Polígono Sur, yo estuve allí: evasión y esperanza

Foto: Carlos Ortín

Foto: Carlos Ortín / Cristóbal Ortín

Cristóbal Ortín

Estoy recordando ahora cuando el pasado Sábado Santo, en coche con mi familia, nos dirigíamos al Parque de Oromana, para echar un día de campo. Poco a poco íbamos dejando la trasera de la barriada Martínez Montañés (Las Vegas, popularmente dicha), circulando por la Carretera de su Eminencia; una arteria que separa el borde de aquel barrio con el Parque de Guadaira. Así pues para los que hemos circulado por esa parte de Sevilla, cabeceando hacia la derecha un ratito, eso sí, seguros y protegidos por tres paredes de chapa en movimiento, una vista simple de este paisaje urbano nunca nos deja indiferentes: descampados con filas de coches en batería; torretas de diferentes alturas, de colores albero y marrón; soportales, sostenidos por pilotes, con paredes pintadas, unas veces, de aquellos mismos colores, y otras, con fondos azules y grafitis; muchos balcones y ventanas enrejadas, o incluso algunas completamente tapiadas; y mucho espacio hacia el interior.

Yo mismo, con quince años, me trasladé con mi familia (mis hermanos, mi madre y mi abuela) a la Barriada Antonio Machado, en concreto a la calle Manuel Fal Conde (actual Victoria Cerrato). Una barriada de Sevilla entremetida, como una pieza más de un puzle, al oeste de un área en forma de trapecio: el Polígono Sur. Veníamos del centro de Sevilla, y en la búsqueda de una vivienda propia y asequible, porque no podíamos seguir en la nuestra antigua, permanecí cerca de veinticinco años en este nuevo lugar. Eran principios de los años ochenta, y así mi nueva residencia me sorprendió con una geometría de bloques marrones y casitas amarillas, a cada lado, de una avenida larga y arbolada. Mi vista tuvo que acostumbrarse a manzanas interiores en las traseras de aquellos, con árboles rompiendo el pavimento; y a un descampado de chatarra, espigas y jaramagos. Eso sí, siempre con una sospecha continua de miedo e inseguridad

Vivíamos en un entorno raro, flanqueado por barreras invisibles en muchos casos: nodos psicológicos que creaban límites con el resto de los barrios colindantes. Así aparecían una rotonda al final del barrio del Tiro de Linea, líneas de tren no soterradas encima de un puente, una carretera de circunvalación, o incluso, avenidas separando, en la misma barriada, las zonas más deprimidas. Habitábamos, al principio, conectados con el resto de la ciudad de Sevilla por tres líneas de autobuses (30, 31 y 32). Y hasta que pusimos línea telefónica, por una única cabina de teléfonos, al otro lado del descampado mencionado.

Pronto nos empapamos, sobre todo en las zonas más pobres del Polígono, de la precariedad de equipamientos, de la delincuencia, de las drogas y el deterioro de exteriores e interiores de algunos edificios (sobre todo en los ochenta y los noventa). En esta época que me tocó vivir en Manuel Fal Conde, si no querías o podías trasladarte a otras partes de la ciudad, la manutención y la vestimenta se proporcionaban en algunos locales (bajos divididos en pescaderías, carnicerías bares, quioscos, tiendas de ropa...) o en un ruidoso mercadillo al aire libre frecuentado mayormente por la venta ambulante gitana, los domingos. Por otra parte, no existía el actual centro de salud ni la Iglesia.

En cuanto a la delincuencia, solo hace falta consultar la prensa de la época: continuas pedradas, a cara descubierta, de lunas de coches para robar el “loro” u otros enseres; carreras nocturnas de motos ruidosas de chavales por la avenida; pandillas de chicos dando palizas a otras personas de forma indiscriminada (a un amigo mío, por cierto); robos e intimidación a cara descubierta; lunas de autobuses apedreadas por enigmáticas manos; patrullas de vecinos con palos y antorchas a la búsqueda del delincuente y del drogadicto; navidades ruidosas con verdaderas bombas de petardos prohibidos; y una comisaría de policía siempre por construir.

Sobre la droga, podía intuirla en la cara de desesperación de muchos jóvenes pidiendo dinero por las calles, en el descampado con restos de papel de plata y jeringuillas, o en el continuo mercadeo de papelillos en los quioscos. Finalmente, yo mismo, pude comprobar el deterioro del interior de algún bloque: cristales en las escaleras, sangre y un olor peculiar que tardaba en olvidarse.

Residíamos, pues, en una pequeña ciudad dormitorio, en la que intentábamos movernos con precaución. Y en todo caso, en la que despegar y aterrizar, con autobuses que se demoraban en acudir.

En el Instituto Polígono Sur (actual Antonio Domínguez Ortiz), encorsetado por las Tres Mil Viviendas, Las Vegas y las Letanías, en el que trabajó mi madre como limpiadora, estudiábamos mi hermano y yo. Era, al principio, un edificio y una casa prefabricada, -un fuerte de vaqueros frente a los indios- que inauguramos los recién llegados. Era un refugio de enseñanza y amistad, con profesores entrañables, (Tere, Mª Eugenia, Doña Patro, Práxedes, Charo, Lola...), que nos prepararon para la Universidad y otros estudios. Y, en aquel centro, conocí compañeros (Lolo, las hermanas Maqueda, Vilches, Jara, Alicia, Encarni, Suli, Trabajo...) que serían siempre mis amigos.

En este medio vivíamos, como cualquier chaval, evadiéndonos en algunas burbujas: colegas, salidas, sustos, amoríos y anécdotas. Eso sí, nunca indiferentes a la música. Así pues, de camino al instituto, veíamos gitanillos apostados a las paredes con guitarras, tocando flamenco; intuíamos los ecos de Pata Negra (“Pata palo, es un pirata malo”) y escuchábamos la percusión en las casitas bajas (“ton-ton”). O contemplábamos al Loren, con su guitarra y amplificador, recorriendo el barrio con Jimi Hendrix (“Hey Joe, where you goin´whith that gun...”) mientras el Indio de las Tres Mil Viviendas, lanzaba flechas a sus pies (“Soy de la Tribu de los Grandes Chochonis”). O volviendo nosotros andando, de recogida nocturna a la barriada, añadíamos versos a Loud Reed (“Take a walk on the wild side”).

En otro lado de este mundo, mis compañeros de clase hablaban de Supertramp (“Dreamer, you know are a dreamer”); cantaban sevillanas (“No te vayas todavía, no te vayas por favor”); compartían Serrat (“Golpe a golpe, verso a verso”) ; un tal Álvaro de HELIO cantaba “Saca la flor de ti”; mis colegas aprendían a tocar la guitarra con Silvio Rodríguez (“Te doy una canción, se abre una puerta”); y finalmente mi hermano y yo, las tardes después de clase, grabábamos en un radio-casete la música de los grupos de Sevilla, mientras retumbaban las paredes del salón con las rumbas de los gitanos del piso de al lado.

Atrás quedó el origen del Polígono: construcción de 1968 por el patronato municipal del Ayuntamiento; algunos barrios promovidos por asociaciones de cooperativas (La Oliva) o por el Patronato de Vivienda (Las Letanías); en otros, acogida de zonas chabolistas y de la cava de Triana; zonas con personas realojadas por las riadas del 61; desalojo y asentamiento de población, de otras partes de la ciudad, en este entorno de viviendas baratas; y en 1976 y 1979, respectivamente, la construcción de las Tres Mil Viviendas y Las Vegas con gente excluida de otros lugares de Sevilla, que agravan la situación social de la zona, en forma de delincuencia y drogas.

Y una esperanza: en el presente siglo, desde 2003, se suceden diversos planes o figuras como el Comisionado del Polígono Sur. Resultados son: las mejoras en infraestructuras urbanas, en servicios públicos, en centros sanitarios; el acondicionamiento del Parque Guadaira; la reducción del absentismo escolar; la bajada del analfabetismo... Otro propósito, en manos del susodicho Comisionado, coordinando las inversiones de las tres Administraciones Públicas, es la búsqueda de la “solución a los problemas de marginalidad social, seguridad, empleo y vivienda y educación para todos...”

Pero como dice La Vanguardia (26 de mayo de 2021): “El informe 2020 de los Indicadores Urbanos del INE (...) incluye de nuevo al Polígono Sur como el barrio de menor renta neta media anual por habitante de toda España (...) con 5.112 euros por persona”.

Por último, asociaciones vecinales como las plataformas “Nosotros también somos Sevilla”, “Asociación entre Amigos”, “Asociación cultural gitanos vencedores”..., trabajan con programas activos para paliar los problemas del barrio. O películas como “El arte de las 3000” (2003) y la creación de la Factoría Cultural (2018) pretenden, asimismo, abrir el “alma artística” del Polígono Sur, al resto de la ciudad.

Hoy por hoy, el Polígono Sur, sigue siendo un conjunto de personas trabajadoras, que conviven con otras más desfavorecidas o excluidas. Todas con la misma amenaza: la droga y la delincuencia. En común, en primer lugar, vecinos que buscan la identidad de un barrio y el ser considerados tan normales como otros barrios. En segundo lugar, ciudadanos hipersensibles a crisis económicas – a la que hay que añadir la actual de la pandemia-. De esta manera, actualmente, además de las secuelas sanitarias, se unen altas cifras de paro, más pobreza , más droga y más delincuencia.

Ha pasado mucho tiempo, desde que viví en la barriada, y me acuerdo de aquel comunista llamado Santamaría. Lo recuerdo como un hombre mayor que iba con su megáfono recorriendo sus calles, movilizando a los vecinos contra la inseguridad o ayudando a alguno de nosotros a encontrar unos apuntes de clase. Cierro los ojos y me veo en bicicleta con mi amigo Tomi, moviéndonos a otras partes de la ciudad o tumbados en el césped de un parque, soñando con otros mundos. Queda en mi memoria también una cabalgata de Reyes y una Virgen, recorriendo la avenida.

Digo adiós y pido perdón a este barrio por no luchar por él. Yo, como muchos de mis amigos y familiares, vivíamos con el dilema de estar anclados al barrio o de mirar hacia un lugar lejano de éste. Algunos se quedaron, otros nos fuimos, otros enfermaron y otros murieron, allí, lejos de sus orígenes. Mi esperanza fue ser también “normal”, como la esperanza de muchos de sus vecinos. Celebro a los que intentan mejorar el Polígono Sur y hacerlo más digno, hoy. ¿Se acordarán de mí?

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