Historias ocultas en los nombres de las calles

El callejero del casco antiguo. Las denominaciones antiguas de las vías del centro cuentan historias de belleza, misterio, imaginación, muerte, casquería, humor... Una crónica escrita a modo de telegramas

25 abr 2017 / 19:05 h - Actualizado: 25 abr 2017 / 20:49 h.
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  • El pavimento enladrillado de la calle Judería, en el tramo cubierto que desemboca en el Patio de Banderas. / El Correo
    El pavimento enladrillado de la calle Judería, en el tramo cubierto que desemboca en el Patio de Banderas. / El Correo

Hubo un tiempo en que Sevilla fue hermosa y horrenda a la vez. Es decir, como ahora. Lo contaba González de León en su Noticia histórica del origen de los nombres de las calles hace ciento ochenta años, lo recordaba José María de Mena el siglo pasado en su libro Las calles de Sevilla, se lee abundantemente en las Novelas ejemplares de Cervantes y lo percibe cualquiera que se lance a la aventura de pasear por el centro a día de hoy. Belleza y hedor, delicadeza y suciedad, espadaña y gargajo, retablo y desconchón, nobleza y vileza, azahar y cagarruta han conformado la dualidad del casco antiguo que se extiende desde hace casi tres mil años sobre la planicie de arcilla que dejó el lago Ligustino en su retirada. Las calles, que en sus nombres conservan la larga crónica de los siglos, son la constatación de esa paradoja. Ellas hablan de los antiguos oficios y de cómo se repartieron la ciudad; de las creencias y temores de la gente; de las penurias y calamidades; del caos administrativo; de los protagonistas de la historia local; de los sucesos acaecidos; de los misterios, los milagros, las leyendas y las costumbres.

La primera peculiaridad del centro está en su trazado y en sus casas. Aunque los ensanches de mediados del siglo pasado han abierto corredores y simulado una cierta lógica, el callejero hispalense se caracteriza por el desorden, la irregularidad y la estrechez, de ahí la maestría que suponen dos técnicas en particular: el conocimiento y el dominio del atajo, por un lado, y el saber ir de un lugar a otro por rutas de sombra en los meses de más calor. En cuanto a los edificios, la imagen clásica la describía González de León del siguiente modo: «Las casas constan a lo menos de dos viviendas, baja y alta, pero hay muchas que tienen dos y tres pisos, y todos contienen patios interiores formados por galerías altas y bajas sobre arcos que están sostenidos por columnas de mármol blanco», al parecer en cantidad de más de treinta mil de ellas. Y luego, estaban los patios rebosantes de encanto, adornados en la mayoría de los casos con «pinturas, macetas de flores y exquisitos muebles. Y los iluminan de noche con faroles de graciosas hechuras, por lo que de día y noche es hermosa la vista de la ciudad».

Caminar por esta Sevilla antigua fue ruidoso desde muy pronto. La bienhechora Guiomar Manuel donó hace casi exactamente seiscientos años –en 1418– el dinero necesario para enladrillar las calles y que dejaran de ser terrizas en su mayoría. Con el tiempo, poco a poco estas calzadas se fueron empedrando con mayor o menor fortuna. El autor de la citada Noticia histórica de las calles advertía en 1839 que por aquel entonces estaban ya «todas empedradas aunque con desigualdad, pues debe considerarse que en Sevilla no es fácil mejor empedrado por falta de mejores piedras, por lo movedizo y blando del terreno y por el crecido número de carros, coches y otros carruajes que ordinariamente ruedan y desbaratan el mejor empedrado». O sea, materiales inadecuados, mucho tráfico y echarle la culpa al suelo. Una fórmula magistral repetida a lo largo de los siglos con singular éxito, en lo concerniente a la pavimentación de la ciudad. Todavía existe entre las plazas del Pelícano y de San Román una calle llamada Enladrillada por ser la última que mantuvo su firme de ladrillo, hasta el siglo XVIII. Sin embargo, aún es posible imaginar cómo habrían sido aquellas calles antiguas dando un paseo por el barrio de Santa Cruz: la calle Judería y otras conservan ese trazado de ladrillo en espiga tan evocador de tiempos pasados, y donde hoy se sientan los guitarristas para hacerle los coros con sus sentimentales rasgueos a los murmullos de los surtidores.

Cerca de esa calle Enladrillada está la de Matahacas, o sea, de Matajacas, que era donde se producía y vendía la carne de caballo como su propio nombre indica y como evoca José María de Mena. Y cerca de la de Matahacas está Escuelas Pías o la antigua calle de la Luna, por el edificio que mostraba y aún muestra las diferentes fases de la Luna junto a sus ventanas. Y así, si va uno saltando de una acera a otra y cruzando de esquina en esquina, se encuentra con esa breve crónica de la ciudad que dan, a modo de telegrama más o menos encriptado, los rótulos de las calles. La Alcaicería, por ejemplo, habla en su nombre de un viejo mercado árabe que en su día fue de objetos de loza y cerámica: vasijas, juguetes, artículos diversos. La curiosidad de este lugar, más allá de que se haya conservado su denominación medieval, estriba en que era una calle que se cerraba de noche con dos puertas. Junto a la que daba a la Alfalfa había una capilla donde se ponía a los muertos de cuerpo presente, ya que las casas eran tan estrechas que no cabían dentro de ellas. Esta mencionada Plaza de la Alfalfa se habría llamado hoy Plaza de la Gasolinera. Su nombre se debe a que era allí donde se vendía la alfalfa para los caballos, los mulos y los borricos, o sea, el carburante para el parque móvil de aquellos tiempos.

El centro es también una historia de extraños sucedidos. Mena habla de la leyenda que envuelve el origen de la calle Hombre de piedra: en ella puede verse, incrustado en una hornacina al pie de una fachada entre San Lorenzo y la Alameda, el torso de época romana que le da nombre, aunque la versión embellecida prefiera creer que es el cuerpo de un mal cristiano llamado Mateo el Rubio que por no arrodillarse al paso del Santísimo quedó petrificado ipso facto por la acción de un rayo. No habría sido el único cadáver de los contornos, ya que cada parroquia tenía su cementerio y cada uno de estos su buena cruz de piedra o de hierro, así que a finales del XVIII el intendente Olavide, entre lo poco piadoso que era y lo harto que estaba de que no se pudiera pasar por ninguna parte y de que los carruajes se quedaran atascados con tanta cruz, ordenó empotrarlas en los muros, donde aún siguen en algunos casos. Tan misterioso como el presunto episodio del Hombre de piedra es el origen del nombre de la Plaza del Pozo Santo: dicen que en ella había antiguamente una pintura de la Virgen y al pie de ella un pozo de uso público al que con muy mala pata fue a caerse cierto día un niño del vecindario. Avisados del suceso, los padres rezaron a la imagen y las aguas del pozo subieron hasta dejar al niño sano y salvo a la altura del brocal.

Si cada nombre explica la historia de cada calle, ¿cuál sería el origen de la calle del Medio Culo, hoy desaparecida? Un enigma. Se sabe, eso sí, que había una calle de la Teta en las inmediaciones de la calle Sol que debía su ocurrente denominación a cierta piedra redondeada y saliente que podía verse bajo una de sus fachadas. Y que había otra conocida como Rascaviejas no por lo primero que se viene a la mente con esa palabra, sino por ser donde se afilaban los cuchillos y las armas antiguas. Había por Santa Cruz una calle tan escueta y fúnebremente trazada que a todo el mundo le recordaba un ataúd, y ese nombre se le quedó. Aunque a decir verdad, antes no había tantos remilgos hacia estas palabras, y había varias calles dedicadas a la muerte, al diablo y a cosas del inframundo. Susona, antigua calle de la muerte, guarda hoy como recuerdo el azulejo de una calavera, para quien quiera asomarse a mirar. Había por aquella zona hasta una calle de Barrabás cuyo origen se ha perdido. Y otra plazoleta llamada de los Desafíos porque era a aquel recodo sin salida adonde iban los duelistas a darse para el pelo sin llamar mucho la atención.

Lienzos estropeados se vendían cerca del Salvador en la antigua Plaza de la Avería, y en la del Pan era pan lo que se comerciaba, en una especie de establitos de mala muerte, hasta que se trasladó su venta a la Encarnación. Otra cosa que se producía mucho en Sevilla eran hostias para abasto de las incontables iglesias, y así, al principio de la referida Enladrillada, estaba la calle de las Hostias.

Del mendrugo, del pepino, de la pulga, de la cantimplora, del cochino... cientos de anécdotas, pequeñas sabidurías y detalles sustanciosos del pasado de la ciudad se diluyen en los orígenes inciertos de esos nombres ya olvidados. Nadie sabe si la calle Sierpes se llama así por las serpientes de hierro que adornan la Cruz de Cerrajería que hoy preside, desde unos de los jardincitos más encantadores de Sevilla, la Plaza de Santa Cruz. Pero ahí siguen, alimentando la creencia, muy lejos de su emplazamiento original en la susodicha calle esquina con Rioja.

La hermosura de un retablo y la peste a tripas de la venta de casquería moruna en la calle Jamerdana, que eso significa la palabra; el espectáculo del río Guadalquivir y la peste fecal insoportable de la Alameda, adonde iban a estancarse las aguas que bajaban de toda la ciudad hasta que la desecó y arboló el conde de Barajas. Buscar los contrastes y las paradojas del presente es la labor que la prensa intenta dejarle hoy a la historia.