La regata de tu vida

La capital hispalense es el mejor sitio que existe para remar. Hay campos de regatas mucho mejor preparados, pero en ninguno de ellos tienes Sevilla a la derecha y a la izquierda

04 oct 2016 / 09:03 h - Actualizado: 04 oct 2016 / 09:13 h.
"Remo","Sevilla en forma"
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    Inma Flores

Soy de esos afortunados que pueden decir que han remado en el Guadalquivir. La sensación que produce tener la Torre del Oro a la vista mientras realizas un esfuerzo tan abrumador como es el que supone remar resulta, sencillamente, inigualable.

La primera vez fue hace muchos años. Coincidía con que era mi primer viaje fuera de Madrid sin mis padres al lado. Todo una aventura para un muchacho de doce años. Sevilla me pareció fascinante, el río un campo de regatas inigualable, los remeros y remeras que nos reunimos allí un grupo estupendo con el que podía hablar de mi pasión deportiva.

Fueron muchas las veces que se repitió la experiencia. Se iba sumando alguna novia con la que entrenaba al atardecer, algunos buenos amigos que aún siguen llamando de vez en cuando para saber de mi vida... Sevilla y el Guadalquivir marcaron mi vida deportiva definitivamente.

Practiqué el remo olímpico de alto nivel durante muchos años. Fueron muchas mañanas madrugando para correr noventa minutos y remar un par de horas más. Era joven y el sacrificio era grande. Cambiaba lo que un chico de mi edad hacía normalmente por tener las manos endurecidas a base de esfuerzo. Aprendí que remar contracorriente era la forma de entrenar menos minutos consiguiendo un resultado mucho mejor. Avanzar tres o cuatro metros equivalía a una distancia mucho mayor que cuando se remaba a favor de corriente. Esto que parece algo sencillo sólo lo hacíamos los que habíamos desarrollado una técnica depurada. Ejercer una fuerza superior a la normal en cada palada suponía que se descuidaba algo el movimiento al remar. Si no la tenías ya aprendida era mejor no insistir por ese camino.

Una mañana de invierno sentí un pinchazo en el cuádriceps. Supe enseguida que me había hecho daño. Y dejé de remar. Me llevé la mano al músculo, apoyé el tórax en los remos para alzarlos levemente del agua y dejé que me llevara la corriente río abajo. Algunos compañeros de equipo pasaban por mi lado derecho preguntando. Yo sólo les decía que no con la cabeza y continuaban su entrenamiento. Cerré los ojos. Por el dolor y por la rabia. Si no recuerdo mal tenía que competir tres semanas después en el campo de regatas del Guadalquivir.

Cuando dejé de maldecir ese pinchazo, cuando quise saber dónde estaba, descubrí que había llegado al margen contrario del río. Acerqué mi skiff a un pontón viejo y podrido, abandonado, que hoy ya no existe. Salí del bote y me senté a esperar sabiendo que nadie iría a recogerme porque nadie podría sospechar que estaba a tres o cuatro mil metros de distancia y en el margen equivocado. No importaba porque quería estar solo. Pensé sobre el esfuerzo que había realizado durante tantos meses de entrenamiento, la cantidad de mañanas pasando frío para conseguir mi sueño de llegar a una selección nacional que ahora quedaba a un millón de años luz. Aunque no dejaba de sonreír sabiendo que, por primera vez, me había dejado llevar por una corriente con la que había luchado durante años. Era una sensación extraña. Perder el control sobre algo que dominaba, encontrarme solo cuando siempre estaba protegido por el entrenador y los médicos del club, saber que dependía de mí lo que pasara a continuación sin tener la ayuda de nadie. Dejé que pasara el tiempo. El dolor iba en aumento, el sudor se enfriaba. Me tumbé sobre las tablas podridas para poder pensar.

¿Merecía la pena todo aquello? ¿Mi futuro pasaba por remar, cada día, contracorriente? ¿Era lógico depender de un problema muscular después de tantos meses de esfuerzo?

Pensé en la sensación de dejarte llevar, de no interesarte por nada salvo por ti mismo, por tu dolor. Y pensé, al mismo tiempo, que eso era cosa mía. Mi dolor, mi futuro. El rumbo azaroso del bote me llevó a la otra orilla, a un lugar en el que no hubiera pensado estar una hora antes. Me sentía bien.

Decidí recuperarme y trabajar duro (una de mis peores cualidades es la de dar siempre otra oportunidad). Cambié de barco para formar parte de una tripulación. Y llegado el momento tuve que dejar que la corriente me arrastrase de nuevo. Esa vez para siempre. Se acabó el remo.

Y mientras todo esto ocurría, antes de terminar con un doloroso se acabó, seguí viajando a Sevilla con la misma ilusión de siempre. Porque remar en el Guadalquivir no es poca cosa. Allí comencé a sentirme remero y allí intuí que era cuestión de tiempo tener que dejarlo para siempre. Allí disputé la regata más apasionante que un deportista puede soñar...

La mañana era fría. El azul del cielo empañado por la neblina que seguía empecinada en no dejar su sitio a cualquier otra cosa. Subí al bote con un movimiento preciso, al mismo tiempo que mis tres compañeros. Remamos hasta la orilla contraria, despacio, en silencio, sin prestar atención a nada que no estuviera ocurriendo en aquel barco. Los músculos en tensión. Ganas de vencer. Me di la vuelta para recordarles que habían pasado tres años desde que nos subimos en aquel barco por primera vez, que habían sido muchas horas de trabajo, que no podíamos fallar. O todo o nada. Siendo campeones de España alguno terminaría en la selección nacional. O todos. Llegamos a la línea de salida. Como siempre las mandíbulas apretadas hasta que dolían. Las manos agarrando la madera húmeda del remo, perdiendo el color rosado, blanquecinas por el esfuerzo. Antes de que sonara la señal de salida la posición perfecta (rodillas flexionadas, brazos estirados, espaldas erguidas, el cuello ligeramente inclinado hacia atrás), los remos en las chamuceras engrasadas con mimo, la proa del barco señalando ese punto exacto en el que las ilusiones de un grupo de chavales se cumplen. Por la mente pasan todas las horas en las que otros estuvieron bailando con las chicas más bonitas del barrio mientras nosotros corríamos y remábamos sin descanso. Al amanecer antes de ir a clase, por la tarde después de estudiar. Suena la bocina y marco una primera palada corta, rápida. La décima es más larga, mucho más. Y así hasta que enseñamos la popa al barco de la calle cuatro. El verdadero enemigo. El resto no son nada del otro mundo. Durante los últimos cien metros el ritmo de paladas vuelve a crecer. Hasta que la saliva de la boca se escapa entre las comisuras. Duele todo el cuerpo. El sudor se congela porque sabes que vas a ganar la regata de tu vida. Ya nada puede evitarlo.

Esto jamás sucedió. Porque, a orillas del Guadalquivir, la pensé, la desee, la pude ver de principio a fin. Pero poco después ocurrió todo eso que contaba antes. Pero les aseguro que es la mejor de todas las que disputé. Entre otras cosas porque estaba en el mejor sitio que existe para remar. Hay campos de regatas mucho mejor preparados, pero en ninguno de ellos tienes Sevilla a la derecha y a la izquierda.

Siempre tuve un barco en el que remar, jamás nadie me puso pegas para entrenar en tripulación. Si alguien fallaba me hacían un hueco y si no había fallos cualquiera de los remeros me cedía su banco la mitad del tiempo para que pudiera aprovechar el viaje.

Remar en Sevilla son muchas cosas. Pero la más importante es que es el recuerdo de la propia ciudad, de la vida propia.