Hace casi un cuarto de siglo Andalucía se plantó en Venecia con una exposición que se llamó con nombre parecido al que ahora lleva la de Los Venerables: Da Velázquez a Murillo, il Secolo d’Oro in Andalusia. Parecido pero no idéntico porque, en italiano, da es nuestro adverbio desde. Aquella muestra, como se indicaba en la segunda parte del título, trazaba una línea de cien años para mostrar lo más destacado que, en pintura, había producido esta tierra y que constituye el Siglo de Oro español. Es una más de las aportaciones que la Sevilla y la Andalucía que se apagaban al mismo tiempo que la vida de Bartolomé Esteban Murillo hicieron a la España de siglos posteriores.
Luego, mientras Cádiz se levantaba como emporio de la Ciencia y el Mercantilismo del setecientos, Sevilla fue un fantasma de contornos difusos que emitían una luz espectral hacia el pasado, ese resplandor difuso que, como reclamo, se instalaría en el tinglado de la ópera... y en el nombre de un Murillo, ascendido a los cielos por las alas del Romanticismo y colgado de los museos de Nueva York, Washintong, San Petersburgo, Londres, Budapest, Munich o París con los clavos del robo y la especulación.
A decir verdad Sevilla no había sido consciente de tener un siglo con luz propia ni tampoco desde fuera se le reconoció ese esplendor. Desde doscientos años antes eran Flandes e Italia las que habían parido a cuantos eran considerados grandes artistas, producido obras emblemáticas y generado corrientes y escuelas; los pintores españoles conocidos, como José Ribera il Spagnoletto, eran adscritos a la de Nápoles (bajo la corona de Aragón) de la misma manera que El Greco era veneciano al pertenecer Creta a los dominios del Dogo.
De otros no existían apenas noticias y tampoco desde aquí se las generaba: para nuestros tratadistas la pintura o la escultura no tenían ningún sentido en sí mismas; su único fin era, o bien representar escenas y personajes o, en el terreno religioso, «mover a devoción». Por otro lado, en Europa los profesionales buscaban fama para obtener encargos mientras, en nuestro caso, era Sevilla la que la tenía y –por la fuerza de su propio mercado y al ser cabecera de todo cuanto se exportaba a América– atraía a artistas de todas las naciones europeas. El sistema más usado por éstos para presentar sus trabajos –el de la estampería– aquí era casi desconocido y por ello cuanto se realizaba en los talleres de los maestros no llegó a conocerse fuera.
Resulta cuanto menos sorprendente que en la Italia de aquel tiempo sean escasos los elogios dirigidos a Velázquez durante su estancia en Roma (reducidos, prácticamente, a un comentario sobre un cuadro expuesto en la muestra colectiva que cada año se celebraba bajo las columnas de la entrada al Panteón) y, sobre todo, que su portentoso retrato del Papa Inocencio X no despertara admiración alguna.
Pero, a pesar de que el estado de las artes en Andalucía no fuera objeto, ni siquiera, de curiosidad, la actividad de los talleres sevillanos, con artistas de todas las latitudes, era tan febril como, cien años antes, lo había sido la de los de Florencia, Venecia o Gantes y así fueron surgiendo los maestros como las obras que harían de toda Andalucía y, sobre todo, de Sevilla un gigantesco museo con salas en cada uno de sus templos, conventos y palacios.
Su resumen era el que se exhibía, en 1993, en las salas que Palladio había levantado para los monjes de San Giorgio Maggiore con cuadros de Pedro de Comprobín, Alonso Cano, Antonio y Juan del Castillo, los Francisco de Herrera, Joven y Viejo, Ignacio de Iriarte, Sebastián de Llanos, Pedro Núñez de Villavicencio, Francisco Pacheco, José Risueño, Juan de Roelas, Sánchez Cotán, Ruiz de Sarabia, Juan de Sevilla, Valdés Leal, Pedro Atanasio Bocanegra, Francisco de Zurbarán y, por supuesto, Diego de Silva Velázquez y Bartolomé Murillo.
Gracias a estos dos, aupados a la celebridad por ojos más objetivos que los de sus contemporáneos pero mucho –muchísimo– tiempo después de su muerte, las decenas de miles de personas que contemplaron la muestra dejaron de tener a Zurbarán como mera referencia, supieron de la existencia de Pacheco, Valdés Leal, Alonso Cano, Herrera el Viejo... y, sobre todo, aprendieron que existió un siglo en el que Andalucía fue tan fuerte, pictóricamente hablando, como lo había sido anteriormente la Serenísima República de Venecia o lo serían después los Países Bajos.
La conciencia de esa importancia aun no habita entre nosotros porque –siguiendo con aquella indolencia de la Sevilla del quinientos y el seiscientos– parece que apenas importó que centenares de obras sufrieran el expolio napoleónico y las ventas inmorales de –tanto monta– andaluces o españoles y, aunque parezca paradójico, la calificación de Siglo de Oro español o andaluz –monta tanto– la recibiera ese período pictórico con la inauguración por Luis Felipe I (padre del Duque de Montpensier) de Le Musée Espagnol –hace en estos días de enero 179 años– con más de 500 cuadros, llegados a París por los caminos del fraude y la corrupción.
Desde entonces aquí apenas si se han realizado acciones que visualizaran al gran público esa potencia (y cuando se hizo fue de forma ocasional y atropellada) que, en gran medida, sigue estando resumida en nuestro Museo de Bellas Artes aunque a nadie se le haya ocurrido promocionarlo en esa dirección que sería, además, la que lo pusiera en relación con el resto de obras de la época expuestas en otros lugares de la ciudad.
A lo mejor el Año de Murillo tendría que significar, sobre todo, el de la recuperación de ese Siglo de Oro que a Sevilla se le fue de las manos sin sentirlo.