Catalina asiste siempre que puede a unas clases que imparte una señora que vive cerca del Compás de la Laguna. Dicen las malas lenguas que durante años regentó uno de los tantos prostíbulos que había en esos lares; pero a ella le encanta que doña Elvira le cuente cosas y aprende sin hacer caso a las habladurías, porque tampoco entiende muy bien en qué consiste ese oficio del que todo el mundo habla.
La pequeña tan solo suma 7 años y apenas sabe leer ni escribir. Pocos niños del barrio saben, pero ella tiene menos conocimientos aún, porque en su casa la necesitan y no puede dedicar mucho tiempo para sí misma. Su querido padre falleció en una galera. Sus brazos no podían más, y nadie se apiadó de él cuando la futilidad de un cuerpo demasiado trabajado dio la cara. Ni siquiera le llevaron su cuerpo. La embarcación debía seguir su rumbo, había muchísima plata que traer, y muchos víveres que llevar.
Catalina no lloró su pérdida porque imploraba a Dios todos los días que le devolviera a su padre, tal y como su madre le decía cada noche cuando le contaba un cuento antes de ir a dormir. Ese era el momento del día más feliz para Catalina, que escuchaba atentamente intentando obviar el fuerte hedor a humedad de su oscura alcoba. Su mamá le dejó muy claro que Dios es bueno, y por ello debía darle gracias siempre por lo que tiene, y pedirle lo que quisiera, porque a las personas buenas de un modo u otro le concede lo que más ansía. Pero Catalina cumplía años. Y por más que rezaba su padre nunca regresó. Ninguno de todos los que Dios se había llevado consigo volvía. La vida comenzó a discurrir al revés de cómo pensaba ella que sería.
Su madre había pasado de ser su protectora a su protegida. Catalina sabía que no estaban pasando por muy buena época, a pesar de que todos dijeran que la economía engrandecía la Casa de la Moneda. El agua que bebían le parecía veveno. Y la comida que llegaba a su casa estaba podrida. Su madre quedó postrada enferma en la cama, y Catalina tuvo que dejar de acudir a sus deseadas lecciones para limpiar, cocinar y cuidar de una mamá enferma por dentro y por fuera. Las pupas le atravesaron las entrañas y su cuerpo se convirtió un mar de llagas.
Catalina dejó de rezar en casa, porque ya no creía en nada. Su madre cada día amenecía peor, su tez se tornó casi amarilla, necesitaba de alguna curación que requería una destreza que la niña no tenía.
Un día, uno de los hombres encargados de fabricar los barriles del Arenal para el Puerto vio a Catalina llorando amargamente tras su ventana. El tonelero le aconsejó que acudiera con su madre al Hospital de San Andrés, donde comenzaba a fraguarse la cofradía de Nuestra Señora de la Luz y Tres Necesidades. Catalina no cesó en sus ruegos mientras un curandero intentaba sanar a la única persona que le quedaba en el mundo. Pero Dios también se la llevó impidiendo así que la joven tuviera que dedicar el resto de su vida a unos cuidados que de nada servirían. Sin embargo, Catalina no dejó de acudir a San Andrés, lugar donde se fundó la que hoy, cinco siglos después, sigue siendo la Hermandad de la Carretería, cuyos orígenes están en la piedad del gremio de esos toneleros, en ese mismo hospital y cuya Virgen de Glorias bajo la advocación de la Luz sigue siendo titular de la hermandad.
Ocurrió en la calle Real, rúa principal por donde discurrían personajes, marinos, mercaderes y comerciantes, en una ciudad plagada de enfermedades, impurezas y hambrunas que provocaban la muerte a muchos, como a los padres de Catalina. El ayer carretero no es más que el pretexto de lo que cada Viernes Santo sigue saliendo a la calle. Esta historia, pese a ser pura ficción del S. XXI bien podría haber sido la vida de una familia cuando el Arenal no estaba de moda, sino que era de lo poco que hoy sigue siendo verdad en una ciudad que creció vertiginosamente para servir al Nuevo Mundo gracias a la nueva vía comercial. Eran los tiempos en los que comenzaban a construirse las naves catedralicias, pero donde aún quedaba mucho de mezquita almohade.