Sevilla, la ciudad que Hemingway no amó
Recorrido por la Sevilla de Hemingway, uno de los pocos rincones de España en los que Hemingway no encontró la felicidad
Ernest Hemingway y su primer editor, Bob McAlmon, en España (1923) / Julio Mármol
Julio Mármol
Casa Cuesta es un restaurante como tantos otros en Triana, salvo que él lleva casi un siglo y medio ahí y ha visto nacer y morir a los demás. Se encuentra en un recodo de la calle Castilla, en un edificio de ladrillo visto de tres plantas frente al callejón de la Inquisición. Los jacarandas, que en primavera florecen y tiñen sus copas de púrpura, son, junto con los toldos de Casa Cuesta, los únicos que procuran algo de sombra en esta larga y empedrada calle que arranca en el Mercado de Triana, y a cuyo fondo se advierte el perfil rígido y algo hostil de la Torre Pelli. Una barra de madera negra, salpicada de apliques, se extiende por el interior de Casa Cuesta. En las paredes, hay carteles de ferias pasadas, retratos de toreros y la inevitable carta del restaurante escrita a tiza. Un reloj de pared, envuelto en guirnaldas de pan de oro y en el que se ha engastado la imagen de una virgen, preside el local. A su espalda, está el río.
Casa Cuesta ha vivido la mitad de su vida con otro nombre: Casa Ruiz. Fue así como la bautizó José Ruiz Sánchez en 1936, apenas unos meses antes de que estallase la guerra civil. Y fue así, dos décadas después, como la conoció Ernest Hemingway. Casa Cuesta (a la que él se refiere como Casa Luis, confundiendo el nombre de su propietario) es el único lugar en toda Sevilla para el que Hemingway parece tener buenas palabras en sus libros.
El 28 de mayo de 1959, dos nuevos huéspedes llegaban al hotel Alfonso XIII. Rodeados por una nube de periodistas, un tipo barbudo y su mujer recogían la llave y, acompañados de un botones, subían hasta su habitación. Él había ganado el Nobel de Literatura. Hacía cinco años que Ernest Hemingway había puesto fin a su auto-exilio español. Al acabar la guerra civil, el escritor se había negado a regresar a ese país al que amaba “más que a cualquier otro, excepto al mío” mientras uno solo de sus amigos se encontrase en la cárcel. Esto había ocurrido en 1954. Ahora, en 1959, Hemingway volvía por última vez a España a bordo del Constitution, un barco con destino a Algeciras.
Además de Mary Welsh, su cuarta y última mujer, Ernest Hemingway viajaba en compañía del matrimonio Meston (él escribía westerns para la radio; ella toreaba) y el matrimonio Ordóñez. Antonio Ordóñez había conocido a Hemingway cuando aún era un niño: su padre, Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, había servido como inspiración al Nobel para crear a Pedro Romero, el seductor torero de Fiesta, su primera gran novela. Hemingway había depositado todas sus esperanzas en Cayetano, al que consideraba un torero valiente y de talento. Pero el Niño de la Palma había crecido, y las cogidas lo habían vuelto cauteloso: “Cayetano tenía aspecto de torero, y actuaba como un torero, y durante una temporada, fue torero... Y al final de la temporada, sufrió una cornada de gravedad, muy cerca de la arteria femoral. Y ese fue su final”, escribió sobre él. Hemingway había dejado España con una dolorosa premonición que agravarían los años: el toreo que él había amado estaba agonizando; los toreros de verdad morían en la plaza o se retiraban, y eran remplazados por jóvenes decadentes, tramposos o cobardes.
Y, entonces, había aparecido Antonio Ordóñez. Castillo Puche, escritor amigo de Hemingway, cuenta en Hemingway in Spain, un monumental obituario al novelista, cómo José Quintana, tabernero navarro que había conocido a Hemingway en su primer viaje a España, cuando este no era más que un joven periodista, le enviaba puntualmente por correspondencia crónicas y carteles taurinos allá dónde el americano se encontrase: en Estados Unidos, o en Cuba, o en las faldas del Monte Kilimanjaro. Hemingway seguía el toreo desde la distancia, y no le gustaba lo que leía.
“Antonio Ordóñez me recuerda mucho a su padre”, le dijo Hemingway, en una ocasión, a Castillo Puche. “Salvo que él es mejor que Cayetano en todos los aspectos: es mejor torero y mejor persona. Y, además, es muy atractivo”. La amistad entre el torero y el escritor dio lugar a peregrinas habladurías: un columnista español habló de Ordóñez como del “ senil amor de Hemingway”. Castillo Puche tenía otra opinión: para el escritor, Antonio Ordóñez no era un amigo. Era un tema literario. Durante toda su vida, había buscado al torero perfecto y al fin lo había encontrado: Antonio Ordóñez era el último de una estirpe de toreros que ya no existe, y de él dependía el futuro de la tauromaquia. Pero había otras circunstancias que lo convertían en un personaje literario de gran interés.
La mujer de Ordóñez era Carmen Dominguín, hermana de Luis Miguel Dominguín. En aquel matrimonio, confluían dos maneras coetáneas pero dispares de concebir la tauromaquia: la de Dominguín, que era la visión espectacular (Hemingway describe desdeñosamente una faena de este, en la que el torero, tras deshacerse del capote, se acoda entre los cuernos del animal, fingiendo llamar por teléfono); y la de Ordóñez, que concebía la tauromaquia como una solemne y conmovedora tragedia. Los dos toreros estaban en lo más alto del escalafón, y sería el verano de 1959 el que decidiría quién se impondría a quién. Hemingway había tomado públicamente partido por Antonio Ordóñez: el ABC, al hacerse eco del viaje de Ordóñez a bordo del Constitution, afirmó que Ernest Hemingway partía junto al torero hacia España porque estaba escribiendo la biografía del matador. No era cierto.
El verano peligroso fue la última obra de Hemingway. Lo que, en principio, no iba a ser más que un reportaje para la revista Life (que le pagaba un dólar por palabra), acabaría convirtiéndose en un ensayo de más de doscientas páginas en el que Hemingway daba cuenta del que sería su último viaje por España. El escritor conocía nuestro país casi a la perfección: excepto unas pocas provincias (como Huesca o Lugo) y los dos archipiélagos, Hemingway visitó al menos una vez el resto de las regiones, aunque dejase constancia de su preferencia por dos en concreto: Navarra y Madrid. En la primera, estaban los San Fermines. Y de Madrid, simplemente, se había enamorado. “¿Tú crees en Madrid?”, le preguntó, en una ocasión, a Castillo Puche. “Quieres decir si me gusta Madrid”, le contestó este, a lo que el americano, dando una risotada, replicó: “En absoluto. Te estoy preguntando si crees en Madrid. Y tu respuesta parece indicarme que no”. Hemingway había bautizado a Madrid como “La capital del mundo”. Era el ónfalos de su segunda patria; el lugar donde todo acababa y empezaba de nuevo. Madrid es el escenario que elige para finalizar el periplo de Jake Barnes, protagonista de Fiesta, aunque volvería a ella, literariamente, varias veces en cuentos y en su gran novela, Por quién doblan las campanas. Pero había sido en Fiesta donde, con una sola frase (un desliz, quizá), había reflejado no sólo su devoción hacia Madrid, sino su nula relación con todo cuanto hubiese al sur de Despeñaperros: “La estación del Norte es el final de la línea. Todos los trenes acaban aquí”. Cuando Hemingway escribió este pasaje, según Castillo Puche, aún no había visitado Andalucía. “Estoy seguro de que tenía ciertos prejuicios hacia ella”, dice el escritor español, que describe al americano como un obseso de la precisión. Un error así no podía ser inintencionado. España, para él, verdaderamente acababa en Madrid.
De Andalucía, Hemingway dice en Muerte en la tarde, su primer ensayo taurino, que, pese a albergar a la mayor parte de los toreros de España, carece de grandes matadores, que se encuentran en Madrid. Es de extrañar la ausencia casi total de las ocho provincias andaluzas en sus libros. Ricardo Marín, profesor de la Universidad de la Castilla y la Mancha y escritor de varios ensayos sobre Hemingway, sostiene que el novelista visitó Sevilla en 1923, asistiendo a “a la que para él sería la primera corrida a gran escala junto con su primer editor y amigo Bob McAlmon, después de asistir a varias novilladas en Madrid”. De esta manera, su debut taurino no se produciría en Pamplona, en la compañía de José Quintana, sino mucho más al sur, en la Maestranza. De esta posible visita, sólo ha quedado una fotografía que Hemingway se toma junto a Bob McAlmon en un lugar indeterminado y frente al enrejado de una ventana. Podría ser Sevilla como podría ser cualquier otro lugar en el mundo. Pero hay más pruebas que demostrarían que Hemingway sí conocía Sevilla cuando, en 1959, se alojó en el lujoso hotel Alfonso XIII. El 12 de diciembre de 1923, Ernest Hemingway le escribe una carta a James Gamble, heredero del imperio del jabón Procter and Gamble. En ella, Hemingway afirma que “el pasado verano, Bob McAlmon y yo estuvimos viajando con una cuadrilla de toreros por Madrid, Sevilla, Ronda, Málaga, Granada hasta el norte de España”. En otra misiva, dirigida a William D. Horne (junto al cuál había servido en Italia, compartido piso durante un año, y que acabaría siendo uno de los porteadores de honor de su ataúd), vuelve a referirse a este viaje de una manera casi idéntica, añadiendo que “en España hace un calor de mil demonios”. Según le cuenta a William D. Horne, su editor y él conocieron a la cuadrilla de toreros en un hostal de la Calle San Jerónimo de Madrid, y se unieron a ellos. Finalmente, la cuadrilla se separó en Pamplona, donde Hemingway y Bob McAlmon se quedaron para disfrutar de los San Fermines. Así, el escritor no sólo no descubrió los toros en Pamplona: es que había convivido durante semanas con unos toreros antes de llegar a Navarra.
Habría que preguntarse, entonces, por qué un novelista capaz, según manifiesta García Márquez, de convertir una ciudad en una propiedad privada, tal y como hizo con Pamplona, La Habana o Madrid, apenas prestó atención a Sevilla, donde se encontraba uno de los cosos de mayor prestigio del mundo. La explicación parece sencilla: la ciudad no le gustaba. A Scott Fitzgerald (quizá, junto a Faulkner y al propio Hemingway, el escritor norteamericano más grande del pasado siglo) le escribió una carta en 1926 en la que habla de un torero sevillano al que describe como el carnicero más tramposo de la tierra. Este torero era, en realidad, del País Vasco, y se llamaba Diego Mazquiarán, alias Fortuna. La percepción que Hemingway tenía del toreo andaluz no era muy amable: frente a las grandes y terribles reses del norte, los toros andaluces, de menor tamaño, más “toreables”, le parecían a Hemingway una flagrante demostración de cobardía. “Hemingway resalta en Muerte en la tarde la “menor” calidad de los toros andaluces en relación con los que se criaban en Castilla”, dice Ricardo Marín, “ aunque no sé hasta qué punto esto podría influir en la menor presencia de referencias a la tauromaquia andaluza. Sí me atrevo a decir que como admirador de escritores noventayochistas –Baroja en especial- Hemingway pudo haber estado influido por la exaltación de Castilla como esencia de la España propia de esta generación, de ahí la mayor frecuencia de sus alusiones a Castilla”.
En la correspondencia privada de Hemingway, y que se conserva íntegra en la Biblioteca Presidencial John Fitzgerald Kennedy, hay tres cartas remitidas desde Sevilla, y cuyo destinatario es Mary, su mujer. El hecho de que fueran escritas en la primavera de 1954, el año en el que Hemingway regresó a España tras décadas de ausencia, prueba que la capital andaluza recibió al escritor americano, al menos, tres veces. Por eso, cuando Hemingway atravesó las puertas de Casa Cuesta en 1959, no lo hacía como un turista en una tierra desconocida, sino como un viajero que visita obstinadamente un mismo lugar, quizá con la esperanza de que este, al fin, le sea grato. No parece que acabase ocurriendo de esta manera.
“La comida en Casa Luis fue muy buena”, escribió en El verano peligroso, “y la corrida muy mala”. Hemingway había entrado en Andalucía con mal pie: sus críticas a Manolete, al que había calificado de estafador y de pionero en lo que, para él, sería la degeneración inevitable de la tauromaquia (la selección, por parte del matador, de los toros más débiles para sus faenas), habían creado un clima enrarecido en torno al americano. El ABC, con Gregorio Corrochano a la cabeza, se había lanzado en masa sobre Hemingway, al que tachaba de lego en lo relativo al toreo, censurando, además, su visión “fantasiosa” de España. Cabía recordar que Hemingway había apoyado a la República durante la guerra civil, y que su notoria repulsión hacia fascismo no lo hacía muy popular en la España de aquel entonces. Sin embargo, Castillo Puche relata algunos episodios en los que el escritor era abordado en plena calle por desconocidos, que, en voz baja, y tras asegurarse de que nadie los escuchaba, le musitaban un “Viva la República”, que Hemingway, tiernamente, contestaba diciendo: “No pasarán”. Para todos los demás, Hemingway era un intruso que se atrevía a perturbar las lúgubres y quietas aguas del franquismo.
Miriam B. Mandel, autora de una edición comentada de El verano peligroso, habla de Hemingway como de un hombre “inmune a los encantos de Sevilla”. Cuando el escritor visita la capital andaluza en 1959 con la intención de ver una corrida de Antonio Ordóñez, “Sevilla le deniega los privilegios y adulación a la que él estaba, hasta entonces, acostumbrado: sus hoteles taurinos (el principal es el Hotel Colón) no le reservaron una habitación durante los ajetreados días de la feria, y las autoridades de la plaza no le concedieron ningún privilegio especial. Todos los detalles de los que generalmente disfrutaba en otras partes fueron rechazados: no se le invitó a los corrales, ni se le dejó examinar las picas o permanecer en el callejón durante la faena”. Aunque en El verano peligroso él justifica su ausencia a estos eventos en la feble salud de su esposa (que se vio obligada a guardar cama, y a la que él, supuestamente, tenía que cuidar), lo cierto es que no se le ofreció en ningún momento la posibilidad de asistir a ellos. Y Hemingway insinúa por qué: las vituperables costumbres taurinas de Sevilla se pondrían de manifiesto si lo dejaban acercarse demasiado al ruedo. La corrida de Ordóñez fue, no sólo para él, sino también para todos los críticos taurinos, un bochorno. El picador castigó excesivamente a las dos reses de Ordóñez, inutilizándolas, lo que enfadó sobremanera al matador. Hemingway advierte que el abuso de la puya es habitual en La Maestranza, ya que extirpa la fiereza del toro y lo transforma en un animal casi inofensivo. “Si yo revelase la verdad de Sevilla”, dice Hemingway en su ensayo, “entonces nunca podría volver a esta ciudad”. Sevilla le recuerda, además, a Oaks Parks, villa en la que había nacido y a la que describe como una sociedad hermética y complaciente (de Sevilla, dijo que vivía enamorada de sus propios toreros y rechazaba a los foráneos), y sobre la que prometió no escribir jamás, debido, como curiosidad, a que mucha gente saldría perjudicaba si era verdaderamente sincero.
Aunque Antonio Ordóñez declaró en varias ocasiones que la Maestranza era una de sus plazas favoritas (“En Sevilla, el público distingue el buen toreo del malo, así que aquí siempre estoy a gusto”, afirmó), a Hemingway, el coso sevillano se le resistía. Y es que, quizás, era la ciudad al completo lo que no acababa de convencerle. Luis Francisco Esplá, uno de los últimos grandes toreros y uno de los más peculiares (su amistad con el pintor Miquel Barceló o su grado en Bellas Artes hacen de Esplá un matador poco convencional), comparte esta opinión: “El mundo del toreo es huraño y esquivo para la gente ajena a él y la sociedad taurina de Sevilla es, todavía, más hermética y suspicaz. A nuestro literato le gustaba beber con las cuadrillas y los taurinos. Todo esto merced a la venia otorgada por Ordoñez, era posible de Despeñaperros para arriba. A Hemingway, lo supongo incómodo e incluso consciente de que podía incomodar a esa élite seudo-nobiliaria que administra el destino del toreo en Sevilla. Me han contado subalternos que convivieron con él su forma de ser, y me cuesta trabajo verlo integrado en el distinguido ambiente sevillano. Esto confirmaría su devoción por Pamplona y las fiestas populares, siempre más cercanas al temperamento y a la cultura americana”. La relación entre Ordóñez y Hemingway estaba desprovista de esa ausencia de utilitarismo que caracteriza a las auténticas amistades: el torero gozaba de la benevolencia y el apoyo explícito del que, sin duda, era el crítico taurino más influyente de la historia, mientras que este obtenía, a cambio, no sólo material de primera calidad sobre el que escribir, sino también el permiso de Ordóñez para sumergirse de lleno en el mundo del toreo. “Incorporado a la cuadrilla de Antonio Ordóñez, no sólo pudo disfrutar de la intimidad, los comentarios y la experiencia de éste, sino que, a un tiempo, esta amistad le propició una especie de salvoconducto para moverse por las entrañas del toreo. Sin este requisito, le hubiera resultado imposible contrastar la más mínima experiencia”. Aunque Ordóñez era uno de los toreros predilectos de Sevilla (muere, de hecho, en la capital andaluza en 1998), durante el verano de 1959 carecía aún de la autoridad que llegaría a tener con el paso de los años, por lo que Hemingway se vio forzado a lidiar, por sí solo, con una sociedad de la que se sentía muy lejos.
Ni siquiera el hotel Alfonso XIII resultó de su gusto. En El verano peligroso, Hemingway deja escrito que las habitaciones del establecimiento le parecen de una “incómoda grandeza”. El Nobel de Literatura, pese a poseer una cuantiosa fortuna, seguía siendo un hombre de placeres modestos que elegía las posadas ante los resorts. Durante su estancia en la Cónsula, finca malagueña propiedad de Bill Davis, amigo del novelista, y que Hemingway describió como “el mejor lugar del mundo”, señaló lo que, para él, era la principal ventaja del lugar (que, por otra parte, tenía piscina, muchas hectáreas de campo y todo tipo de lujos): carecía de teléfono. Por eso, Casa Cuesta fue el único rincón sevillano que pareció complacer a Hemingway: el restaurante, con su aire informal, cálido y cercano, constituía un refugio perfecto para el alma aventurera de Hemingway. El vino de Casa Cuesta, que el escritor dice probar, pudo ser el culpable, en opinión de Miriam B. Mandel, de que este se sintiese, por primera vez en su vida, somnoliento durante una corrida de toros: el sopor de las seis faenas no serían la causa, sino las más que presumibles abundantes cantidades de vino que Hemingway habría ingerido en el restaurante.
En 1959, Hemingway llega a España con la feria de abril ya concluida, y se marcharía antes de que la de la temporada siguiente diese comienzo. Antonio Ordóñez había cuajado una gran faena en la feria de abril de 1959, ante un toro de la ganadería de Cobaleda, que los críticos calificaron de “magistral” y “cumbre”. Sin embargo, sus tardes sevillanas en presencia de Hemingway fueron, cuando menos, decepcionantes: los animales no eran los mejores, y sus compañeros de cartel (entre los que se encontraban unos jóvenes Jaime Ostos y Curro Romero) tampoco brillaron. Hemingway dejó Sevilla con la sensación de que aquella ciudad no acababa de abrirse ante él. Pero aún era posible que esto ocurriese: Hemingway había jurado volver a España el año próximo, lo que significaba, muy probablemente, que Sevilla disfrutaría de otra oportunidad para seducir, al fin, al novelista.
Unas semanas antes de suicidarse, el escritor envió cartas a sus amigos españoles: que nadie, en Pamplona, se atreviese a disparar “el chupinazo” hasta que él no estuviese presente. Se encontraba bien de salud, pese a haber pasado unas semanas bajo atento cuidado médico. Una severa depresión, junto a problemas de diversa índole (diabetes, fallo hepático o hipertensión), lo habían obligado a ingresar en la Clínica Mayo de Minnesota. Con el tiempo, se sabría que el escritor llegó a someterse a electroshocks en un desesperado intento por recuperarse. Los doctores habían advertido que su pulso fallaba, y que el novelista lo tendría muy difícil, en los años siguientes, para escribir una sola línea de corrido. Por supuesto, sus días como cazador habían terminado. Sus manos ya no eran capaces de sujetar un rifle. El hombre que se jactaba de vivir la vida como un adolescente empezaba a comprender que se había convertido en un viejo enfermo. Castillo Puche habla de un Hemingway taciturno durante sus últimos días en España, que se mira obsesivamente al espejo y pregunta a todos cuantos le rodean si también ellos se han dado cuenta de la mancha roja que cubre gran parte de su rostro, y para tapar la cual se ha dejado crecer una frondosa barba. “Apenas se nota”, le contestaban sus amigos, y Hemingway, apesadumbrado, volvía la cabeza: “Mentira”, se le oía musitar. Castillo Puche recuerda que, durante el verano de 1959, Hemingway, que gustaba de dar expansivas y juveniles carcajadas, apenas se rio un par de veces.
“España es un país por el que vivir”, dijo a menudo el escritor a sus allegados. “En España no puede morir nadie”. Pensar en qué habría sido de Hemingway, que se suicidó unos días antes de que en Pamplona diesen comienzo las fiestas de San Fermín, si hubiese puesto rumbo a nuestro país en vez de quedarse en Estados Unidos es absurdo. La sombra del suicidio estuvo flotando sobre él durante toda su vida: su padre se había volado la cabeza con un rifle cuando Hemingway estaba a punto de cumplir los treinta años. El profundo amor que Hemingway sentía por toros era, más que un morboso entusiasmo por la violencia (como muchos críticos taurinos han querido señalar, equívocamente), la consecuencia de haber encontrado, en ellos, un reflejo de su lucha interna con la muerte, que, como Esplá dice, se revela ante el lector con leer un solo libro del americano. Y nadie representaba mejor aquella batalla contra lo inevitable que Antonio Ordóñez: “Él es mejor”, contestaba siempre Hemingway cuando el torero de Ronda era comparado con otro matador. Antonio Ordóñez era un personaje que la realidad le había plagiado a Hemingway; un joven apuesto que le plantaba valientemente cara a la muerte cada día, y salía victorioso. “Me atormenta la idea de que algo horrible vaya a sucederle a Antonio”, solía confesarle Hemingway a Castillo Puche. “Tengo horribles pesadillas, sueños demoníacos en los que un toro lo mata en la plaza. Pero eso no puede pasarle a Antonio. ¿No es así?”. Y Hemingway quedaba a la espera de que alguien, Castillo Puche en este caso, le prometiera que Antonio jamás moriría. En el ruedo, o fuera de él.
“Al morir”, dijo Ordóñez, “Hemingway se ha llevado algo de nosotros consigo”. Castillo Puche describe a un hombre devastado por la pérdida de su amigo, que rompía a llorar constantemente y que era incapaz de pronunciar la palabra “suicidio”. “No voy a ir a su entierro”, le contestó el torero. “La temporada continúa, y yo me voy a Pamplona”. Castillo Puche celebra esta decisión: es lo que, en el fondo, Hemingway habría querido. Que aquel hombre que dijo más importante para él que su mujer continuase su particular duelo con la “Gran Dama Calva”, como el escritor apodaba a la muerte. Él había perdido, pero Ordóñez aún podía ganar.
En noviembre de 1962, meses después del suicidio de Hemingway, Antonio Ordóñez se retira de los ruedos durante dos años. Pese a regresar en 1965, no pisa la Maestranza hasta 1967, durante la feria de abril. Habían pasado cinco años desde que torease en Sevilla bajo la atenta y desdichada mirada de Hemingway. Aquella feria, en cambio, el escritor no estaba en el tendido. En sus dos tardes sevillanas, Antonio Ordóñez cortó tres orejas y salió una vez por la puerta del Príncipe. El joven torero seguía luchando contra la Gran Dama Calva, y, de momento, vencía.
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