El camino de 1929 a 1992

La Expo fue una locomotora que arrastraba vagones de todo tipo: la alta velocidad, las autovías, las orquestas sinfónicas, los grandes planes urbanísticos, las restauración de edificios históricos...

18 abr 2017 / 06:18 h - Actualizado: 18 abr 2017 / 06:18 h.
"Expo 92","Historia de la Expo"
  • Acto de inauguración de la exposición de 1929 presidido por el rey Alfonso XIII.
    Acto de inauguración de la exposición de 1929 presidido por el rey Alfonso XIII.
  • Plano de la exposición de Sevilla de 1929, con la «Avenida Reina Victoria» como eje principal, actual Avenida de la Palmera. / El Correo
    Plano de la exposición de Sevilla de 1929, con la «Avenida Reina Victoria» como eje principal, actual Avenida de la Palmera. / El Correo

Cuando se cumplen los 25 años de la celebración de la Exposición Universal de 1992 existe ya una distancia suficiente para poder analizar la Sevilla del siglo pasado que comenzó con el propósito de marchar hacia un evento internacional -la Exposición Iberoamericana- y puso proa a su final con el que ahora se conmemora, un siglo forjador de la ciudad en la que vivimos.

Podría decirse que, hasta 1899, Sevilla era una urbe que permanecía encerrada en sus viejas murallas, con los arrabales históricos de Triana, San Bernardo y San Benito como únicos enclaves extramuros. Cincuenta años antes una burguesía recién llegada pero que se había aupado a puestos importantes, puso en pie un acontecimiento, la Feria de ganado y maquinaria agrícola de abril, convertida rápidamente en un rito anual ecléctico donde, al amor de la lumbre primaveral, las operaciones comerciales se mezclaban con el exotismo del que estaban ahitos los viajeros europeos. Ese exotismo, sin embargo, estaba trenzado en un dédalo de calles malsanas y llenas de palacios convertidos en casas y corrales de vecinos en los que se hacinaban familias en condiciones de vida muy precarias.

Todo comenzó a cambiar con las primeras luces del novecientos cuando las potencias europeas se afanaban en establecer imperios coloniales que no podían conseguirse sin guerrear entre ellas y, desde América, llegaban voces reclamando hispanidad frente a anglofilia. Lo uno y lo otro hubieran sido imposibles sin los enormes avances en el campo de las comuinicaciones que, entonces, tenían lugar y, en esa vorágine, Sevilla se encontró en un lugar privilegiado.

Fue así como nació la idea de ensamblar un nuevo imperio, distinto del de los que pretendían Inglaterra, Francia, Rusia o Alemania: el que anunció Rafael Porlán en Pirrón en Tarfía, un imperio sentimental cuyo objetivo fuera dar cuerda a la imaginación. Y la imaginación levantó una nueva Sevilla material e inmaterial.

El nuevo imperio comenzó a levantarse en los terrenos de los jardines de los Montpensier -donados a la ciudad por su mujer, María Luisa de Borbón- los que delimitaban las Delicias de Arjona y en los que, pasado el arroyo, a la altura de la Casa Rosa, se arrendaron. Allí fueron alzándose los pabellones de los países americanos, los de todas las regiones españolas y los de empresas sumadas a aquella tarea. El de España, en el ángulo oriental del Prado de San Sebastián, los abrazaba.

Ese imperio era la Tarfía de Porlán aburguesada pero, como todos, necesitaba una capital que estuviera a su altura y, por eso, Sevilla gozó de la mayor transformación de su Historia; en los largos años de su preparación -diecinueve- cambió de los pies a la cabeza; se convirtió, exteriormente, en una ciudad moderna, con grandes proyectos urbanísticos (ahí siguen la avenida de la Palmera, Ciudad Jardín, Heliópolis, el Retiro Obrero y la avenida de Miraflores, El Porvenir, Santa Teresa...) y un cambio sustancial en su fisonomía (el estilo historicista transmutado en regionalista de las principales arterias del Centro). Tonterías aparte, lo que más gusta a quienes nos visitan ahora es, precisamente, esa arquitectura que hizo de Sevilla una ciudad distinta y que, además, se convertía en síntesis hegueliana inmaterial en los palios y mantos de las vírgenes y en la decoración de las casetas de la Feria.

Independientemente de que la muestra de 1929 coincidiera con la crisis mundial y que luego llegaran la Gran Crisis nacional, la guerra civil y la dictadura, Sevilla pudo seguir viviendo -a duras penas- gracias a que aquellos años la doraron. Los restos de la exposición de la que, según Galerín, sólo habían comido las palomas del parque servían para los cometidos más dispares: las mujeres daban a luz en México, las niñas estudiaban en la República Argentina, había funciones de teatro en los Estados Unidos y el depósito municipal de bicicletas robadas estaba en Brasil

Fue su recuerdo lo que hizo que, en los 60, resurgiera la Feria de Muestras, antecesora de FIBES, en los jardines que rodean el Casino de la Exposición donde, coindiciendo con la Feria, montaban sus stands, con gran éxito de público, las primeras marcas de pequeños electrodomésticos, el café de Colombia o el Flan chino El Mandarín.

Tal vez en aquella nostalgia estuvo la mecha que prendió la bomba de la Exposición Universal en el año del V Centenario del Descubrimiento de América.

En la recta final del siglo XX Sevilla era una ciudad muy distinta de aquella en la que surgió la idea del evento iberoamericano. España había recuperado las libertades perdidas durante los largos años de la dictadura y, llegando hasta el final, Andalucía acababa de conquistar por propios merecimientos una cuota de autogobierno impensable diez años antes teniendo a Sevilla por bandera. La nación se modernizaba a velocidad de milagro y, por primera vez desde el Siglo de Oro, el territorio andaluz participaba con voz e ideas propias en la empresa.

Quienes entonces gobernaban España apostaron fuerte por incorporar esta tierra al proyecto común pero en todo ello contó con el empeño de la flamante administración andaluza en que 1992 no fuera solamente un año sevillano sino de toda la Comunidad Autónoma. La Expo fue una locomotora que arrastraba vagones de todo tipo: el de la alta velocidad, el de las autovías, el de las orquestas sinfónicas, el de los grandes planes urbanísticos en cada una de las capitales y en muchas ciudades medias, el de las restauración de cientos de edificios históricos destinados a los usos públicos más diversos...

Sevilla se transformó en una ciudad muy distinta a la de la década anterior, tan distinta que quienes llegaron tras pasar muchos años fuera de ella no la conocían y tan de golpe que abundaron los chistes -bien o mal intencionados- sobre cuanto pasaba de proyecto a realidad. Hubo chistes para el AVE, los nuevos puentes y la varita mágica que convertía la calabaza de la Isla de la Cartuja en la carroza de Cenicienta. Pero aquella carroza que puso Sevilla en el centro de la gran fiesta del mundo fue tan real como no suele ser la vida misma y por eso, tal vez, Sevilla no acabó de creer en su existencia.

Cuando las campanadas de la Nochevieja de 1992 acabaron de sonar Sevilla se encontraba sumida en la depresión del postparto. Había parido un portento pero lo miraba como se mira a un adefesio y por eso fue incapaz de imaginar para esa hija un futuro brillante. No se puso a pensar en el colegio al que debía ir ni qué carrera sería la mejor para ella. Dejó que el tiempo, inplacablemente, se le echara encima, reaccionó tarde y mal.

La culpa del fracaso de aquella exposición que únicamente dio de comer a las palomas seguramente puede echársela a circunstancias externas y extraordinarias; de la del éxito incompleto de ésta de la que se cumplen 25 años, sólo a una ciudad miope y ensimismada en su propia miopía.