El reto de huir de las llamas: nuestras vidas son canciones
Si el mundo está que arde, intentemos huir de sus llamas recordando nuestras vidas en forma de canciones. Tal vez la felicidad sólo sean pequeños instantes donde la música se mezcla con un rato que después es recuerdo
Ramón Reig
Que cada cual ponga su canción en esta crónica de una parte de esa excursión a la muerte que es la vida. Yo les aportaré a algunas que quizás les traigan recuerdos. Los recuerdos conllevan con frecuencia melancolía. La melancolía bien administrada no tiene nada de negativo en un mundo en el que todos se han empeñado en ser felices, mandando por la Red montones de frases de autores que ni han leído en libros ni por supuesto van a cumplir.
La melancolía, esa tristeza agridulce
Luis Fernando Moreno Claros comenta el libro La melancolía en tiempos de incertidumbre, de la filósofa y novelista holandesa Joke Johannetta Hermsen. Aunque la autora defrauda algo al dispersarse con temas paralelos y no específicos del título del libro, sí tenemos una parte centrada en la melancolía. La melancolía es esa “tristeza agridulce” que a menudo nos entumece el cuerpo y da alas a la imaginación; ese estado emocional cuyas causas son motivos tan difusos como el anhelo de estar en otro lugar distinto al que ocupamos, la añoranza del pasado, el recuerdo de la niñez, de los padres y los hermanos, cuando los perdemos; o el miedo a la muerte; o que simplemente se debe a una tristeza del ánimo sin ninguna razón que la aclare.
El libro de Hermsen comentado por Romero Claros recoge que en la Edad Media consideraban a la melancolía una “tentación diabólica” que impedía a los monjes ser firmes en su fe en Dios. En el Renacimiento y el Romanticismo se creyó que era la marca de los hombres sabios; todos los genios tenían algo de melancólicos. Éstos superaban su nostalgia, tristeza o abatimiento creando obras de arte. En la actualidad —y esta es la tesis reiterada del ensayo— la melancolía pierde su denominación genuina y se transmuta en mera “depresión”. La depresión se combate con fármacos, no suele ser “creadora” y, según Hermsen, es la característica común de infinidad de personas que viven y padecen en nuestra sociedad “capitalista” y “consumista”. Los síntomas son similares a los que padecía el melancólico, pero en clave de tragedia: sume en la apatía, en la desesperación y bloquea al individuo. La provocan circunstancias sociales que nos superan: las exigencias del trabajo y la falta de ocio; o el miedo a perder lo que tenemos ante la amenaza del terrorismo o a causa de los inmigrantes extranjeros; y también la ocasiona el nacionalismo cerril.
Vale, pero sin exagerar
La melancolía llega a ser patológica pero en estas líneas no pensamos en esa exageración, en esos extremos. Aristóteles ya alabó la melancolía aunque la considerara un elemento presente en el cuerpo de todo ser humano, pero la diferencia es que hay quien la trata y la convierte en algo benefactor, esto es, un sufrimiento derivado de una normalidad biológica se traslada hacia un terreno positivo, de ahí que la melancolía sea propia de seres humanos especiales. «¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción [...] resultan ser claramente melancólicos?», se pregunta. Como escribe Hérnan Urbina Joiro, con esto el filósofo deja sentado que la melancolía es un privilegio de seres humanos especiales. La melancolía no tiene que ser, necesariamente, una enfermedad, sino una oportunidad para el hombre melancólico de encontrar un feliz equilibrio en su vida. Aristóteles propuso, todo esto, veintidós siglos antes de que Víctor Hugo nos regalara uno de sus más bellos aforismos: «La melancolía es la felicidad de estar triste».
La felicidad de la música
Hay tres emes que, en mi pensamiento, definen la vida: la vida es una mierda que se puede contrarrestar, sobre todo, con la mujer y la música. Es mi visión masculina, que no machista porque alabo a la mujer creadora de vida y de arte y con ansias de saber, como hicieron mis antepasados desde el paleolítico, al menos. Tendría que añadir la melancolía en este caso, esa melancolía de Aristóteles y Víctor Hugo que no tiene por qué manifestarse en forma depresiva sino como una situación de calma interior, incluso de aparente alegría. Ahora me centro en la música, la música de mi vida, de nuestras vidas.
Asistí al nacimiento de Nino Bravo como cantante de éxito. En Radio Nacional de España (RNE) sonaba el programa Para vosotros jóvenes mientras yo hacía mi traducción de latín. Tendría 14 años. El locutor de RNE en Valencia -ciudad donde vino al mundo el cantante- afirmó que había nacido un gran intérprete y a continuación “pinchó” Te quiero, te quiero. Aún se escucha, un trocito de mi joven vida se llevó Nino Bravo cuando se mató en un accidente de tráfico.
Por aquellos tiempos gozábamos de grandes periodistas musicales en la radio que iban mucho más allá del pinchadiscos actual de música mala, pagada y reiterativa, elaborada a base de programas informáticos. Luis Baquero, desde La Voz del Guadalquivir, nos educaba musicalmente, aquellos locutores nos metían ganas de vivir en el cuerpo al mismo tiempo que nos enseñaban a distinguir la buena música de la otra. Recuerdo cuando apareció el disco de The Shadows Jigsaw. Baquero desgranaba sus canciones y las comentaba, es hoy increíble que existiera un tiempo en el que los grupos totalmente instrumentales tuvieran gran acogida. Aquellos grupos y mi generación del rock sinfónico me han incrustado un grado muy alto de exigencia, yo ya no soy de utilidad para el mercado que se dirige más a las hormonas que a la música.
Años de guateques: Samba pa ti, de Santana, Words y I started a joke, de Bee Gees, sonaban, entre otras, cuando llegaba el momento de bailar agarrados. Ya dije en otro momento en este mismo diario que en Sevilla hubo discotecas sólo para bailar pegados. Mis alumnos se asombran bastante cuando se lo digo. Las suyas están más orientadas a captarles clientela a los otorrinos. Poníamos papeles rojos transparentes en las bombillas para darle al ambiente más calor. Un día uno de ellos salió ardiendo por combustión. Un susto. Arreglamos el asunto y seguimos amarrados con la música.
Momentos clave
¿Por qué hay momentos maravillosos en la vida que resultan ser claves y que no se olvidan nunca? ¿Por qué suelen estar unidos a una música, por más simple y popular que ésta sea? ¿Qué mecanismos cerebrales y ambientales funcionan ahí? Todo eso se sabe o se sabe más o menos, pero es todo tan misterioso... Cuando era un adolescente, iba con mi padre a su tierra levantina. Él conducía, no existían autovías entonces y podías llevarte detrás de un camión un tiempo desesperante. Sonaba en la radio del coche una canción italiana que Luis Aguilé la había llevado al español con el título de Te quiero (otra vez el te quiero). Entonces apareció Córdoba en el horizonte y la canción seguía. Fue un instante imborrable para mí, con mi padre al lado. Con los años he llevado unos versos de ese tema a mi trabajo sobre la complejidad de la existencia, ya en la universidad: «los trenes de los deseos/ van al contrario de la realidad». Sabia observación, vivimos en el deseo, en la mentira, y no controlar eso es nuestro problema central, nuestra crónica inmadurez, por ahora.
Hubo un tiempo en que los niños y púberes nos acostábamos siempre a la misma hora y si queríamos un extra pedíamos permiso a nuestros padres. Una noche iban a salir Los Relámpagos en la tele, mi grupo preferido, junto a Los Pekenikes y Los Canarios. En estos tiempos, gracias a YouTube, he descubierto el enorme talento que tenían Módulos, hay una canción perfecta Al despertar, aunque la que sigue sonando es la famosa Todo tiene su fin. Aparecieron Los Relámpagos y, entre otras, tocaron Vacaciones en España. Los Relámpagos eran un grupo instrumental que, como Los Pekenikes o Los Brincos, lograron unir nuestro gusto musical con el de nuestros padres. ¿Por qué no se me va de la cabeza aquella noche en que vi a Los Relámpagos tocar aquella canción que aún me sabe a gloria?
Pasaron los años. En 1974 me fui a Ibiza -isla de libertad con Franco y sin Franco- con mi amigo del alma Manolo Domínguez. Manolo era policía secreta, como decíamos entonces. Al poco tiempo de bajar del barco, le llegó la noticia de que tenía que volver urgentemente a la península. A Franco le había entrado la famosa tromboflebitis que era algo muy serio. España estaba en estado de alerta y Manolo agarró el barco de vuelta y me dejó con su hermano en la isla. Su hermano Julio, también poli, vivía con otro poli. Estaban de moda dos canciones, entre otras, que representan para mí aquel momento: Detalles, de Roberto Carlos, y Walk on the Wild Side, de Lou Reed. Marcaron para mí aquel verano. Para siempre.
Al poco de nacer la democracia, a los sones del inefable Adagio de la Tercera Sinfonía de Mahler, escribí un poema que casi no recuerdo ni sé dónde se publicó. Acudí en Madrid a un acto cultural y allí lo recitó la actriz Tina Sainz. Me froté los ojos, no podía creer que lo hubiera escrito yo, al igual que una canción es otra con unos buenos arreglos, aquello me sonó como extraño a mi invención. Pero inolvidable.
Hoy camino entre la calma y la movida, como suele decirse, la música se divide en buena y mala y en estos días se hace de todo, como siempre. Aunque uno se deje llevar por la seducción de la nostalgia hay que salir de ahí, no olvidar y tampoco obsesionarse porque entonces la vida en forma de música no sería un remedio sino una enfermedad. Que cada cual coloque sus remedios en forma de música y complete estas líneas.
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