Lawrence Durrell escribió que una ciudad es un mundo si uno ama a uno de sus habitantes. Y Maradona, al que amaba el mundo, convirtió Sevilla en una galaxia. Su paso por la capital andaluza fue, si nos atenemos a los números, decepcionante: sumó 8 goles y 20 kilos a su palmarés. Pero el amor no entiende de cifras. El amor es vestir al Pizjuán con la bandera argentina en memoria de un jugador cuya gesta sevillana fue poco memorable. El amor es recordar a pesar de todo.
Maradona, como los dioses y los futbolistas, llegó a la ciudad y se fue de ella por el cielo. Cuando aún no tenía casa, el argentino se quedaba en lo que entonces se llamaba Andalusí Park, y que ahora es el Hotel Abades Benacazón. Allí se arracimaban los periodistas (30, 40, según el día), en busca de un jugador que, progresiva o regresivamente, se dedicaba más al arte de dar titulares que al de hacer regates. Después, como todos, se mudó a Simón Verde. Espartaco tenía allí una finca que había encantado a Maradona. Tanto, cuenta el torero, que no tocó ni un mueble de la casa. Le pidió, eso sí, que comprase una barbacoa más grande. Maradona llegaba a Andalucía con hambre, pero no de títulos, que esa estaba ya satisfecha.
La Sevilla de Maradona es, como Maradona, una Sevilla de arrabal y neones rosas y calles sobre las que se pone el sol antes de la hora. La Sevilla de Maradona es una Sevilla un poco golfa que conviene visitar, si se decide uno a hacer la peregrinación de marras, dejando el reloj y la cartera en casa, por lo que pudiera pasar. Aunque sólo estuvo aquí un año, al Diego, como lo llaman en Argentina (“vas por la calle y a todos se nos ha muerto un mismo familiar”, decía un argentino ayer), Sevilla se le hizo pequeña de tanto recorrerla de noche, yendo bar a bar como su compatriota y entonces compañero de vestuario Diego Simeone iría, años más tarde, partido a partido.
Los que lo conocieron en su etapa sevillana, aseguran que Maradona tenía pensado establecerse aquí, al menos, dos o tres temporadas. Se había traído sus Ferraris y, además, la Casa Mercedes, quizá para mimarlo o mimarse ella, le había regalado un Mercedes 300. Pero Diego Armando, que sólo entendía el mecanismo de sus propias piernas, quemó el coche a la primera ocasión que tuvo. Antes de que se trasladase a Simón Verde, pasó una de sus primeras medianoches como sevillista en el bar Groucho. Él consiguió volver al hotel, pero el Mercedes se quedó por el camino. Maradona no sabía conducir en automático.
En la casa de Maradona, y que antes lo había sido de Espartaco, vivía la tribu de Diego Armando: su mujer, sus hijas, un chófer y un par de criadas. Dicen que no salía mucho (por el día, se entiende). Que gustaba de quedarse bajo el techo grande de la mansión en Simón Verde, como si algo del espíritu de filósofo gladiador del arrendador se le hubiese metido dentro, y pensase en qué faena regalaría al respetable el domingo, toreando defensas como Espartaco toreaba toros. De hecho, Maradona llegó a Sevilla finito, con 78 kilos (su peso ideal), y se lo veía bastante por los entrenamientos, que pusieron de tarde para que el argentino no se presentase legañoso al campo. Un par de meses más tarde, dejó, sin embargo, de presentarse.
Manuel Aguilar, entonces periodista de la Ser, reveló a A la contra la cláusula festivalera de Maradona: él podía ir a entrenar si quería. Si no, se quedaba en casa y que entrenasen los demás. Contaba con privilegios especiales, porque todo en Maradona, lo bueno y lo malo, era especial. Pero la paciencia del club, como la del amante entregado que concede mucho y ve, no obstante, que le piden muchos más, tenía un límite que Maradona rebasó varias veces. Así que el Sevilla, dirigido por Cuervas entonces, pero ya con un del Nido que se movía entre las sombras, cada vez más cerca de la luz, le puso un detective al argentino. Cada noche, el Porsche de Maradona (o el cochazo que tocase) salía de Simón Verde dirección las Tres mil viviendas y, a una distancia prudencial, lo seguía una scooter. Esto no era nuevo para el argentino, debido a que en Nápoles ya le habían perseguido detectives contratados por el club. Maradona era un personaje de Vázquez Montalbán, que dejaba atrás a los defensas en la tarde del domingo y a los detectives privados en la madrugada del sábado.
Maradona iba tan rápido que se dejó, en su carrera, detrás a sí mismo. Cuando el mono llamaba a la puerta, Diego se encerraba en Simón Verde y, trankimazinesmediante, sobrevivía. Si faltaba a los entrenamientos, Bilardo y sus hombres sabían que no era por capricho. Maradona estaba luchando por su vida a base de sueño y pastillas. Hasta que, de repente, el argentino convocaba una cena en los Remedios o en Sevilla Este a la que iba toda la plantilla. Maradona llevaba décadas celebrando su última cena para morirse un día, de pronto, a la una de la tarde.
El argentino dejó en Sevilla pocos goles, muchas multas de tráfico (una de ellas, por conducir a 160 km/h por el interior de la ciudad) y algún que otro control antidoping que se le vino abajo, como aquel que saltó un Domingo de Ramos, tras jugar contra el Oviedo, y que desató la cacería con detectives y cámaras de vídeo.
Maradona, por fin, se marchó del Sevilla después de que Del Nido lo amenazase con publicar una cinta, en la que salía el argentino en todo su esplendor nocturno, con más de una hora de metraje, si no le perdonaba al club unas cantidades que le debía. De lo que había en esa cinta, nada se supo nunca. Unos opinan que mostraba barbaridades. Otros, que nada en absoluto. El caso es que Maradona se subió, un día, a un avión en dirección a Argentina para no volver jamás a la ciudad vestido de corto. Antes, había denunciado al club por impago de una parte de su contrato. El amor termina a veces así, con un desplante.
Pero la Sevilla de Maradona tal vez no sea esta, sino la de los naranjos, esos que daban balones de fruta para que el argentino hiciese acrobacias con ellos, como las que hizo en un Argentina-Colombia, y de las que no hay registros, cuando le lanzaron una naranja que él bajó con el pie izquierdo, dulcemente, como si fuese un pájaro. Quizás esa sea la Sevilla de Maradona. Porque cuando él andaba cerca, hasta al mundo se le ponía cara de balón para que Maradona lo sacase a bailar.