Esa gente importante que hace esquina

En las fachadas de Sevilla hay escritas mil novelas. Son los rótulos de sus calles, rebosantes de personajes extraordiarios

09 jun 2017 / 15:01 h - Actualizado: 09 jun 2017 / 21:57 h.
"Una historia tras el callejero"
  • El azulejo de la Virgen de las Madejas, en los restos del acueducto de Carmona, en la calle Luis Montoto. / Jesús Barrera
    El azulejo de la Virgen de las Madejas, en los restos del acueducto de Carmona, en la calle Luis Montoto. / Jesús Barrera
  • El Paseo Marqués del Contadero, una de las vías más esplendorosas de Sevilla, aunque nadie viva allí. / El Correo
    El Paseo Marqués del Contadero, una de las vías más esplendorosas de Sevilla, aunque nadie viva allí. / El Correo

Cano y Cueto no eran dos tipos que buscaban desesperadamente aparcamiento; era uno solo, llamado Manuel, y debía de tener cochera porque su tiempo lo dedicó a tareas más nobles que le valieron, precisamente, tener una calle a su nombre en Sevilla. Entre que llegó al mundo y se fue (1849-1916), este sevillano hizo honor a lo que implicaba esa condición en dicha época y escribió los primeros libros de tradiciones y leyendas, aparte de novelas, periódicos, poemas, teatro y hasta zarzuela. El tiempo restante lo dedicó a ser presidente del Ateneo, gobernador civil y otras cuantas aficiones de similar trascendencia, que a la postre le valdrían el tener vistas a los Jardines de Murillo. La suya es solo una de entre los cientos de historias que cuelgan de las fachadas de la ciudad en forma de nombres propios, un motivo de orgullo que se paga caro cada vez que alguien, al pasar por una esquina, se pregunta quién narices sería ese o esa que tiene dedicada una calle o una plazoleta. Porque todo recuerdo lleva aparejados sus olvidos, aunque ese sea ya otro tema que no se descarta abordar en un futuro próximo en estas páginas.

Cerca de Cano y Cueto debería estar la de Joaquín Guichot, en vez de por esas sombrías inmediaciones de la Plaza Nueva que huelen a adobo y siempre tienen rondando a un transportista de cerveza. Porque este señor, como más tarde su hijo Alejandro, formó parte igualmente de ese retén permanente de adoradores de Sevilla que este señor, curiosamente nacido en Madrid (1820) pero fallecido en tierra hispalense (1906), acabaría liderando como cronista oficial de la ciudad. Como Cano y Cueto, Joaquín Guichot y Parody ejerció de periodista, escribió sobre Sevilla y se entregó en ocasiones al drama y a la narrativa.

Hablar ahora sobre estos personajes que dan nombre a las calles viene al hilo de la exposición sobre José Gestoso que se ha montado en la Catedral por el centenario de su muerte. Para la inmensa mayoría, José Gestoso es ese lugar al que uno va a hacerse un traje a Trímber, a tomarse un café con calentitos, a respirar libros y literatura en la Caótica o a mostrarle a su parentela –para impresionarla– la Venera, que marca el kilómetro cero de Sevilla. Pero además, en esta calle nació en 1852 justamente aquel que hoy le da nombre, y a quien solo le faltó el dominio del arpa para merecer la consideración de Cultureta Mayor de la cristiandad: dibujante, ceramista, restaurador, diseñador, escritor –por supuesto–, archivero, arqueólogo, historiador del arte, académico múltiple y, entre otros méritos, paladín del sufrido patrimonio histórico hispalense, desde la Catedral –su amor por antonomasia– hasta esa Torre del Oro que se salvó por chiripa de la piqueta cuando los revolucionarios de 1868 se liaron de derribar todo lo que oliera a mohoso –las murallas, por ejemplo– y en cuya restauración participó.

Hallazgos

Visto su apetito omnímodo de conocimiento y su gusto por la variedad, seguramente se habría llegado muy bien con su vecino Mateo. Mateo Orfila, claro, que es con quien hace esquina; un mahonés con el que habría estado en su salsa –dicho con permiso de Matías Prats– y que visitó Sevilla más o menos las mismas veces que Gengis Kan, pero pese a ello tiene calle en ella por haber sido uno de los médicos más célebres de su tiempo. También tiene otra en París, donde presidió un montón de cosas de nombres larguísimos y fue miembro del consejo municipal y decano de la Facultad de Medicina, entre otras dignidades. Aun así es posible que este tramito que tiene dedicado en Sevilla, con el Ateneo y los Panaderos como ilustres moradores, se deba no solo a su estratosférica altura científica sino también a su faceta como cantante lírico y jugador de dominó. Está claro que las grandes preguntas de la humanidad no solo son de dónde venimos y adónde vamos, sino sobre todo de dónde saca tiempo la gente.

Sacar tiempo para ser una celebridad es, en efecto, un asunto tan complejo como tener talento para merecerlo. Es el caso de Adolfo Rodríguez Jurado, calle cofradiera a un costado de Correos –cofradiera y pagadera: comienza en una oficina de Hacienda y termina en otra–, y que reconoce no solo los méritos de otra personalidad versátil de Sevilla (diputado, académico, decano de los abogados...), sino también sus investigaciones hasta descubrir en 1910 que fue Juan de Mesa quien talló el Cristo de la Conversión. Y también responde a ese perfil el arqueólogo, poeta, traductor, historiador y ensayista José Amador de los Ríos (1816-1878), responsable de las excavaciones en las ruinas de Itálica, donde por cierto trabajó también de dibujante su hermano Demetrio de los Ríos (quien, cómo no, tiene igualmente su calle en Sevilla: la del Puente de San Bernardo, un tanto separada de la del arqueólogo).

Amador de los Ríos también fue director del Museo Arqueológico Nacional, cargo que ostentó durante un tiempo más o menos similar al calculado por Paco Gandía –otro que tiene calle– para una pompa de Mistol. Sí, porque lo nombraron en 1868 y ese mismo año lo echaron cuando triunfó la revolución conocida como la Gloriosa, es decir, la que propició la salida efímera de los Borbones en la persona de Isabel II y acarreó dos alternativas que ocupan ex aequo el último lugar en la lista de empresas exitosas: el reinado de Amadeo de Saboya y la Primera República. Lo cual resulta muy llamativo, porque esa misma sublevación militar y civil cambió la vida de muchas otras eminencias que también dan nombre a otras tantas calles de Sevilla. Por ejemplo, del Almirante Topete (1821-1885). Que no es ningún entrañable personaje de dibujos animados como podría sugerir el nombre, sino que fue un ilustre marino español, vicealmirante de la Armada, héroe de guerra, ministro y, por tres veces, tras la Gloriosa, presidente del Consejo de Ministros –o sea, del Gobierno– entre 1869 y 1872. La calle del Tiro de Línea no se llama Contraalmirante Topete de modesto que era el hombre, pues rechazó tal dignidad. O a lo mejor era porque ya tenía bastante trabajo, que todo puede ser. Tuvo tiempo, eso sí, de batirse en duelo de sables con el poeta faltón e isabelino Ramón de Campoamor –pues sí: también tiene calle en Sevilla. En Triana, por más señas–, del que salió victorioso el literato y donde nació una amistad de por vida entre los dos contendientes.

De almirantes está abundantemente surtida la nomenclatura vial sevillana. Está, por elegir un caso especialmente céntrico, el gaditano Almirante Apodaca, llamado con todas las de la ley Juan José Ruiz de Apodaca y Eliza (1754-1835). Fue virrey de Nueva España y capitán general de la Armada, pero también habría podido pasar por dibu, como el anterior, a la luz de su título nobiliario: conde del Venadito. No es solo por eso por lo que luce su nombre la calle donde se hospeda la Hemeroteca Municipal y tuvo su sede el Palacio de Justicia; ni tampoco por sus victorias navales contra la pérfida Albión: al poco de invadir España los ejércitos de Napoleón, Apodaca fue enviado a Londres para alcanzar la paz con el enemigo vitalicio y, de paso, forjar una alianza de ambos contra el francés, que es como cuando dos vecinos que se rayan el coche mutuamente se juntan para poner en la calle a la loca del tercero. En este caso, la loca del tercero tenía atemorizado a todo el bloque y de resultas de ello las negociaciones fueron todo un éxito, volviendo el conde del Venadito con un tratado firmado bajo el brazo que, al final, supondría la derrota del general corso y el principio del fin de las glorias napoleónicas. No es de extrañar que en Cádiz, la que tantas cicatrices de cañonazos luce en su Puerta de Tierra, le hayan dedicado no ya una calle vulgaris sino toda una alameda. Que se llama Alameda Apodaca y del Marqués de Comillas, pues sabido es que en la preciosa ciudad vecina el suelo está muy peleado.

Como se anunciaba al comienzo, raro es el sujeto que da nombre a una calle en Sevilla que no merezca un best seller. Sucede aquí lo contrario que en Estados Unidos: allí, rotulan sus calles con números mientras escriben novelas y hacen películas con su historia; aquí, se rotulan las calles con la historia mientras se intenta que salgan los números con los libros y con el cine. Pero volviendo al asunto capital, en el callejero local hay gente curiosísima. Quizá uno de los casos más llamativos sea el del Marqués del Contadero, de nombre Jerónimo Domínguez y Pérez de Vargas (1897-1966). Este noble fue alcalde de Sevilla en tiempos de Franco, a quien acudió a ver al poco de su nombramiento –entonces no había elecciones municipales ni cualesquiera otras– para quejarse de las muchísimas carencias de la ciudad, que estaba la pobre hecha unos zorros: pocos colegios, todos los problemas imaginables relacionados con el agua –desde el abastecimiento hasta las inundaciones–, una birria de transportes públicos, pocas viviendas... en fin, un desastre. Se ve que el Generalísimo no era muy amigo de semejantes despliegues, porque tras quitárselo de encima con una promesa y posterior visita a Sevilla, dejó sin cumplir todo cuanto había dicho que haría, con lo que el cabreo del Marqués del Contadero fue monumental hasta el extremo de dimitir –dimitirle a Franco tenía un par de meninges–, suceso insólito que se mantuvo en más o menos en secreto. Pese a todo, el señor Jerónimo revitalizó la ciudad, la mejoró tanto como pudo, llevó la Universidad a la Fábrica de Tabacos, saneó las cuentas públicas, levantó viviendas en varios barrios y organizó el famoso ensanche de la calle Imagen, que acababa así con un centro constreñido al tiempo que avivaba una hoguera de críticas patrimonialistas que dura hasta hoy. Tanto le afearon aquel ensanche y su afán por ventilar el centro que cuando se le quiso poner una calle –esto lo cuenta el insigne periodista Nicolás Salas, merecido nombre de una calle trianera– eligieron una donde no viviera nadie para que no hubiera protestas. Y claro, acabó teniendo un paseo inhabitado junto a la dársena del Guadalquivir.

Por si esto no bastaba, este señor fue la única persona en la historia que ostentó dos cargos que se repelen entre sí: presidente del Real Betis Balompié (1920-1921) y presidente del Sevilla FC (1942-1948). Fue precisamente bajo su mandato cuando el Sevilla conquistó su título de campeón de liga.

Va a ser por calles

Calle tiene el doctor Fedriani –Eduardo–, que fue entre otros méritos quien trajo a Sevilla la antisepsia de Lister en las operaciones quirúrgicas. Igualmente posee una a su nombre la poetisa Antonia Díaz, que pasó por Sevilla desde su nacimiento en Marchena (1827) hasta su muerte en Dos Hermanas (1892). Y la tiene Antonio Filpo Rojas, cofrade de tomo y lomo –pregonero, hermano mayor de San Bernardo– y postulante del título de Mariana para Sevilla. También hay una para el aparentemente enigmático Conde Negro, que no era sino Juan de Valladolid, a quien los Reyes Católicos nombraron Mayoral de los Negros de Sevilla, que es como decir responsable de las cosas que les pasaban, problemas y pleitos de aquellos con quienes compartía color de piel. Así que no es casual que su calle esté por los Negritos. Y tienen su nombre escrito por Sevilla Diego de Riaño, Narciso Bonaplata, Luis Montoto, José Laguillo, Pastor y Landero, Doña Guiomar, Federico Rubio Beatriz de Suabia, Bustos Tavera... y hasta Adán y Eva.

¿Don Remondo? Bien, para empezar se llamaba Raimundo de Losana y era de Segovia, de donde fue obispo antes de ser arzobispo de Sevilla a mediados del siglo XIII. Se ve que tiene calle por su labor cristiana en una ciudad recién recobrada de manos de los moros, más que por haberle saltado un ojo a su hermano, de chico, lo que le valió irse a purgar su pena a Roma, donde aprovechó para estudiar porque aquí, con tanto ruido de alfanjes y tambores, no había manera de concentrarse. El hombre estuvo en el ajo cristianizante desde tiempos de San Fernando. Y ya que se habla de un rey, que se hable de otro también: ¿qué hace una calle llamada Fernando IV rodeada de calles de vírgenes en el barrio de Los Remedios? Pues, probablemente, rendir tributo al apodo del citado monarca: el Emplazado. Efectivamente, más emplazado no puede estar. Nació en Sevilla en 1285, lo que ayudó mucho a que su nombre figure hoy en la esquina con Asunción.

A un paseo de allí está Pagés del Corro, don Francisco (1834-1876), concejal que saneó e hizo habitable la cava trianera, que estaba la pobre hecha un asco, a raíz de lo cual se la dedicaron con los años. Pero si del Ayuntamiento de Sevilla ha salido un nombre singular, ese es el de García de Vinuesa, de nombre Juan José, alcalde que fue de Sevilla con ocasión de uno de los sucesos más tristes que se recuerdan. Lo cuenta de maravilla la inscripción que hay en una piedra que todavía se conserva en la antigua Puerta Real, y que dice así: Según la tradición popular, sobre este sillar, llamado desde entonces La Piedra Llorosa, se sentó a llorar amargamente el 11 de julio de 1857 el entonces alcalde de la ciudad al contemplar, tras tratar de impedirlo sin éxito, el fusilamiento de 82 jóvenes de Sevilla en la vecina Plaza de Armas de El Campo de Marte. El Ayuntamiento de Sevilla dedica este recuerdo en memoria de la cívica actitud ejemplar de aquel alcalde y como recordación futura contra la pena de muerte. Y así quedó. Luego dirán que menos da una piedra, pero no es verdad. Menos da una calle. Por lo menos, en Sevilla.