Era 7 de diciembre del 36. Sobre la una de la tarde, un vapor noruego atraca en un muelle hoy desaparecido a la altura de San Juan de Aznalfarache, cerca de una zona actualmente conocida como el paseo fluvial Virgen del Carmen. El DS Gulnes, así llamado el barco, era un buque de 2.200 toneladas que arriba desde Portugal, presto a cargar minerales que llegaban desde Huelva a través de una sofisticada plataforma de hormigón en altura que hacía desembocar una vía férrea a la altura precisa del carguero.
Cuando apenas habían pasado unos minutos, en plena operación, el cielo se abre entre silbidos. Una escuadrilla de aviones bombarderos surca el firmamento, mientras al este, aproximadamente a un kilómetro, una columna de humo se levanta. Ese punto incandescente es Tablada, bastión de la fuerza aérea del ejército Nacional. De repente, esa misma oscuridad se cierne con estrépitos en el muelle sanjuanero de hormigón: una bomba de 50 kilos cae en el puente del barco y atraviesa dos cubiertas con una gran explosión. Inexorablemente, el DS Gulnes, queda inutilizado en ese Guadalquivir que acababa de remontar. Un mes después, el 2 de enero del 37, el navío sería remolcado hasta Gibraltar, y de ahí a Italia, donde se vende como chatarra.
Esta es la historia de un daño colateral. Un relato poco conocido de la Guerra Civil en Sevilla. El bombardeo del 7 de diciembre del 36, uno de los muchos que la aviación republicana efectuó en ese primer año de contienda sobre la ciudad hispalense –todos ellos con el foco puesto en el objetivo militar de Tablada–, no solo mandó a pique al DS Gulnes y a ese valioso cargamento de mineral, sino que acabó con la vida de cuatro marinos noruegos que poco o nada sabían de golpes de estado, Frente Popular o falangismo. Más de ocho décadas después, sirvan estas líneas para recordar a unos tipos olvidados: Egil Nils, Eugen Hansen, Alfled Aasheim y Adolf Alune. Pero empecemos por el principio.
Ese 7 de diciembre Sevilla se preparaba para honrar la festividad de la Inmaculada. La capital hispalense, con Queipo de Llano al mando, hacía emerger su tradicional perfil católico-costumbrista bajo el auspicio de considerarse como uno de los reductos más firmes del bando sublevado en los primeros seis meses de Guerra Civil. No en vano, la ciudad andaluza fue el primer punto de insurrección militar en la península, horas después de que el Golpe de Estado se iniciara en Melilla el 17 de julio. Mención aparte de los llamados como días rojos, que en Sevilla apenas se corresponden con cuatro jornadas de combates en varios puntos de la ciudad, y por supuesto, de la encarnizada represión dirigida por el referido Queipo de Llano y que acabó con miles de sevillanos vilmente asesinados, la ciudad no sufrió en su sino grandes atrocidades por mor de la contienda bélica. Sevilla fue, en definitiva, una suerte de búnker que el ejército nacional mantuvo sin excesivo problema, por tener una situación geográfica alejada de los frentes de batalla, por quedarse atrás en el avance sur-norte de los sublevados en los primeros meses de Guerra y por la fuerte importancia estratégica y militar que atesoraba la gran urbe del sur de España, motivo mayor para afanar su salvaguarda.
Este último axioma, el de la importancia militar de Sevilla, provocó que en este primer medio año de Guerra Civil, la aviación republicana efectuara hasta seis bombardeos sobre la ciudad. Con un detalle fundamental a tener en cuenta: el objeto de los mismos nunca fue la población, sino una meta militar en concreto, Tablada, sede de la Maestranza Aérea de Sevilla, una de las tres únicas que existían en todo el territorio nacional. Esta base aérea, que en su momento ya fue el primer gran anhelo de los golpistas representaba así una de las grandes fortalezas del ejército Nacional, centro neurálgico donde además se reparaban los artefactos dañados, hecho muy valorado en tiempos de guerra.
La tónica de ese 7 de diciembre no distaba mucho de la que con anterioridad se vivió en el 19 de julio, 7 de agosto, 28 y 30 de octubre o apenas tres días antes, el 4 de diciembre, jornadas en los que una escuadrilla de bombarderos del ejército rojo atacó desde el aire el aeródromo militar hispalense. Luego llegarían otras escaramuzas aéreas con motivo de la Guerra, hasta subir a once el número de bombardeos totales de los republicanos sobre la ciudad. Además del de esta víspera de la Inmaculada en la que murieron los cuatro noruegos que poco pintaban en la contienda bélica, el más trágico ocurrió el 23 de enero del 38, cuando una bomba perdida, que habría de caer en Tablada, se desvió de trayectoria y destruyó seis casas del trianero Barrio León, ubicado cerca de la base militar, dejando 11 muertos y 24 heridos. Pero esa será harina de otro costal –y de otro reportaje–.
La crónica militar del bombardeo de los noruegos arranca en una base aérea de Albacete. Se trataba, ni más ni menos, que la sede por entonces del Estado Mayor de la Aviación Militar Republicana, así como de las Brigadas Internacionales. En la mañana de ese 7 de abril, despegan al unísono ocho aviones. Este último dato, el de si eran ocho los bombarderos, fluctúa según distintos testimonios documentales, aunque en cualquier caso, existen más referencias, y más fidedignas, al hecho de que efectivamente fuera así. Las referencias de la prensa en zonas sublevadas hablan de cinco aviones, posiblemente con ciertas dosis de tergiversación y con el objeto de que la población no se alarmara ante una cantidad considerable. Crónicas militares del ejército republicano citan expresamente que fueron ocho.
Se trata de Túpolev SB-2, comúnmente conocidos en el orbe militar como Katiuskas. Aparatos de fabricación soviética que la aviación republicana utilizó desde los albores de la contienda bélica. De hecho, se estrenaron en la Guerra en el antes citado bombardeo de Tablada del 28 de octubre. El jefe de escuadrilla en esta misión era un suizo nacionalizado soviético que se pone al servicio del Gobierno de la República como instructor de vuelo. Era el hombre más importante y respetado del panorama Katiuskas en España, y se llamaba Ernst Schacht. Su historia también es dramática, ya que en 1941 acabó fusilado por orden del mismísimo Stalin, que lo acusó de espía. Debían de volar unos 400 kilómetros para llegar al objetivo militar de Tablada, de los 160 eran sobre territorio enemigo. A sus órdenes estaban otros 23 integrantes en esta encamisada aérea, tres por avión ¬–piloto, tirador y radio bombardero–. Hasta nuestros días han llegado las identidades de algunos de ellos: Linde, Ramos, Martín, Tena Acero, Lorenzo y Sanjuán, además de otro soviético, tripulante del avión de Schacht y que tenía la función de radio bombardero: Prokófiev, a la sazón, segundo jefe de la escuadrilla, cuyo relato, llega a nuestros días como aserción de los hechos.
Los aviones llegan a Tablada desde el este, penetrando en espacio aéreo de la urbe por el ya pujante barrio de Nervión. A la altura del aeródromo, con un techo de lanzamiento de 1.200 metros, dejan caer las bombas. Las nubes de las explosiones se mezclan, ocultando los hangares y el edificio de la dirección bajo la humareda. Cuando perciben que las bombas de la patrulla izquierda estallan en el aparcamiento al aire libre de un grupo de aviones, un blanco conseguido, un componente de la escuadrilla da el aviso de que les persiguen unos cazas enemigos. En concreto, fueron 16 los artefactos del bando nacional los que se abalanzaron sobre los Katiuskas republicanos, que emprenden la huida manteniendo el rumbo este. Fue entonces cuando una bomba que no se había soltado sobre Tablada se desprende ahora del aparato, en un momento de zozobra provocado por el contraataque impetuoso de la aviación nacional. Esa bomba, de 50 kilos, cae, de forma exacta y milimétrica, en el puente de mando del DS Gulnes.
Los Katiuskas eran, por entonces, los aviones más rápidos del panorama bélico. Bastaba con acelerar la marcha para alejarse en el firmamento. Sin embargo, ahora eran acosados por los cazas enemigos, ya que uno de los aparatos republicanos tenía daños en un motor y no podía mantener la velocidad de sus homólogos, los cuales no querían dejarlo a merced del adversario. A la altura de Castilblanco de los Arroyos, el Túpolev afectado, tripulado por el piloto por Alejandro Ramos Jiménez, el observador Victoriano Martín Bargueño y el radio bombardero Manuel Tena Acero, cayó en picado, abatido por el teniente Narciso Bermúdez de Castro, del bando nacional. De los siete aviones restantes que conformaban la escuadrilla, otros tres tampoco lograron llegar a la base republicana, sin que se conozcan las peripecias que vivieron en el vuelo de regreso, aunque sin duda, dañados durante la refriega.
Pero, ¿y los noruegos? De ellos sí tenemos noticias. Los heridos fueron trasladados al Hospital Central de Sevilla, así llamado en la época el histórico sanatorio de las Cinco Llagas, hoy sede del Parlamento de Andalucía. El accidente apenas generó controversia entre gobiernos. De hecho, los nórdicos siquiera efectuaron reclamación diplomática. El cónsul noruego en Sevilla, Bjorn Bjorge, quitó hierro al suceso, considerándolo como fortuito y agradeció sobremanera la atención que la ciudad –y sus dirigentes del bando sublevado– dieron a los afectados. Tanto que incluso el señor Bjorge dotó de normalización al asunto, al expresar que su país tenía la tercera flota comerciante mayor del mundo y que estas situaciones eran casi cotidianas. La realidad es que solo Sevilla recibía al año un centenar de navíos noruegos, aunque no era habitual, ni mucho menos, que fueran bombardeados... Quién sí sacó rédito del daño colateral fue Queipo de Llano, quién en sus populares charlas radiofónicas bramó contra el Gobierno republicano por el suceso, al parecer, acusándolo de mentir a sus homólogos noruegos, a quiénes, siempre en la versión de Queipo, Largo Caballero –el Virrey de Andalucía lo llamaba señor Canallero– negó que los aviones republicanos bombardearan tal día Sevilla, y en concreto, Tablada.
La historia acaba de la peor forma posible, con cadáveres. El mismo día 7 falleció un damnificado, Egil Nils, mientras que Eugen Hansen murió el día 9, Alfled Aasheim el 11 y Adolf Alune el día 14. Nils y Hansen eran fogoneros del vapor, Aasheim se encargaba de la cocina y Alune era el timonel. De 13 tripulantes del DS Gulnes, cuatro fallecieron. Las autoridades nacionales organizaron dos entierros –en días separados– al que acudieron, además del cónsul noruego, lo más granado de la ciudad. Un sepelio con intereses palpables: que el gobierno nórdico reconociera al de la España sublevada, dispuesto en Burgos, como el legítimo. El diplomático Bjorge, agasajado y testigo de cómo trataron a sus paisanos, anticipaba que habría disposición para ello en Oslo. Eran tiempos de guerra, y no cabían puntadas sin hilo.
Ahora, más de ocho décadas después, la memoria de estos cuatro noruegos olvidados mantiene un hilo de vida, en forma de monolito. Ahí está, en el cementerio de San Fernando, junto a la zona del antiguo cementerio judío, un hito funerario que honra y recuerda a quiénes pasaban por allí en el momento menos indicado. ~
Este reportaje ha sido posible gracias, además de la mucha hemerografía consultada por los autores, a los historiadores Juan Carlos Salgado Rodríguez, José Miguel Sales Lluch y José María García Márquez.