«Muchas personas superan el pánico a la pandemia al descubrirse capaces de ayudar a los demás»
Luis Rojas Marcos. Psiquiatra. Adalid de los sistemas públicos de salud desde Nueva York, la gran metrópoli del país a contracorriente de la equidad sanitaria, a lo largo de medio siglo ha sido artífice de importantes logros para sistematizar e innovar en los servicios de salud mental. Lo hizo cuando en los años 80 se habían desmantelado los centros psiquiátricos, cuando en el 2001 el terrorismo del 11S causó un trauma colectivo y cómo aplicarlo 20 años después cuando el covid ha llevado al límite de resistencia a miles de médicos y sanitarios de la organización por él presidida.
El sevillano Luis Rojas Marcos es historia viva de los servicios médicos de salud mental. Pionero en Nueva York y a nivel mundial hace más de 30 años cuando puso en marcha Project Help (Proyecto Ayuda) para buscar con unidades médicas móviles en cualquier recoveco de la metrópoli a centenares de personas sin hogar que padecían enfermedades mentales y no tenían ni tratamiento ni seguimiento ni hospitalización. Aquel modelo se convirtió en un referente para muchos países. A sus 77 años de edad, padre de cuatro hijos, abuelo de tres nietos, y desde hace 53 habitando la ciudad faro de la sociedad contemporánea, hemos podido conversar con él en persona y no a través de ordenador porque la aminoración de la pandemia ha permitido que volviera a coger un avión para estar unos días en Sevilla, reencontrarse con la parte de la familia afincada en su tierra natal y protagonizar un acto presencial en el que Teléfono de la Esperanza le entregó su principal galardón con motivo del 50 aniversario de esta organización fundada en Sevilla y que tanto ayuda por toda España a evitar que muchas mentes descarrilen por no tener quien les escuche y quien les hable. Y de eso sabe Luis Rojas Marcos, ocupado y preocupado por el reto de la primera pandemia global.
En su página web dice de sí mismo para resumir su infancia: “Fue un niño de temperamento inquieto, distraído y curioso y tuvo problemas de aprendizaje. Cursó la enseñanza primaria con dificultad. A los catorce años comenzó a mejorar su rendimiento académico, lo que le permitió completar los estudios de bachillerato. Dotado de talento natural para la música, aprendió de pequeño a tocar el piano, la guitarra y la batería, el instrumento ideal para un niño hiperactivo”. ¿Cuáles fueron las dificultades de su etapa colegial?
El primer colegio en el que estuve fue el de la Doctrina Cristiana, eran monjas. Y allí estuve solo un curso. Yo era un niño inquieto, impulsivo, y no les caía muy bien a las monjas. Recuerdo que me llamaban a la tarima y me decían: “Luis, tranquilo, no te levantes de la banca”. Un día que para mí fue muy importante en mi vida fue cuando me dieron una nota para que se la entregara a mis padres, decía: “Por razón de la edad del niño, no puede seguir en este colegio”. No se me ha olvidado, para mí fue una liberación.
¿Y para sus padres?
No, ellos lo sintieron de modo muy diferente. Tuve que esperar un año para entrar en otro colegio: el Portaceli, de los jesuitas. Allí estuve hasta los 14 años, no podía seguir, me habían suspendido en todas las asignaturas. Mi hermano Alejandro, que tiene tres años más que yo, me protegía en el colegio cuando yo me metía en algún lío. En la enseñanza de entonces era usual que te pusieran de rodillas, que te pegaran.
¿Dónde logró a los 14 años mejorar su rendimiento académico?
En el Santo Ángel, que estaba en la calle Fabiola. Ahí, de 1957 a 1959, es donde empecé a organizar bien mi mente, y dejar atrás mi fama de niño travieso, de niño que no escuchaba. Porque claramente lo que padecía era un problema de hiperactividad. Fue clave en mi vida la directora de ese colegio, Doña Lolina. Una señora de estatura alta, labios muy pintados, gritaba muchísimo. Ella vio en mí cómo redimirme. Me dijo: “Luis, tú te sientas en clase en la primera fila”. Para mí eso era totalmente nuevo. Yo siempre había estado en la última fila, me ponían ahí porque hacía ruido. Y me indicó: “Cuando sientas que te entran los nervios, pídele al profesor, con mucho respeto, permiso para salir a desfogar un poquito, y luego vuelves a clase”. Muchos años después, en uno de mis viajes a Sevilla desde Nueva York, la busqué porque quería agradecerle lo importante que había sido para mi desarrollo como persona. La vi brevemente. Y ella no se acordaba de aquellas vicisitudes, pareció no darle importancia, cuando para mí fue un cambio fundamental.
Seguro que usted lo ha vivido como médico al revés, y muchos de sus miles y miles de pacientes le profesan gratitud perenne sin que usted los recuerde porque lo hizo guiado por su profesionalidad y por su vocación.
Tiene razón. A lo largo de mi vida ha habido diez o doce personas que han sido tan influyentes como mentores como Doña Lolina. Son mis 'lolinas'. Vieron en mí algo que valía la pena. A veces les llamo ángeles de carne y hueso, no son fruto de la imaginación. Al revés, en mi profesión médica como psiquiatra, es gratificante aportar tus conocimientos para mejorar la situación de otra persona. Cuando veía cada día a seis o diez pacientes, me sentía bien. Pero ni siquiera entonces puedes llegar a imaginar que en algún caso para una de esas personas vas a impactar en positivo de modo fundamental.
¿Sintió simultáneamente la necesidad de salir del hogar familiar y de la España franquista?
Sí. Mis padres pensaban que yo no iba a ser capaz de hacer una carrera. Tenían la idea de que podría prosperar si aprendía idiomas. Con 15 y 16 años, me enviaron los dos veranos a casa de una señora en Soustons, al lado de Dax (Francia), para que aprendiera francés. Ahí me desapareció mi continua gastritis, me di cuenta de que la comida me sentaba bien porque convivía en un ambiente tranquilo, sin tensión. En cambio, en Sevilla, yo temía la hora del almuerzo. Se empezaba a las dos en punto. Mi padre ponía la radio para escuchar 'el parte', el único informativo radiofónico de entonces, en Radio Nacional de España. Él era muy conservador, había simpatizado en la guerra civil con la causa franquista. Y mi hermano Alejandro era todo lo contrario: contestatario, crítico con el franquismo. Y mientras se almorzaba y se escuchaba la radio, Alejandro además tomaba notas, y después le rebatía con datos y argumentos a mi padre la veracidad do que se había dicho en 'el parte'. Era una tensión constante que me afectaba.
¿Empatizaba con las aspiraciones políticas de su hermano?
Para mí era atractivo por su rebeldía en la familia y en la política. En 1965 fundó Compromiso Político por Andalucía, y en 1966 se presentó a concejal en el Ayuntamiento de Sevilla, no como partido porque eso era ilegal. Yo le acompañaba y me hacía ilusión poner por las calles carteles para su candidatura como concejal.
¿Cómo pudo lograr en aquella época emprender la aventura de intentar trabajar como médico en Nueva York?
Cuando terminé la carrera, completé en 1968 el periodo de servicio militar. Y dio la casualidad de que me enteré que un médico del Foreign Medical Graduate iba a estar en la Facultad de Medicina en Sevilla para explicar la convocatoria de captación de médicos para trabajar en Estados Unidos y hacer la especialidad médica. Era una campaña que estaban realizando por varios países europeos. Fui a Madrid para hacer el examen, y aunque mi nivel de inglés era casi inexistente, me facilitaron ser también elegido y tramitar mi contrato para ir a un hospital de Long Island, en Nueva York.
¿Estaba preparado para resolver las necesidades sanitarias que demandaban?
No. Cuando llegué a Estados Unidos, tenía la barrera del lenguaje y también la barrera de haber sido formado en una Medicina teórica. Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero yo terminé en Sevilla la carrera sin haber puesto un punto. Y en Estados Unidos mi primer trabajo fue un internado, con rotación cuatro meses en Pediatría, cuatro meses en Urgencias... Y no sabía auscultar a un niño, o hacer un electrocardiograma. Y desde el principio te consideran médico residente, y tienen la expectativa de que sabes hacer las cosas. Fue un gran reto, no se me quitaba de la cabeza esta idea: “Si se dan cuenta de lo poco que sé, me van a mandar para España”. Lo pasé mal, pero lo superé haciendo preguntas. Aprendí que estaba bien visto preguntar para saber hacer algo. Que podía decir: “No lo sé”, o “No estoy familiarizado con esto”. Yo procedía de una Sevilla donde en la facultad había miedo a levantar la mano en clase, porque si lo que preguntabas era una chorrada, te jugabas la autoestima de un mes. En Nueva York fue muy diferente. Y decidí apuntarme a más y más guardias, para aprender más y más. Así salí adelante.
¿La falta de médicos fue una ventaja?
Sí, porque pude hacer la especialidad de Psiquiatría en el Bellevue, el primer hospital público que se creó en Estados Unidos. Hoy en día es muy difícil conseguir plaza. Cuando en 1969 fui a mi cita para que me entrevistaran, de los tres médicos que preguntaban a los candidatos, en mi caso dos se dedicaron casi todo el tiempo a preguntarme por España, dado que habían tenido vinculación con las Brigadas Internacionales que acudieron a luchar en nuestra guerra civil para apoyar al Gobierno republicano. Querían saber cómo estaba España. También me ayudó hablar español, porque ya entonces había muchos latinoamericanos en Nueva York, sobre todo de Centroamérica, además de la población procedente de Puerto Rico. Y se consideraba positivo tener más capacidad de relación con los enfermos.
¿Cuál fue la experiencia que empezó a granjearle prestigio entre la profesión médica?
La primera investigación en la que participé. Cuando en 1972 terminé mi periodo de tres años como residente en el Bellevue, hablé con uno de mis instructores, Murray Alpert, profesor de Psicología, y le comenté que cuando hablaba en inglés con los pacientes de psiquiatría, apenas contaban algo, muchos no salían del 'Sí' o 'No'. Pero cuando les hablaba en español, sí explicaban muchos detalles sobre su situación. Y decidió que investigáramos. En una habitación de la unidad de agudos logró que se instalara un equipo de video, que en aquella época era algo muy inusual. Se eligió a 10 pacientes hispanos que hablaban poco inglés, y a otros 10 que se comunicaban bien en inglés y muy poco en español. Se les hizo el mismo tipo de preguntas para poder descubrir sus patologías y diagnosticarles, y se seleccionó a dos psiquiatras que no sabían el origen del estudio para que, sin ese condicionante, les evaluaran viendo y escuchando las grabaciones. Se demostró que los médicos atribuían mayor número de patologías a quienes hablaban en su segunda lengua. Les consideraban más enfermos, con más ansiedad, menos cooperativos, con estado de ánimo más agitado. Se publicó este estudio en 1973 en la revista más prestigiosa de la especialidad, el 'American Journal of Psychiatry', yo aparecía como coautor tras Murray Alpert, y ese estudio tuvo repercusión para que en la ciudad de Nueva York empezaran a incorporar intérpretes a los hospitales. Años después, eso se legisló para que en las urgencias hubiera acceso a un sistema de traducción. Hoy es muy sofisticado, por teléfono se accede a intérprete en cualquier lengua.
Imagino que ni se le pasaba por la cabeza que las autoridades neoyorquinas iban muchos años después a confiarle la responsabilidad de dirigir el sistema público de servicios de salud mental.
Ni en sueños. Nueva York es la ciudad ideal para integrar a quien emigra. El último censo señala que casi la mitad de los neoyorquinos ha nacido en otro país. Ya me extrañó que en 1975 me eligieran para dirigir una unidad de investigación en el Bellevue, con 30 camas, coordinada desde la universidad. Cuando le pregunté al catedrático de Psiquiatría por qué me habían elegido a mí, me respondió: “Eres una buena persona, te llevas bien con la gente y trabajas mucho”.
¿También le dijeron eso los alcaldes?
Todo empezó por casualidad. La universidad me había encomendado ser el jefe del departamento de Psiquiatría en el Gouverneur Hospital, que está en el sur de Manhattan. Y un día, en 1981, fue de visita el alcalde Ed Koch. Le recibimos todos los jefes de departamentos, y cuando le presentan a mí, me pidió, más con gestos que con palabras, que le explicara qué era el electroshock. Él no tenía ni idea. Se lo estuve explicando, le entró curiosidad por el tema, se interesó por mi origen de España. A los dos meses, me llamó una persona de su gabinete para decirme que se había quedado vacante la posición de director de psiquiatría, y el alcalde quería saber si me interesaba. Así empecé, acepté porque me gusta crear proyectos. Años después, cuando fue elegido alcalde David Dinkins, el primero de raza negra que lo consiguió, en 1992 me llamó uno de sus tenientes de alcalde, César Perales, oriundo de Colombia, y me dijo que no tenían 'commissioner', director, para el área de salud mental, y me lo ofrecían.
¿Cuántas personas coordinaba a la vez?
En el departamento había 500 empleados. Porque abarcaba salud mental, discapacidad mental, alcoholismo y otras drogas. Psiquiatría era solo una parte, y como director de los psiquiatras coordinaba a profesionales en 11 hospitales. En total, mi área incluía a unas 3.000 personas.
Le habían elegido alcaldes del Partido Demócrata y le ratificó Rudy Giuliani, del Partido Republicano.
Una persona que junto a Trump ha cambiado muchísimo, a la vista está... Yo pensaba que a mí no me ratificaría en ese puesto de dirección. Pero no se entrometió. Con el tiempo, descubrí que no entendía el ámbito de la salud mental. Y estuve durante todo su mandato en puestos de alta responsabilidad, incluso decidió promoverme a presidente del sistema de salud público. Giuliani fue positivo para Nueva York porque frenó el auge de la delincuencia, la ciudad estaba en decadencia económica.
¿Cuál fue su principal logro en ese periodo, le entendiera o no el alcalde?
Me impliqué mucho en que se elaborara y aprobara legislación para que los jueces pudieran obligar a medicarse a las personas con enfermedades graves y crónicas que dejaban de tomar la medicación psiquiátrica, e incurren en la dinámica de ir al hospital a causa de no medicarse, son recuperados, y cuando vuelven a su domicilio incurren de nuevo en lo mismo y recaen. Se estableció legalmente que si se podía probar que una persona tenía que ser hospitalizada tres veces en un año por no medicarse, el juez podía imponerle que, cuando le dieran el alta, tenía que medicarse de modo obligatorio. Es un método estricto pero muy práctico. Cuando iba a entrar en vigor y hablé con el alcalde Giuliani para que se presentara públicamente en rueda de prensa, él no lo entendía. Y en el último momento, me dijo: “Tú lo explicas, yo no”. Porque para él darles metadona era motivo de cárcel. Cuando en realidad era mejor que tomaran metadona y así no se veían abocados a delinquir para drogarse con heroína.
A usted y a él les tocó afrontar en 2001 las consecuencias de los atentados en las Torres Gemelas.
Fue enorme el impacto a todos los niveles. Para la población era impensable vivir algo así en Nueva York. Psicológicamente causó una honda sensación de vulnerabilidad. De despertar a un nuevo día y no saber si hay futuro. En términos de salud, fue un trauma colectivo. Experimentar una sensación aguda de terror y no saber cómo explicar la tragedia. Sentir pánico a que cualquier día te suceda lo mismo: ser víctima de un atentado en el que no se ha usado ni una pistola y mata a tres mil personas.
¿Qué decidieron poner en marcha de modo especial?
Organizamos grupos de autoayuda, de 10 a 15 personas, con una dirigiéndolo, para reunirse al menos tres veces por semana en sesiones de hora y media. Para que cada cual hablara de su experiencia. Fueron muy útiles. La gente fue mucho más abierta de lo que yo imaginaba, para contar dónde estaba, qué le sucedió, qué le pasó a sus familiares, cuáles son sus sentimientos. Si alguien necesitaba algo de medicación, se le daba un ansiolítico para ayudarla a dormir. Fue una intervención psicológica de carácter masivo que recomiendo cuando hay una crisis de gran impacto. Organizar grupos y que la gente se explique, se escuche, se desahogue, comparta. Ayudaron mucho. Y el paso del tiempo contribuye a consolidar la capacidad de explicarte lo sucedido.
Seguro que, en la vorágine de la emergencia sanitaria en Nueva York por la pandemia covid, ha establecido comparaciones con el impacto que tuvo en la ciudad el atentado de las Torres Gemelas en 2001.
El 11-S fue sobre todo un gran trauma psicológico. La pandemia es un trauma social, económico, psicológico y físico. Que va a durar unos dos años. En Medicina diferenciamos una infección aguda de una infección crónica. Así cabe definir a estas dos crisis. El impacto de la pandemia ha sido terrible. Millones de personas han perdido su trabajo y se han arruinado. Es enorme el número de establecimientos de comercio y ocio que han cerrado. Internet ha sido la salvación para muchas personas, porque ha permitido mantener la comunicación y evitar el distanciamiento social cuando era inevitable el distanciamiento físico.
¿Qué funciones ejercía cuando hace 18 meses irrumpió la pandemia?
Compaginaba mi labor como profesor de Psiquiatría en New York University, es la universidad que lleva la formación académica para algunos hospitales públicos, con mi función como CEO al frente de los médicos del Physician Affiliate Group of New York (Pagny), uno de los grupos más grandes en Estados Unidos de profesionales de la medicina, de múltiples disciplinas, para ayudar a afrontar la atención a los pacientes más vulnerables. Somos 4.000, de las que 2.000 son médicos y otros 2.000 son sanitarios, vinculados a siete hospitales públicos de Nueva York y al hospital de la cárcel.
Cuando hace un año estaba colapsado el sistema sanitario de Nueva York por la enorme cantidad de personas infectadas por el coronavirus, ¿llegó a temer por su vida?
No temí por mi vida porque, por mi cargo de director ejecutivo, no tenía que ir a urgencias a ver pacientes. Trabajaba sobre todo desde casa, y tengo la suerte de disfrutar de una situación social donde no era imprescindible estar en contacto con mucha gente. Sí temía por la gran cantidad de profesionales de la salud que estaban dentro de mi grupo, que día y noche estaban en los hospitales afrontando no solo el riesgo del contagio sino también el impacto emocional de ver a mucha gente morir sola. Eso fue devastador, requiere una enorme capacidad de aguante.
¿Qué otro tipo de problemas de salud ha acentuado de modo indirecto?
Más casos de excesivo consumo de alcohol y otras drogas, más problemas de mala alimentación, más depresión, más suicidios, más violencia. Pero hay que destacar cómo la gran mayoría de la población está superando bien esta larga prueba a nuestra salud física, mental y social. Y descubren cualidades en su personalidad. Sentirse mejor cuando ayudas a los vecinos. Ser más felices cuando ven lo bien que se está haciendo voluntariado. Crecer al demostrarse que tenían más capacidad para luchar contra un gran problema. Y todo eso también va a dejar una huella.
En Estados Unidos, aún hoy, tras morir por covid 600.000 de sus habitantes y tras comprobarse cómo las vacunas, norteamericanas la mayoría, evitan enfermar, pues el 30% de la población no quiere vacunarse. ¿Por qué la ignorancia se convierte en un factor identitario para sectores sociales muy extendidos?
Se explica porque es un país donde en general se acepta que cualquier persona puede tener opiniones y creencias por muy peregrinas que sean. En las relaciones sociales se acepta culturalmente la libertad de pensar del prójimo aunque sean ideas y opiniones enormemente absurdas. Y en la interacción social no se sienten cohibidos o humillados por ello. No me refiero solo a las religiones, hay muchas. La pandemia es una situación propicia para esa paradoja anacrónica, porque el virus es un enemigo invisible, y muchos dicen que no existe. Y no se hace caso a los hechos, a la mortandad, por lo que se prestan a convencimientos de otro tipo. Y ha faltado liderazgo social para haber convencido desde el principio a toda la población sobre la necesidad de tener y usar mascarillas. Se ha acentuado la desconfianza hacia los líderes políticos, religiosos, sanitarios... No olvidemos que aún millones de norteamericanos piensan que Donald Trump ganó las elecciones de 2020, aunque sabemos que eso no es cierto.
Muchas personas en España le conocen y le admiran por su vertiente intelectual a través de libros, artículos, conferencias. ¿Está escribiendo durante la pandemia para compartir sus reflexiones sobre la condición humana en estas circunstancias que a todos nos obligan a resituar la escala de valores y cómo afrontar la vida en solitario y en común?
Sí, los temas que más he tratado durante el último año son la resistencia, la flexibilidad y la adaptación a un trauma. Cómo tener miedo a la pérdida de un ser querido y cómo asumir esa pérdida. Y también la pérdida general de sentido y perspectiva de futuro, la sensación de vulnerabilidad, pero también la resiliencia, la capacidad que tenemos los seres humanos de superar y aguantar. Todavía no se ha superado, pero llegará el día en que miremos hacia atrás y será un recuerdo. Indudablemente, tenemos pérdidas. Pero son muchas personas las que descubren en sí mismas capacidades que no conocían. Es un tema que me interesa. Científicamente cada vez se sabe más sobre la capacidad del ser humano, niños incluidos, para superar tragedias.
Abunde en ello.
En los numerosos estudios que se han hecho a supervivientes de accidentes de avión, o de tren, o sobrevivir en fuertes terremotos u otras catástrofes, está demostrado que tienen muchas más posibilidades de salir indemnes quienes activan sus funciones ejecutivas para ayudar a los demás. Es activar su capacidad de buscar información clara, de programarse y de tomar la decisión de hacer algo en concreto. Ayudar a otros no solo cumple la función ideal de la bondad, sino que ayuda a resistir situaciones de pánico. Por ejemplo, cuando en la pandemia estábamos bajo un periodo de estricto confinamiento durante varios meses, hubo personas que pensaron y se plantearon: “yo puedo hacer algo por salir bien de esta situación” y tomaron el control de la situación para organizar su vida en la pandemia. Mientras que otras personas asumen una actitud de pasividad y consideran que es cuestión de suerte salir adelante o no.
¿Qué aconseja para aplicar esos conocimientos de modo general?
Lo primero es dar una información clara y fiable. Y en el arranque de esta pandemia hubo mucha confusión. Y otro consejo, para afrontar una situación de dificultad desde el punto de vista psicológico y emocional, es marcarte un plan: qué puedes hacer tú para protegerte a ti y a los tuyos. Para plantearlo, ayúdate recordando situaciones pasadas que pudiste superar. Utiliza esas experiencias para aplicarlas a lo nuevo. Y tienes muchas más posibilidades de controlar el pánico si tratas de ayudar a otras personas. La gratitud que emana de esas relaciones da fuerza.
A sus 77 años, ¿qué actividad ejerce ahora?
Hasta el pasado 31 de marzo he tenido siempre un trabajo a tiempo completo. Ahora sigo siendo profesor de Psiquiatría en New York University y continúo vinculado como consultor del Physician Affiliate Group of New York (Pagny), ya sin ejercer funciones ejecutivas. Además, ayudo a algunas entidades de salud pública sin ánimo de lucro.
¿Cómo enjuicia a la España actual?
Como se la ve desde Estados Unidos, donde se considera que España es un gran país. Y tienen razón. Voy a lo esencial. Es el tercer país del mundo con mejor esperanza de vida. Y es un país democrático, que fue capaz de dejar atrás una dictadura.
Se ha cronificado en España como mal endémico que el porcentaje de jóvenes en paro, o con estatus laboral de gran precariedad, es muy superior al de casi todos los países de la Unión Europea. Es probable que, por vez primera, la mayoría de los jóvenes de una generación vaya a vivir peor que sus padres. ¿Qué consecuencias puede tener esa perspectiva?
Cuando los hijos tienen veintitantos años y están en peores condiciones que los padres, es un problema muy serio que debe atajarse cuanto antes. Necesitan motivos para ilusionarse y crecer como personas. Porque trabajo hay. Por ejemplo, me llama la atención en la sanidad pública española que hay muy poca cantidad de psicólogos, cuando tiene un papel fundamental en la salud pública. Quien diga: '¿de dónde sacamos el dinero para pagar esos salarios?', ha de tener como respuesta: 'la labor de la psicología tiene un enorme impacto beneficioso en el funcionamiento de la sociedad'. También se percibe que hay menos profesionales contratados respecto a los que son necesarios en la función de trabajadores sociales, que ayudan a resolver muchos aspectos socioeconómicos de los pacientes. Y también reivindico que en España se reconozca a la psiquiatría infantil como especialidad dentro del sistema sanitario. A mí me extraña esa carencia, se lo dije hace años en Nueva York a una ministra. Por lo tanto, si empezamos a sumar puestos de trabajo que son necesarios en el sistema de salud, ya estaría la sociedad española invirtiendo en la creación de miles de empleos más en los que jóvenes tendrían trabajo y se sentirían fortalecidos haciendo una labor importante para la sociedad.