad de preguntárselo más veces. Se fue tranquilo, farfullando una y otra vez el número veinticuatro para que no se le olvidase. Le duraría poco. A la media hora ya no lo recordaría. Pero cumpliría, como cada año.

Como no tenía traje, había conseguido uno inesperadamente. Aunque no era de su talla, hacía años que Antoñito no se veía en otra. El azabache de los brillos de aquella lana desgastada no fueron un problema. Los destellos eran condecoraciones en su pecho cansado. Para el pelo guardaba un resto de gomina que se la pondría delante de los espejos de El Corte Inglés, para que resultara perfecta. Lo tenía todo planeado. Por el camino más corto, Antoñito iría al encuentro de su destino, que era como decir salir al paso de su historia.

Aquella misma noche, Antoñito ya no estaba donde siempre. Acurrucado entre cartones y mantas en el zaguán de un banco, donde duerme el dinero, Antoñito era un nadie que calentaba sus huesos cada noche a la lumbre del luminoso de la entidad financiera. «Para que tus sueños se hagan realidad». Antes de dormirse, se repetía a sí mismo el único sueño que le quedaba por cumplir.

Antoñito estaba raro

Los muchachos que le ofrecían conversación cada dos días sabían que Antoñito estaba raro. Repetía aquello de la promesa y temían un arrebato. Efectivamente, aquella noche de Viernes de Dolores, mientras la Virgen del Valle bajaba de su altar y los nazarenos de rojo Padre Pío y de morado Pino Montano recorrían las calles de sus barrios, Antoñito ya no estaba debajo del cajero automático. Los muchachos alertaron a los responsables de servicios sociales, que ya fueron advertidos de que Antoñito no estaba como siempre. Mientras esperaban, decidieron dar alguna vuelta por los alrededores, tampoco habría llegado demasiado lejos. De fondo, en silencio de una noche que ya asomaba Sábado de Pasión, uno de ellos oyó la voz seca de un capataz: "Venga de frente". El muchacho se extrañó de que aquello pudiera ser posible. Por la calle Santillana no pasan cofradías el Viernes de Dolores y los ensayos habían terminado. Decidió acercarse hasta la esquina y, ya desde la distancia, vio a un hombre vestido con un traje negro que repetía eso de "venga de frente". Paco decidió observar bajo los naranjos de la barreduela de la Encarnación.

Antoñito estaba mandando una parihuela imaginaria. "Más la derecha alante. Bueno. Más la derecha alante. Bueno. Pararse ahí". Paco estaba sorprendido. Ligeramente inclinado hacia atrás, con la mano izquierda hacia adelante y mirando hacia arriba, Antoñito estaba preocupado de que algo rozase con los balcones que se asomaban desde las fachadas para contemplar la proeza de aquel hombre. ¿Qué pasó sería? ¿El madero inalcanzable de la cruz de las Siete Palabras, el árbol arbotante de la cofradía de la calle Santiago, las crines al aire de los caballos de Santa Catalina o el dedo señalante del romano de El Cerro? Delante de Antoñito no había nada. El vacío. Pero él estaba convencido de que estaba mandando un paso. Para convertirse en el capataz imaginario de aquella cofradía invisible se había puesto su traje negro y se había colocado la gomina en los reflejos de los cristales de la sucursal bancaria. El Corte Inglés estaba fuera de su mundo. Antoñito no estaba jugando a las cofradías. Solo estaba haciendo verdad lo que vivía en su corazón. "Los dos costeros, parejo a tierra". Mientras camina de espaldas, no dejaba de dar órdenes a quienes iban bajo las trabajaderas. En su cabeza sonaba la palillera de una banda que acompañaba aquella compleja maniobra. Los costeros no podían rozar los adoquines y lo que fuera no podía chocar con los salientes. Mientras Antoñito seguía al frente de aquellas andas, el resto de los voluntarios llegaron donde estaba Paco. "¿Qué está haciendo?", preguntó Juan, entre la sorpresa y la risa. "¿Po no lo ves? Antoñito está como la jaca de La Algaba".

Sin mediar muchas palabras, decidieron acercarse sin molestarlo. Antoñito seguía a lo suyo. "Bueno, pararse ahí. Vamos a levantarnos muy poquito a poco". Los muchachos decidieron aplaudir y Antoñito gritó rotundo: "venga de frente". En aquel grito se había roto el pecho. En él iban todas sus esperanzas, todas sus alegrías, todos esos sueños pendientes. Siguió caminando varios pasos hacia atrás y, de repente, girándose, se abrazó a Paco. "Papá, he cumplido mi promesa. Otra vez es Domingo de Ramos en Triana". Antoñito durmió aquella noche sobre los cartones que le hacían de camastro con el traje puesto y la gomina en el pelo. Estaba convencido de que había vuelto a sus veinte años para hacer realidad la promesa que le había hecho a su padre. Los voluntarios no dijeron nada porque, como diría Paco Robles, no había nada que decir.

La Semana Santa se había detenido para siempre en la calle Santillana para Antoñito, como se detuvo el tiempo ante el palio de la Virgen de la Estrella, donde está empadronada la luz, lugar donde se junta la memoria con el olvido, en el que están inscritos todos los apellidos de los desheredados y aunque ya no recordase ni su nombre ni su vida, ni su historia ni dónde estaba, un año más, había cumplido con su memoria. Solamente sabía que una vez fue feliz junto a su padre delante de un paso de palio.

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A mi hija Ximena, para que, cuando la memoria no me alcance, nunca olvide que yo también fui feliz con ella en nuestro primer Domingo de Ramos.

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