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La inesperada poesía de la aventura

Reto. El Sevillano Guillermo Díaz ha concluido una intensa ruta en bicicleta por Europa

04 oct 2016 / 08:40 h - Actualizado: 04 oct 2016 / 08:58 h.
"Bicicleta","Sevilla en forma"
  • Guillermo Díaz en una parada de su viaje por Europa. / El Correo
    Guillermo Díaz en una parada de su viaje por Europa. / El Correo

Por Guillermo Díaz Cortés

Podría comenzar de forma romántica, con un inicio de esos en los que un viejo amigo, apoyado en su viejo Volvo, me espera a la salida de una Terminal de llegadas bajo el Sol de medianoche escandinavo, pero lo cierto es que esta aventura tiene su origen mucho antes y en otro lugar: en la oscuridad de un habitación donde un rostro cansado, iluminado por la tenue luz azul de la pantalla del ordenador, trabaja en todo lo que una campaña de este calibre requiere mientras se ilusiona a cada momento.

No hay glamour en ninguna parte de este cuadro. Parte del material de la expedición repartido por la habitación y otra parte de camino desde Alemania, China o quién sabe dónde. Mapas. Más sitios webs en pantalla de los que puede leer. Libretas garabateadas. Y así, querido lector, es el génesis en el que se gestan las pequeñas aventuras: en la soledad tan rica que nos brinda la imaginación.

Llegué a Estocolmo bajo el Sol de medianoche donde Axel, un amigo y compañero de café y desierto en Egipto, me esperaba fumando un cigarrillo en la salida de la Terminal de llegadas del aeropuerto. Siempre dejo que mis amigos gestionen parte de los detalles del viaje.

Así fue con Axel, quien me consiguió los contactos necesarios para la prensa y también el patrocinador donde poder ensamblar mi propia bicicleta de ruta a partir de piezas de otras bicis donadas. Dos buenos días de trabajo y tuve lista la máquina, acristianada «Taormina». Poco después, tras unos días de preparación, preparé las libretas en blanco, la ropa, herramientas, algo de comida, descargué los músculos y tensé los nervios. Estaba listo.

En contra del sentido común inicial, la ruta decidida me llevaría primero hacia el Norte, bordeando el lago Mälar para continuar hacia el Sur y pasar entre los dos principales lagos suecos: Vänern y Vättern. Continuar por la costa y cruzar en Helsingborg a Dinamarca, donde me dirigiría en línea recta hacia el Sur, de isla en isla hasta Rodby, puerto del ferry que me llevaría a Alemania. Una vez allí, algunas jornadas hasta Hamburgo donde giraría hacia el Oeste, hacia Amsterdam. Y, una vez allí, una última vez, dirigirme hacia el Sur atravesando las «antiguas colonias» hasta la «capital de Europa»: Bruselas. Fin del viaje.

No es ningún secreto que era la primera vez que me enfrentaba a una ruta tan larga. Si hubiese estado acostumbrado creo que no sería una aventura en toda regla. El ritmo, la resistencia física y todo lo que estos conllevan fueron incrementando en cada jornada. Los paisajes: lagos, bosques, colinas, vida salvaje... alcanzan unos niveles casi prehistóricos cuanto más alejados de los núcleos urbanos. Pasé de las colinas suecas a las planicies que dominaban desde el primer metro de Dinamarca hasta la meta en Bruselas.

Las etapas iban fijando su propia rutina con la que me familiaricé: me levantaba temprano, desmontaba el campamento, desayunaba con ganas, aseo y bicicleta. Así, día tras día, salvo los días de descanso en casa de mis amigos. Hay otro aspecto dentro de estos viajes, y es que, antes o después, una aventura siempre hace honor a su nombre; es decir, que hay algo que se escapa por completo a nuestro control. Algo que va mal. Me ocurrió en un par de ocasiones. Como si de un déjà vu se tratara, primero un radio de la rueda trasera y después, dos, se rompieron. La primera vez me encontraba a más de 20 km de cualquier pueblo. Afortunadamente, pude ajustar la rueda hasta encontrar el taller. Este desvío fue el motivo de algo: perdido en una carretera local que pasaba junto a un lago, cansado por el estrés de la situación, mis piernas decidieron que ya era bastante y se pusieron en huelga justo frente a la casa de Per-Erik y Marianne y justo en el momento en que cruzaban la carretera. Tras contarles mi historia, esta pareja de ancianos me «adoptaron» durante un par de días. Per-Erik, con su buen inglés de fontanero retirado, me contaba historias de su juventud y de cómo participó cinco veces en la vuelta al lago Vättern (300 km). «Si tuviera algunos años menos, me iba contigo a Bruselas», me reconoció. Me invitaron a volver en invierno y en Midsommar (la fiesta nacional) para conocer a sus hijos y nietos. Al despedirnos, Per-Erik me abrazó y me dijo: «No digas nada. Esto es por si lo necesitas. Si te ocurre algo, llámame y vendré a buscarte en coche». Me había dejado unas coronas al estrecharnos las manos. Honrando las palabras de Gibran Khalil le di unas escuetas gracias y me marché.

En mi segundo «incidente» con los radios, fue Mohammed, un refugiado sirio quien se ofreció a hospedarme una noche e intentar arreglar la bicicleta al día siguiente (aún siendo su cumpleaños) o a llevarme sin dudarlo hasta casa de mis amigos. Y eso sin siquiera saber mi nombre. Su historia fue como un buen sopapo. Todo lo que había leído o visto sobre los refugiados, de repente, tenía una cara, una voz. Aposté por que me llevara hasta casa de mis amigos y aproveché el trayecto para preguntarle sobre cómo llegó a Suecia. «En un vuelo desde Milán», me respondió sin más. Pensé, por como lo dijo, que estaría allí estudiando o trabajando, pero me atreví a preguntarle qué hacía en Milán, si eran vacaciones o estudios.

«No. No es tan fácil».

Al poco de iniciarse la guerra civil en Siria, Mohammed y su familia, como la mayoría de personas de su pueblo, caminaron hasta Jordania, donde fueron recluidos en un campo de refugiados. Mohammed logró escapar con su hermano. Se separaron y él terminó en Argelia. De ahí se «coló» en Libia, donde consiguió subir a una embarcación con más de 400 personas con la que llegó a Italia.

Personalmente, no consigo imaginar qué ocurre en Siria, pero si la alternativa atractiva para alguien joven es jugarse la vida entre fronteras con traficantes de personas, barcos abarrotados y policía fronteriza, dejando atrás su vida y parte de su familia, lo menos que podemos hacer es olvidar el absurdo sentido de propiedad territorial y atender a estas personas como los seres humanos que son.

Y el viaje que ocupa este relato concluyó. Terminó frente al Parlamento Europeo, donde me robaron la bicicleta. Así es. Una sorpresa desagradable al principio que, posteriormente, achaqué a la casualidad simbólica de un viaje que fue de menos a más hasta su propia extinción.