Retrato de la ciudad que a nadie sublima

Mapa de la penuria. No todas las historias de pobreza son iguales. Sevilla también permite, para su desgracia, una ruta por lugares que no deberían estar ahí. En todos ellos brillan protagonistas que nunca quisieron serlo

25 oct 2016 / 08:19 h - Actualizado: 25 oct 2016 / 08:30 h.
"Pobreza","Pobreza, la otra Sevilla"
  • Más allá de las zonas desfavorecidas más conocidas, por diversos lugares de Sevilla se extiende la pobreza y con ella, múltiples y desdichadas historias humanas. / Fotos: Txetxu Rubio
    Más allá de las zonas desfavorecidas más conocidas, por diversos lugares de Sevilla se extiende la pobreza y con ella, múltiples y desdichadas historias humanas. / Fotos: Txetxu Rubio
  • Un vecino adecenta la chabola en la que vive bajo el Puente de las Delicias.
    Un vecino adecenta la chabola en la que vive bajo el Puente de las Delicias.
  • La Torre Pelli genera un brutal contraste entre la Sevilla del siglo XXI y la de la pobreza.
    La Torre Pelli genera un brutal contraste entre la Sevilla del siglo XXI y la de la pobreza.
  • Edificaciones imposibles sirven de cobijo para centenares de sevillanos sin hogar.
    Edificaciones imposibles sirven de cobijo para centenares de sevillanos sin hogar.

La pobreza puede ser fotogénica, pero nadie que la padezca querrá ser retratado nunca. Sevilla es la ciudad de las 1.000 rutas posibles; puede que bastantes más de las realizables en otras urbes de dimensiones similares. Lamentablemente, una de las factibles es la de la pobreza. Híspalis también tiene sus miserias, escondidas en los arrabales, arrumbadas bajo los puentes o cobijadas en descampados alejados de las miradas del común. «La pobreza es consustancial a la riqueza, una va de la mano de la otra», afirma el filósofo Alessandro Baricco. Reflexiones al margen, quienes la sufren cargan con ella como la mayor de las losas, de un peso rara vez superable.

«De aquí no se sale, y quien diga lo contrario es que miente o nunca ha conocido lo que es esto», dice Sonsoles, una de las pobladoras del asentamiento chabolista ubicado en San Jerónimo, el otro Vacie, como se le conoce. Y no dice nada más, porque no quiere periodistas, como tampoco políticos que le prometan lo que no cumplirán.

Junto al Puente de las Delicias viven –es un decir– varios pobladores. Desde que cerraron las discotecas adyacentes, sus moradores dicen que «se puede estar». Aunque la amenaza de desalojo es perenne. Por eso no se fían de nadie, ni de las instituciones ni de las ONG’s a las que acusan de preocuparse más por los de fuera que por los de dentro. Como si la miseria viniera en el DNI.

La ribera del Guadalquivir siempre ha sido el lugar con más asentamientos de la ciudad, por la cercanía del agua con la que abastecerse. Es así aquí y en otras urbes en las que el río, lejos de ser un atractivo turístico explotado por espacios culturales, de ocio y restauración, simplemente está ahí. Discurre y acompasa el ritmo de los deportistas que corren a su vera, de puntuales enamorados y de quienes, para su desdicha, viven al abrigo del cauce. En el entorno de la nueva prolongación del Parque del Alamillo pernoctan Elena y Romeu. Orgullosos cíngaros los dos. Llegaron desde Târgoviste (Rumanía) hace nueve años. Su periplo comenzó en Galicia –«pero hacía casi tanto frío como en nuestro país»–, bajaron luego a Extremadura –«donde no fuimos bien recibidos por la gente», dicen sin querer dar más explicaciones– y llevan más de cinco años en Sevilla. «Intentamos vivir en el Vacie pero no nos querían allí por ser extranjeros, luego lo intentamos por una zona de Los Remedios, pero los vecinos nos hicieron la vida imposible, y llevamos mucho tiempo aquí, por el parque», cuentan.

La consigna es una: «Pasar desapercibidos». ¿Cómo se hace eso cuando se vive a ras de calle, expuestos a todo? «No dando ruido, evitando la suciedad, mucha gente sabe que estamos aquí, no molestamos a nadie y somos limpios, dentro de lo que lo permiten las circunstancias», comentan. No son hippies, nunca buscaron esta situación. Y no fue el frío lo que los expulsó de su ciudad natal. Pero la verdadera razón prefieren reservarla. «Queremos una nueva vida, no nos tenemos más que el uno al otro. Un buen día vimos que no teníamos otro lugar para dormir que la calle. Y cuando eso pasa, cuando eso pasa es muy difícil dar marcha atrás», explican sin soltarse de las manos, en perenne gesto de cariño. Tienen un hijo, del que nada saben. Y asumen como tal otro que sí tienen consigo, de cuatro patas, Romino, un cruce de labrador tan paria como ellos, que los encontró cuando alguien tal vez decidió que ya era demasiado grande para compartir el calor de un hogar.

La ruta de la penuria sevillana es también un tour por lugares que un día fueron y al otro dejaron de ser. Como el Jardín Americano de la Cartuja, que vivió momentos de gloria durante la Expo’92 y que ha vivido varios intentos de resucitación. En uno de esos está ahora. Pero mientras sí y no, las charcas hieden y la suciedad asolan lo que debería ser un ejemplar jardín botánico. Por allí pernocta Markus, suizo, de 43 años. Y el único de los protagonistas de este texto que quiere estar donde está. Su causa es la defensa de los animales. Y reconoce, con un español de sustantivos alterados y ausencia de artículos, que él sí que es hippie por devoción. Quiere recorrer Europa en su bicicleta repartiendo un montón de pasquines en los que anima a cambiar a una dieta más verde y menos roja. «Pero no quiero fotos, familia no sabe yo estar aquí, sin dinero», chapurre. Se le ve feliz. Sonríe, al menos. Y con su gesto el ambiente que nos rodea cambia, ahora parece que hay más luz, que todo es más bello.

El Vacie es el epicentro de todo. Puede que también lo sea el Polígono Batán o, en infinita mayor medida, Las Tres Mil Viviendas, solo que allí la humildad y la indigencia se reproduce en altura. Como Cañada Real en Madrid, como otrora El Cañaveral en Barcelona, como Las Casillas de la Vía en Málaga... El Vacie lleva capitalizando el relato del chabolismo en Sevilla durante 60 años. Una inyección económica de 15 millones proveniente de fondos europeos promete acabar definitivamente con él en poco tiempo. Pero este no ha sido el primer intento.

Nadie que no es del Vacie para en el Vacie, a no ser que se sea agente social o se colabore en alguna de las ONG’s que trabajan allí. Intramuros, el lugar habitúa a ser «ese sitio peligroso en el que mejor no entrar». A su alrededor ni aparcan los coches. Tampoco es que la ciudad dé muchas razones para pasear por sus aledaños, más allá de un centro comercial y un voluntarioso teatro que tampoco es que estén codo con codo con el skyline de tejados de hojalata. «¿Que qué llevo peor de vivir aquí? Mirar a la gente de los coches», asegura Ana, de 44 años, 24 de ellos aquí. ¿Cómo? «Sí, sí... la gente que vuelve del Polígono Nuevo Torneo, cuando sale del trabajo, o los coches que pasan por aquí al lado. Siempre nos miran desde ellos. No pueden evitar contemplarnos, lo hacen desde sus coches con las ventanas subidas, con el aire acondicionado o la calefacción puesta... No digo que todos miren con miedo o desdén, pero sí lo hacen desde sus vidas felices. Aceleran y huyen». A su relato no se le ven las costuras, porque estando a su vera, nosotros también vemos y sentimos lo que ella. Miradas de curiosos que aquí se tornan puñales.

«Se puede vivir, claro, la prueba somos todos nosotros. Y no todos somos iguales, lo que no quiero decir que haya buena y mala gente porque, por suerte, aquí casi todo el mundo es bueno. Pero las historias son diferentes. Muchos no hemos nacidos siendo pobres, la sociedad nos ha traído aquí. También las equivocaciones eh. Y la droga, que estarás deseando escribir de droga ¿no? Pero no todo es droga», indica con nerviosismo creciente. Está cansada de retratos de trazo grueso. Y de cámaras que buscan debajo de las piedras para encontrar alacranes. Porque saben que, si no están, otros se encargarán de ponerlos. Hay que hablar mal, a toda costa.