Olvidos en la Feria

Una cosa es hacer limpieza para que la fiesta conserve su esencia y otra muy distinta es convertirla en un parque temático. Cuidado con lo que olvidamos

13 may 2017 / 23:18 h - Actualizado: 13 may 2017 / 23:20 h.
"Feria de Abril","Feria de Abril 2017"
  • Una pareja se dirige hacia la Feria de Abril a lomos de un caballo, junto a uno de los aparcamientos habilitados para esta fiesta. / Paco Cazalla
    Una pareja se dirige hacia la Feria de Abril a lomos de un caballo, junto a uno de los aparcamientos habilitados para esta fiesta. / Paco Cazalla
  • Una joven flamenca se hace un selfie con la portada. / Manuel Gómez
    Una joven flamenca se hace un selfie con la portada. / Manuel Gómez

Cada año, al desmontar las casetas, han quedado allí, olvidadas, decenas de mantoncillos, gorras y sombreros, un par de palillos, unas gafas... Son los olvidos materiales de cada año. Pero también hay otros, los que produce la falta de reflexión. Y la Feria (también la Semana Santa) ha llegado a un punto en el que la necesita con urgencia.

La Feria, a pesar de lo que digan muchas coplas de sevillanas, no fue siempre la misma; ha llegado hasta aquí tras muchos cambios. Comenzó como mercado de ganado y maquinaria y, poco a poco, se convirtió en una manifestación identitaria a través de la cual (junto con la Semana Santa y el Rocío) Sevilla se distinguía de todas las demás ciudades singularizando su primavera.

Eso sucedía hace un siglo. Hasta entonces, en el recinto del Prado de San Sebastián, la mayoría de las casetas pertenecían a familias encumbradas y sus empresas (las que celebraban las soireés criticadas por Bécquer) pero, a partir del anuncio de la Exposición Iberoamericana, aparecieron otras de entidades públicas o privadas, de algunos colectivos como el de los artistas o la incalificable Er 77, del Marqués de las Cabriolas, y un pequeño número al que podía dársele el calificativo de familiar. López Macías Galerín nos dejó pinceladas de aquellas pertenecientes a una escasa clase media que las ponía para mostrar a sus niñas a los posibles novios en la parte noble a la vez que impedía entrar en la trastienda a fin de que nadie viera la escasez de vituallas.

Pero, además, en la Feria habían entrado también los feriantes, sevillanos y sevillanas de a pie (ellas con traje de gitana y ellos con terno y la camisa blanca abrochada hasta el cuello) que, llevando la comida desde casa, alegraban las casetas montadas por las empresas en las que trabajaban, se paseaban por las calles del Real o las plazas y jardines adyacentes en grupos de cante y baile. Ellos, los feriantes, añadieron una nueva afición a las que ya existían en Sevilla.

El traslado de la Feria a Los Remedios amplió el número de casetas y el espacio de la mayoría pero el diseño elitista no cambió sustancialmente hasta la remodelación propiciada por el primer ayuntamiento democrático y llevada a cabo por Ortiz Nuevo, su delegado de Cultura, que reordenó el espacio, puso nombre de toreros sevillanos a las calles, volvió a meter en el real a las buñoleras, creó las casetas de los distritos municipales; cada partido, cada sindicato, cada hermandad y muchas asociaciones variopintas pudieron tener la suya, impusieron normas estrictas en la parte noble de todas y abrieron la posibilidad de que mucha gente pudiera acceder, por primera vez, a tener una. A partir de ahí el real ya no fue sólo de los señoritos.

Este diseño, que fue seguido en la siguiente legislatura municipal por el nuevo delegado, Manuel Fernández Floranes, convirtió en caseteros a un gran número de feriantes sin caseta; eso extinguió los corros callejeros pero hizo nacer la caseta particular (casi siempre de un módulo) con liturgias y estilos propios y con unos integrantes que no son visitantes del real sino protagonistas de un Gran Teatro Social que, de algún modo, se trasladan a él durante los días que dura la fiesta para representarlo.

La consolidación del modelo resultó todo lo contrario que fácil, ya porque esos grupos de amigos o colegas no eran estables, ya porque, frecuentemente, el grupo perdía la concesión pero la parte más activa de ellos buscaba la forma de integrarse en otros colectivos y hoy estas casetas alcanzan un porcentaje importante en las calles del real. Constituidas la mayoría de ellas en asociaciones, sus miembros –que no buscan compartir ideología sino filosofía– costean su participación en la Feria con una cuota y mantienen a lo largo del año actividades y reuniones donde se tratan minuciosamente todos los pormenores de esos días de vida en común: exorno, mobiliario, contratación del servicio de bar, reglas de convivencia... porque no sólo en la Caseta Municipal o en las de grandes corporaciones hay recepciones; también ahí se reciben a amigos, conocidos, compañeros... pero de una forma mucho más divertida y, por supuesto, no como las de aquella sufrida clase media de Galerín. Sus componentes no son visitantes sino habitantes de la Feria y ello hace de esas casetas una genuina representación de la personalidad de la ciudad y el claro objeto de deseo de cuantos vienen a Sevilla en esas fechas o de quienes, sin ser foráneos, pisan el albero ocasionalmente: los visitantes a los que, en las últimas ediciones, se ha concedido tanta importancia.

Las arcas municipales, evidentemente, gastan mucho en la urbanización del enclave, la portada, el alumbrado, etc., aunque, por otra parte, cobran un canon a todos y cada uno de los adjudicatarios de las casetas. Una cifra de siete dígitos de euros ingresa el municipio de sus adjudicatarios. Si este canon por el uso de un espacio fuera de la misma índole que el que recibe, por ejemplo, el Ayuntamiento de Cádiz por las casetas de la playa de la Victoria, estaríamos hablando del arriendo de un simple servicio. Aquella playa tiene la misma entidad con o sin esos habitáculos.

Pero eso no es lo que sucede en el territorio festivo de Los Remedios. Aquí también hay que poner en las columnas del debe y el haber otras cantidades y factores empezando por los de la habitabilidad, el exorno y el mantenimiento de cada espacio, que corren a cuenta de sus usuarios; siguiendo por la actividad lúdica en sí misma de cada uno de ellos y terminando con la aportación de decenas o centenares de miles de mujeres, vestidas impecable e irrepetiblemente con trajes de gitana personalizados, o con flores en la cabeza, mantones y mantoncillos, los cientos de caballos y carruajes del paseo... (¿cuantos dígitos habría que ponerle a ese valor añadido?) que es lo que hace que la conjunción de la inversión municipal y de la privada multiplique los ingresos hasta alcanzar la cifra de más de ochocientos millones de euros de ingresos que aparece en los periódicos.

La Feria no es un Eurodisney montado por un productor privado que invierte en ese complejo para multiplicar su inversión. Las entidades hoteleras nada aportan al coste de la portada, del albero, del alumbrado, de los farolillos... a todo el armazón de esa Ciudad de una Semana. Quienes crean en ella los puestos de trabajo son los caseteros y unos servicios municipales enormemente reforzados. Quienes aportan el valor añadido a la inversión son los sevillanos y también son ellos los que, principalmente, redistribuyen el dinero gastado en ella.

Al alcanzar hace más de un siglo altas cotas estéticas y convertirse en un polo de atracción para gentes nacionales y extranjeras, la Feria adquirió la faceta de un negocio bien distinto del que sus promotores habían imaginado pero no inusual en una Andalucía que, desde el siglo XVIII, ya había descubierto que la fiesta surgida de los rasgos de identidad –los toros, el flamenco, la Semana Santa, las romerías...– podía convertirse en lo que hoy se llama industria cultural.

La cultura ha sido siempre un componente fundamental en el viaje de placer, una actividad que comienza también en el setecientos y que ahora, tras el boom y el crack inmobiliario, se ha convertido en un hecho masivo y global, capaz de inflar otra burbuja que, como todas, estaría condenada a estallar.

La Feria corre el peligro de entrar en ese proceso. Se encuentra en una coyuntura delicada porque es uno de los mayores espectáculos del mundo, porque, en las propuestas para su reforma (sin duda necesaria), ha aparecido en demasía la palabra turismo y porque, en mitad del tablero, se han colocado las empresas hoteleras con el consabido argumento de la creación de puestos de trabajo, dando por sentado que la fiesta de abril es algo así como el monumento o la playa que una ciudad tiene por azares de la naturaleza o la historia y a los que hay que sacar partido, olvidando que emerge cada año gracias a que el municipio y la iniciativa ciudadana ponen manos a la obra de levantar esta ciudad para habitarla amablemente, fuera de la cotidianidad, algo de lo que ya trató, en la Grecia antigua Herodoto, y aquí mismo Rodrigo Caro.

La Feria es una joya de plata pulida por el tiempo y el cariño de una sociedad vieja y sabia; el turismo, una coyuntura. Es probable que, de nuevo, necesite una limpieza pero no un crisol en el que se funda. La limpieza ha de servir para que conserve su esencia y no para convertirla en un parque temático. En primer lugar porque algo así merece ser conservado para el mundo y, en segundo, porque quien olvida sus propias cosas queda condenado a ponerse las de los demás.