Resurgir para hacer el bien

Tres sevillanos que han superado sus adicciones al juego o las drogas ayudan a otros a rehabilitarse

05 mar 2017 / 21:56 h - Actualizado: 05 mar 2017 / 21:53 h.
"Adicciones","Guerra a las adicciones"
  • Una de las terapias que se imparten en Asejer. / Manuel Gómez
    Una de las terapias que se imparten en Asejer. / Manuel Gómez
  • Jesús Manzano, en la sede de Asejer. / Manuel Gómez
    Jesús Manzano, en la sede de Asejer. / Manuel Gómez
  • Antonio Hiniesta, en su taller. / El Correo
    Antonio Hiniesta, en su taller. / El Correo

Liberarse de una adicción es un proceso largo y difícil no solo para quien lo emprende, sino para todo aquel que esté a su alrededor. Es más, por lo general, suele ser el entorno del afectado el que tiene que tirar de él para lograr salir del atolladero.

Pero, una vez que se ve la luz al final del túnel, la dura experiencia personal lleva a la persona rehabilitada a querer devolver el apoyo que ha recibido, y lo hace en forma de ayuda a aquellos que se deciden finalmente a dar el paso para dejar atrás, por ejemplo, las drogas o el juego.

Jesús, Antonio y Manuel son tres sevillanos ejemplares que, no sin un gran esfuerzo, han conseguido resurgir para hacer el bien.

«LOS JUGADORES TENEMOS QUE SALIR DEL ARMARIO, ADMITIR QUE TENEMOS UNA ENFERMEDAD»

Jesús Manzano. Administrativo. 41 años. Después de casi media vida de adicción a las tragaperras y alguna recaída, hoy es uno más del equipo de monitores de la asociación.

Ha tenido que resurgir en más de una ocasión de la sombra en la que se convirtió por culpa de su ludopatía, pero espera que esta sea la definitiva y afronta su rehabilitación con una valentía que no es capaz de demostrar todo el que sufre esta enfermedad. «Porque sí, los ludópatas somos enfermos para toda la vida, y tenemos que salir del armario para que la sociedad nos vea como tal», sentencia Jesús Manzano, que a sus 41 años reconoce haber sido jugador «desde siempre».

Principalmente, porque en su familia eso de ir al bingo o de jugar a las tragaperras, las que posteriormente fueron sus perdiciones, eran actividades cotidianas. Y, por eso, cuando terminó sus estudios básicos se puso a trabajar para poder «manejar dinero» para su «vicio». Todo iba bien hasta que se echó a la que aún hoy es su actual pareja, Salva, «que fue el que se dio cuenta de que tenía un problema que no quería ver». El primer año de relación fue «un infierno para él», cuenta Jesús, pues vivieron episodios de mentiras, gastos desproporcionados e incluso maltrato psicológico. Pero Salva le dio un ultimátum y su «desesperación por recuperarlo» le llevó a recalar en la Asociación Sevillana de Jugadores de Azar en Rehabilitación (Asejer) allá por el 2001.

Con apenas 25 años, aún no era consciente de lo que pasaba, así que realmente no estaba convencido de querer rehabilitarse, haciéndolo en exclusiva por demostrarle a su pareja que podía dejarlo. La primera rehabilitación duró casi tres años, hasta que en 2006 tuvo «una recaída brutal». Era la época de bonanza y te daban créditos para todo. «Entre eso y mi buena nómina, pedí y pedí», revela. También volvió a mentir, y de nuevo su pareja le pilló las mentiras, instándole a que volviera a Asejer. «Ponía excusas para no volver, me daba vergüenza aceptar que había fallado», explica. Mientras tanto, intentó paliar por sí mismo su adicción, limitándose a comprar algún cupón o algún décimo de Lotería de Navidad.

No obstante, aunque el juego se había reducido, «el destrozo personal y laboral que arrastraba me pesaban demasiado, porque llegué hasta a robar en mi anterior empresa, de la que me despidieron», cuenta Jesús. En 2012, llegó al límite y, con unas trampas inasumibles, decidió que quería quitarse de en medio, acabar con su vida. Sin embargo, «un ángel que siempre he tenido al lado me hizo abrir de verdad los ojos. Me dijo que era muy cobarde, que pensara en mis padres. Aquello fue un punto y aparte», afirma cuando describe la inestimable ayuda de Salva en todo su proceso de recuperación.

De hecho, tras este episodio, Jesús volvió a Asejer, esta vez realmente convencido de querer salir «y ser persona, simplemente dejando de jugar». Y admite que no es fácil pero sí satisfactorio, a pesar de que la losa económica continúa en sus vidas: «Ten en cuenta que las deudas llegaron a ser tres veces más que lo que ingresábamos en casa», se sincera al tiempo que agradece los apoyos que en estos años ha recibido de su gente.

Un apoyo que ahora intenta devolver en la asociación, en la que colabora activamente como monitor, «ayudando, por ejemplo, a mujeres en situación de trata, es algo que me llena». Aprovecha de esta manera su posición actual, desde un lado al que espera no volver, para hacer un llamamiento a quienes sufren esta adicción, para que «no lleven su enfermedad como un tabú, pues si los propios jugadores no nos abrimos, cómo vamos a conseguir que la gente que nos rodea nos entienda. Hay que conseguir darle la naturalidad que tienen otras adicciones», puntualiza, y se refiere directamente a la drogadicción la cual, a su juicio, «está socialmente más aceptada que el juego» y por eso ellos tienen «menos tipo de apoyo, y eso tiene que acabar». Porque solo dando a conocer su problemática habrá más medios para poder combatirla.

«NADIE TE PUEDE AYUDAR SI NO ESTÁS REALMENTE CONVENCIDO DE QUERER SALIR»

Antonio Hiniesta. Operario. 44 años. Superó 15 años de politoxicomanía y, tras más de una década limpio, ha recuperado a su familia y ayuda a jóvenes en la reinserción.

Antonio Hiniesta rezuma felicidad. Con 44 años, trabaja de operario en Procavi y pasa sus ratos libres en un improvisado taller de su casa de Carmona realizando grabados en cuero. Bueno, ahí y, sobre todo, disfrutando de su familia: tres hijos, dos nietas y una mujer, Bárbara, que lo adora desde que se casaron cuando eran adolescentes. Nadie diría que, antes de llegar a ese estado de paz, Antonio había pasado media vida sumido en el infierno de las drogas. A diferencia de muchos, no lo oculta. «He sido politoxicómano». Directo y claro, consciente de que decirlo abiertamente es la mejor terapia para no reincidir. «Me arrepiento de los años perdidos, pero no me avergüenzo. El saber de dónde vengo y donde estoy ahora me sirve de parapeto. Son mis cimientos».

Antonio, a simple vista, no daba el perfil de joven que pudiera caer en las drogas. Casi como todos. Hijo de militar de alto rango y con una familia estructurada y sin graves problemas económicos. Pero su «inseguridad» en la adolescencia y el hecho de ir «a lugares no recomendables» le hizo caer poco a poco en la telaraña de las adicciones. «Primero empecé con el alcohol, luego el hachís, la marihuana... cada vez más fuerte», relata Antonio en el salón de su casa, mientras su hijo menor se prepara para tocar en la banda. Ellos también conocen la historia. Esos fueron los años más oscuros, consumió pastillas, heroína –en los 80 estaba en su apogeo– y «aunque tenía casa propia, tenía la sensación de estar viviendo en las Tres Mil». Hasta llegó a alejarse de su familia, empezó a delinquir,...

Fue el inicio de una travesía de 15 años, donde no faltaron intentos de dejarlo. En ese periplo, calcula que estuvo, a lo mucho y juntando todos las tentativas, dos años de abstinencia, entre el apoyo de su familia –que iba creciendo en número–, centros de rehabilitación, un año en Proyecto Hombre, tres entradas en FADA (Fundación Andaluza para la Atención a las Drogodependencias) y hasta cuatro ingresos en las Unidades de Desintoxicación Hospitalaria. Nada le pudo ayudar. Antonio tiene claro ahora la razón: no iba de verdad. «No hay quién te pueda ayudar, ni centros de desintoxicación ni psicólogos ni la propia familia, si no se está convencido interiormente de que se quiere dejar esto».

El detonante llegó en 2004. Un incidente en las Tres Mil Viviendas acabó con Antonio recibiendo cortes en las manos y una puñalada que le atravesó el pecho. Estuvo 16 días en la UVI. «Le dio en el pulmón y, a consecuencia de la misma droga le daban infartos», explica su mujer, Bárbara Sorrentino, que recuerda que los médicos le daban por muerto. Sobrevivió y Antonio cogió fuerzas. Con esa segunda oportunidad y con otro acontecimiento que cambiaría su vida: su hija estaba embarazaba e iba a ser abuelo.

Tras intentarlo por sus propios medios –algo que se antoja complicado–, al final acudió al centro de ayuda social Restauración de Carmona, situado en el Pozo de los Ingleses y vinculado a la iglesia evangelista. Allí estuvo ocho meses y, tras la terapia recibida, se animó a «volver a Sevilla para recuperar a la familia». Y es que tras muchas oportunidades, ésta le había dado la espalda. No porque no le quisieran, sino porque habían visto que era la única manera de que supiera que consumir drogas tenía sus consecuencias. Incluso él, ya con los años, ve que fue una decisión acertada, que le abrió los ojos.

Allí en Sevilla intentó rehacer su vida. Pero estaba en aquel entorno que tanto daño le hizo desde su adolescencia. «Veía a amigos míos que consumían y empecé a pensar que no estaban mal pese a las drogas. Al pensar eso se activaron las alarmas y me fui. No quería volver a caer». Antonio se marchó a Carmona.

Más de una década después, Antonio Hiniesta está muy seguro de sí mismo. Asegura que conoce sus puntos débiles y los evita, porque su familia está por encima de todo. Es más, la sitúa como la medicina que le permite estar alejado de unas tentaciones que estarán siempre acechando. No solo salió del pozo, sino que, desde su experiencia, ayuda a jóvenes como monitor en el centro que le sirvió de vía de escape. Desde ahí anima a los chicos a superar sus drogodependencias y les recuerda, con su relato, que todo es posible.

«HICE EL CÁLCULO Y DE SIETE AÑOS VIVIDOS ME HABÍA PASADO TRES DELANTE DE UNA PANTALLA»

Manuel. 30 años. Los videojuegos online le robaron demasiadas horas de adolescencia y juventud. El amor por su chica le hizo sacar fuerzas para rehabilitarse y, aunque siempre está alerta, ha dejado de jugar.

Con solo 9 años, Manuel sufrió su primer ataque de ansiedad a causa de los videojuegos: «Las videoconsolas antiguas no tenían memoria para guardar las partidas, y al llegar al monstruo final de algún juego y perder, sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar. En aquel momento no sabía lo que era, pero ahora sí identifico».

No ha sido hasta hace unos meses cuando este joven treintañero, de la mano de su pareja y de la Asociación Sevillana de Jugadores de Azar en Rehabilitación (Asejer), ha logrado superar una adicción que es relativamente reciente y que está muy ligada a la aparición de internet. La eclosión de los cibercafés le pilló en plena adolescencia, y en ellos pasaba gran parte de su tiempo jugando online, rodeado de chavales con su misma pasión. Claro que llegó un momento en que la velocidad de las conexiones domésticas aumentó considerablemente, y ya no necesitaba acudir al local para disfrutar de juegos como el Age of Empires, el Counter Strike o el que él considera su mayor pérdida de tiempo, el World of Warcraft.

«Ahí fue cuando empezó mi aislamiento, mis relaciones sociales eran nulas, solo a través de los chats de los propios juegos o de plataformas como Messenger o Skype». Y así, Manuel se pasaba hasta 15 horas diarias delante del ordenador, algo que empezó a pasarle factura sin apenas darse cuenta: «Mientras estuve en el colegio no tuve problemas, pero cuando pasé a estudiar la carrera fui siendo consciente de que mis amigos salían, evolucionaban, y yo sin embargo a lo único que me dedicaba era a tirar mi vida».

Posteriormente, ha llegado a hacer cálculos escalofriantes, que arrojan que de siete años vividos tres han sido frente a una pantalla. Pero, aunque efectivamente Manuel sabía que algo le pasaba, se decía «mañana me pongo a estudiar», y nunca lo hacía a pesar de que su familia sufría lo indecible. «Mi madre se quedaba por las noches escuchándome jugar hasta las tantas, llorando y desesperada sin saber qué hacer», lamenta ahora este joven sevillano. También ha coqueteado con el póker online o con los casinos, si bien el dinero que gastaba en el juego era principalmente «para comprar ordenadores con buenas características que me hicieran ser el mejor».

Por eso, admite que lo que este vicio le ha robado durante casi 20 años ha sido lo que nunca vuelve, el tiempo. Tuvo que ser alguien externo, en concreto, su actual pareja, la que viniera a abrirle los ojos.

Lejos de lo que pueda uno imaginarse tras escuchar su relato, no la conoció a través de ningún juego ni nada que se le relacionase: «Me fui de Erasmus, y una amiga de la beca me la presentó. Me gustó desde el principio», pero su gusto por el juego fue siempre superior. De hecho, no faltaron las mentiras cuando planeaban una cita pero Manuel finalmente prefería quedarse jugando. «Me inventaba excusas para no salir con ella, y llegó un momento en que me dijo que no podíamos estar así».

Fue entonces cuando Manuel, al no querer perderla, hizo algo tan sencillo –y que recomienda a todo aquel que tenga sospechas de estar enganchado al juego– como un test que evaluaba una posible adicción al juego. «Lo superaba con creces», reconoce, «es más, la primera pregunta era si jugaba más de tres horas, y mi respuesta fue que con tres horas a mí no me daba ni para empezar».

Gracias a esa autoevaluación, hizo un primer intento de rehabilitarse por su cuenta, «pero acabé enganchado a los vídeos del gamer El Rubius. Vamos, que no jugaba pero veía a otros jugar». Así que finalmente se puso en manos de la asociación, acompañado siempre por su novia, su gran apoyo en todo momento.

Dos años y medio después de comenzar la terapia, ha recibido el alta terapéutica e incluso forma parte del equipo de monitores que imparte las mismas sesiones que él ha recibido en este tiempo. «No me gusta decir que estoy rehabilitado porque soy consciente de que sigo siendo un enfermo y que siempre tengo que estar alerta para no recaer». Pero lo cierto es que ya no juega absolutamente a nada y hasta ha logrado terminar sus estudios. «En diez años en vez de los cuatro habituales, pero los he superado e incluso trabajo de lo mío», celebra mientras recuerda que tiene que enfrentarse diariamente a estampas cotidianas como ir a algún centro comercial y encontrarse de frente con la tienda de videojuegos de turno o con el bombardeo de publicidad en los medios de comunicación. «Sé que el problema lo tengo yo, así que al final acabas conviviendo con ello y haciendo tu vida normal».

Liberarse de una adicción es un proceso largo y difícil no solo para quien lo emprende, sino para todo aquel que esté a su alrededor. Es más, por lo general, suele ser el entorno del afectado el que tiene que tirar de él para lograr salir del atolladero.

Pero, una vez que se ve la luz al final del túnel, la dura experiencia personal lleva a la persona rehabilitada a querer devolver el apoyo que ha recibido, y lo hace en forma de ayuda a aquellos que se deciden finalmente a dar el paso para dejar atrás, por ejemplo, las drogas o el juego.

Jesús, Antonio y Manuel son tres sevillanos ejemplares que, no sin un gran esfuerzo, han conseguido resurgir para hacer el bien.