Profesiones del pasado, fatiguitas del presente

Supervivientes. Carbonero, cestero o campanero son algunos de los oficios en peligro de extinción que mantienen una tradición familiar más por vocación que por rentabilidad

05 oct 2016 / 00:00 h - Actualizado: 05 oct 2016 / 08:00 h.
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  • José Luis Aguilar, en su carbonería del número 2 de la calle Parras, la última que queda abierta en la capital hispalense. / Manuel Gómez
    José Luis Aguilar, en su carbonería del número 2 de la calle Parras, la última que queda abierta en la capital hispalense. / Manuel Gómez
  • La cestería de Cardenal Spínola es una de las pocas que quedan en funcionamiento. / Manuel Gómez
    La cestería de Cardenal Spínola es una de las pocas que quedan en funcionamiento. / Manuel Gómez
  • Uno de los trabajadores de la churrería de la Macarena. / Manuel Gómez
    Uno de los trabajadores de la churrería de la Macarena. / Manuel Gómez

Desde hace casi 90 años los Alfonso preparan calentitos en una esquinita frente al arco de la Macarena. El pequeño quiosco verde esperanza, cómo no, es lugar de peregrinación, pagana por supuesto, para los devotos de los churros de rueda o de papa. «Son los mejores de Sevilla», explica una de las mujeres que pacientemente guarda la habitual cola que forma parte del paisaje de la zona.

En el interior Bruno Alfonso, la cuarta generación que mantiene en activo el puesto de calentitos, y uno de los tres trabajadores que está a su cargo se afana por responder a la fiel clientela. «Después de tanta crisis y con las modas de estar en forma se nota que la gente viene menos, esto no deja de ser un capricho y es de lo primero que nos quitamos», admite Alfonso, quien debido al descenso en las ventas este año no contratará a una persona para que atienda el puesto por las tardes sino que entre los que tiene fijos se turnarán para atenderlo. Bruno tiene la certeza de que se podrá jubilar en el negocio que lleva manteniendo a su familia desde 1927 pero para sus dos hijos, de 16 y 13 años, quiere un futuro mejor. «Esto es muy sacrificado. Aunque a las 12 normalmente hemos acabado, empezamos muy temprano. Abrimos todos los días desde las 6.30 de la mañana y los fines de semana desde las 2 para quienes vuelven de fiesta. Cuando los demás están disfrutando nosotros estamos trabajando», apunta. Eso sí, espera que al menos aprendan el oficio, «el saber no ocupa lugar». «Yo empecé como todos los aprendices, limpiando. Era malo estudiando y no quería ir al colegio y mi padre me trajo aquí y desde entonces...», recuerda. Aunque a Alfonso no le gustaría ver cómo desaparece el negocio que levantó su bisabuelo, reconoce que ahora «somos bastante más cómodos» aunque confía en que al menos la familia continúe llevando las «riendas» del quiosco donde ponen «los mejores churros de Sevilla». «Yo les agradezco a todos los que me dicen eso, pero la verdad es que de la fama no se come. Nosotros estaremos aquí hasta que los sevillanos, nuestros clientes, quieran», sentencia.

Esta es precisamente la misma clave de la que depende el mantenimiento de otro de los negocios centenarios de la ciudad: la cestería de los hermanos García en la calle Cardenal Spínola. Allí, en un local estrecho y repleto de sillas de enea y mecedoras, Antonio y Francisco se mueven entre rollos de rejillas, barnices, lijas, muebles arreglados mientras de fondo suenan las noticias en una radio bien grande con la antena a todo lo que da. «Llevamos ya 50 años aquí, el negocio lo empezó mi abuelo, luego fue mi padre y nosotros lo seguimos», dice Antonio quien, como en el caso de la calentería de la Macarena, tampoco cree que las próximas generaciones sigan con el negocio. «Tenemos niños pero ellos quieren ser famosos, futbolistas y cosas de esas en las que se gana dinero sin hacer mucho», bromea. Ellos son la tercera generación que mantiene y repara todo tipo de sillas de rejilla y de enea. «Nosotros no hacemos muebles, los reparamos, aunque con los años hemos tenido que reinventarnos y ampliar las posibilidades de negocio, así que también tapizamos. No nos queda otra». Otra prueba de la renovación de este pequeño negocio artesanal es que incluso los presupuestos los hacen vía Whatsapp. «Ahora todo el mundo usa eso y con un par de fotos bien hechas podemos valorar y así nos ahorramos tiempo», reconoce. «El negocio igual da para que nos jubilemos nosotros pero no le veo mucha más vida», comenta y asegura que aunque tienen una clientela fiel desde hace años, ahora se gana menos que una década atrás haciendo lo mismo. «Se trabaja menos lo artesanal porque también es más caro, ahora sobre todo colocamos rejillas prefabricadas», admite. En el taller no hay aprendices de ningún tipo, «la Junta intentó hace unos años que diéramos talleres pero no había una voluntad real porque el presupuesto era irrisorio. Nadie apuesta en serio por el mantenimiento de estos negocios», lamenta.

Y es que son muchas las profesiones que se han ido perdiendo con los años o que son pocos los que aún mantienen con vida oficios como el del afilador, zapatero, sereno (aunque el actual alcalde ha llegado a plantearse retomar estas labores sin que se haya hecho algo concreto aún), lecheros, acomodadores de cine, alfareros, campaneros, porteros de los bloques de pisos o agentes de viajes que han tenido que reinventarse, pues el modelo de negocio tradicional ha quedado obsoleto debido a la importante competencia que les supone la tendencia actual de buscar cada uno las vacaciones o escapadas en internet.

Entre las razones más comunes que arguyen quienes mantienen con vida algunas de estas profesiones para explicar su más que posible desaparición en un medio y corto plazo está el «sacrificio» que supone su desempeño y el poco beneficio que reportan. Es el caso del último carbonero de Sevilla, José Luis Aguilar, quien asegura que la clave para él es «no tener muchos gastos. No tengo coche ni pago alquiler y el negocio es mío, si no no podría mantenerme».

Como en el resto de casos, sigue también con la tradición familiar, «eché los dientes en este taller. He nacido y crecido aquí». Hace más de un siglo que esta carbonería abrió sus puertas en el barrio de la Macarena. Años en los que ha sobrevivido, se ha reinventado y hasta se ha mudado desde su primitiva sede de la Cruz Verde hasta la actual en el número 2 de la calle Parras. La cuarta generación de los Aguilar puede ser la última. José Luis no tiene hijos pero sí sobrinos «a los que les gusta mucho venir, pero ya no sé si tanto como para querer seguir con esto», reconoce. «Es una cuestión vocacional, rico no te haces, habrá que ver qué deciden».

Mientras en Parras esperan qué les depara el futuro, en una de las esquinitas de la céntrica general Polavieja es raro no ver a José Díaz Montoya, quien tiene claro que nadie seguirá con su labor. Extremeño de 72 años, dedica su tiempo a limpiar zapatos. «Ahora está cortita la cosa, a ver si llega ya el invierno y se anima», dice este exalbañil que vive con uno de sus nueve hijos en un piso de los Pajaritos. «Esto me da para ir tirando pero la cosa está muy mala. Lo único bueno es que no hay competencia. Este trabajo no lo quiere nadie». José intenta quedarse con lo bueno del oficio, «me da lo justito pero al menos charlo con la gente y me entretengo».