«Sevilla ha sido una ciudad muy grande, fue la ciudad más importante de España cuando España era la nación más importantes del mundo. Da cierto orgullo, cierta capacidad de mirarse al ombligo. Hay ese sentimiento de vieja dama, orgullosa de lo que ha sido, y eso nos afecta para no hacer algunas cosas, por ejemplo el dragado».

La reflexión es de Pablo Emilio Pérez Mallaína, catedrático de Historia de América de la Universidad de Sevilla, que de una vez ha unido el dorado pasado hispalense con la actualidad de la ciudad. Con el nexo del Guadalquivir, otrora puerta de entrada, y de salida, de las riquezas y las gentes de América.

«Aunque el de Sevilla era en el siglo XVI un gran puerto, tenía grandes dificultades de navegación. Tantas, que la mayor parte de los barcos grandes se quedaban a medio camino», añade. Pero, durante no pocos años, lo compensó con aspectos positivos que ninguna otra ciudad ofrecía. «Era muy poblada, era una ciudad de realengo –el rey tenía un palacio, la Casa de la Moneda, las Atarazanas–, era la más populosa de España y era capital de una zona agrícola cuyos productos se podían transportar por el río», enumera como ventajas.

Como inconveniente, paradójicamente, hay que volver a hablar del río. «No era tan buena vía de comunicación. Ese fue su talón de Aquiles. Con el dragado se trata del mismo problema –reitera–. Tenía muchos meandros y la navegación era muy lenta. Se tardaba tanto de Sanlúcar de Barrameda a Sevilla como de Sanlúcar a Canarias». Y Canarias está a unos 2.000 kilómetros.

Estos problemas de navegación se compensaban con otra importante ventaja: la capacidad de defensa, muy superior por ejemplo a la de Cádiz, que sufrió múltiples ataques hasta que Felipe II comenzó su fortificación con el Castillo de Santa Catalina.

«El río cada vez era peor y los barcos cada vez más grandes. Los grandes galeones nunca llegaron a Sevilla, y eso la acabó matando. En un momento dijeron: por qué no fortificamos Cádiz», y todo cayó por su propio peso.

Ayudó poco la epidemia de peste que asoló Sevilla en 1649, que se llevó por delante a alrededor de la población de una ciudad que nunca volvió a ser la misma. En 1717 los barcos comenzaron a salir de esa Cádiz recién fortificada rumbo a América de manera oficial, aunque realmente llevaban haciéndolo desde 1680. El gran momento había pasado, pero Sevilla siguió, y sigue viva, en América.

Destaca algunas Pérez Mallaína: «Queda la forma de hablar, que es la de aquí y la de Canarias. Queda la arquitectura: la que se ve en América es la andaluza, no es de Cantabria, o Castilla, entre otras cosas porque poblamos una zona cálida». No es poca cosa.