Crónicas dominicales

Sevilla y su relación con un Miguel Hernández en retirada (y 3)

Por desgracia, lo que unió a Sevilla con Miguel Hernández fue la guerra civil. La huida del poeta republicano vencido que había apoyado con sus versos al bando de “los rojos” comenzó por Sevilla y le ayudó Romero Murube, simpatizante de la Falange, por cierto

04 jun 2023 / 04:00 h - Actualizado: 04 jun 2023 / 04:00 h.
"Crónicas dominicales"
  • Sevilla y su relación con un Miguel Hernández en retirada (y 3)

A Federico García Lorca lo fusilaron. La misma suerte hubiera corrido Luis Cernuda si en lugar de decidir marcharse de Sevilla a comienzos de la década de los años veinte del pasado siglo se hubiera quedado en su ciudad natal. Como escribiría después Miguel Hernández, a Sevilla la Guerra Civil (1936-1939) la despojó de la poca esperanza que aún conservaba y esa guerra hubiera colocado también a Cernuda frente a un pelotón de fusilamiento. Tenía todas las cartas: republicano, comunista en una época de su vida, y homosexual. A don Antonio Machado también nos lo arrebató aquella maldita guerra. Y a Miguel Hernández.

Sin embargo, el caso de Miguel Hernández tuvo detalles que nos permiten preguntarnos si estábamos ante los primeros intentos de una reconciliación entre enemigos declarados a pesar del final tan trágico que tuvo el poeta. Desde luego esos detalles contrastan con el odio que han resucitado en la actualidad aquellos que pretenden ganar en los despachos y mediante subvenciones públicas una guerra que fueron incapaz de sacar adelante en los campos de batalla debido, entre otras causas, a divisiones internas y faltas de coordinación comparables a las que ahora nos están mostrado.

Romualdo Maestre nos cuenta el papel que, en la estancia en Sevilla de Hernández, en 1939, jugó una personalidad importantísima para la ciudad. “Joaquín Romero Murube, (Los Palacios y Villafranca, provincia de Sevilla, julio de 1904-Sevilla, noviembre de 1969), -escribe Maestre- un espíritu liberal, en el sentido artístico y cultural del mismo -si es que lo tiene-, un personaje difícil, serio y poliédrico, había abrazado la bandera de Falange, quizás más influido por la faceta literaria del movimiento que por su revolución nacional-sindicalista. Nació y creció en el seno de una familia rural acomodada. Su padre, abogado liberal, llegó a ser presidente de la Diputación de Sevilla y de la Sociedad Económica de Amigos del País. Las primeras vivencias infantiles en el pueblo, su enorme capacidad para la observación, el amor por la tradición y por Sevilla, son temas a los que recurre con frecuencia en su literatura. Inició las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, teniendo que abandonarlas a los diecinueve años tras la muerte de su padre para ponerse al frente de su familia. El destino del poeta quedó definitivamente marcado en 1934 al ser nombrado director del Alcázar, cargo en el que permaneció hasta su muerte”.

Por su parte, en este mismo diario, Álvaro Romero ha dejado escrito: “Como dijo Andrés Trapiello, hubo ciertos escritores en la España de mediados del pasado siglo que, por no perder exactamente la Guerra Civil, perdieron los manuales de Literatura. A pesar de haber sido anfitrión e integrante de la Generación del 27 que se conforma en Sevilla, a la sombra del torero Sánchez Mejías, tan mecenas; del Ateneo que recibe a los -luego- grandes poetas de Madrid; de la revista Mediodía que les había publicado textos pioneros en los felices años veinte y de la que Joaquín era redactor jefe; a pesar de haber reivindicado la obra de Cernuda antes que nadie, y de haber ofrecido su propia casa para que Juan Ramón Jiménez regresara de su exilio antes y después del Nobel; a pesar de haber refugiado en el Alcázar al mismísimo Miguel Hernández mientras Franco celebraba por allí su victoria como no iba a hacerlo en ninguna otra ciudad de España; a pesar de haber publicado el único poemario dedicado a Lorca en plena Guerra Civil y desde la zona nacional (Siete romances, 1937); a pesar de ser el autor del mejor poemario clásico y popular de la inmediata posguerra a juicio de la crítica (Canción del amante andaluz, 1941), a pesar de todo eso y de más, lo cierto es que Romero Murube no aprobó aquel examen de la Transición para ser incluido en la nómina de ninguna generación recomendable, de modo que su obra quedó tan silenciada como tantos de sus alegatos a favor del patrimonio de Sevilla”.

En la biografía de Juan Lamillar, Joaquín Romero Murube. La luz y el horizonte, de la Fundación José Manuel Lara, se recoge el paso por Sevilla de Miguel Hernández. «Acabada la guerra el 1 de abril, llega la victoria y Sevilla es la ciudad elegida [por Franco] para celebrarla”. El caudillo vencedor se hospeda en el Alcázar. Miguel Hernández buscaba a Jorge Guillén en Sevilla, pero Eduardo Llosent le informa de que ya no está en la capital hispalense. En Madrid, le había entregado algún dinero y una carta de recomendación dirigida a Joaquín Romero Murube. Llosent era director del Museo de Arte Moderno, esposo de una falangista de primera hora, camisa vieja, Mercedes Formica.

Romero Murube estaba agasajando a Franco en el Alcázar cuando llegó Miguel Hernández. Parece que Romero Murube le hizo una señal de que esperara un rato y cuando Franco desapareció de la escena el director y conservador del Alcázar atendió al poeta de Orihuela al que protegió escondiéndolo en un comercio cercano aunque también se dice que lo camufló haciéndolo pasar por un albañil o jardinero. Sin embargo, Agustín Sánchez Vidal, ensayista, sostiene que Murube no le prestó ayuda mientras que Aquilino Duque, quien se relacionó mucho con Murube desde los años 50, según expresa el citado Maestre, indica que “una vez despedido el Caudillo, Joaquín se vino para Miguel, que le dijo: «Oye, ¿ese no es el general Franco? Joaquín le buscó a Miguel un alojamiento en los altos de la lechería Bonilla, que estaba en un pasaje entre la calle Rositas y la calle Santas Patronas y, pasado el jaleo de aquellos días de actos oficiales y vuelta la calma al Alcázar, iba todos los días Miguel a ver a Joaquín, que estudiaba la manera de hacerlo salir de España. Por fin lo mandó a Valverde del Camino en busca de su amigo Diego Romero Pérez. Miguel no lo encontró, siguió su viaje y trató de llegar a Portugal. En Rosal de la Frontera lo detuvieron por indocumentado. De allí lo llevaron a Madrid”.

Lo más entrañable, aquello que deseáramos muchos que fuera verdad es lo que constata Romualdo Maestre: “lo importante son los hechos irrefutables: que nada más acabar la guerra la ayuda a Miguel Hernández era un acto de reconciliación nacional. Este relato, aunque conocido, es poco valorado por los medios de comunicación. Cualquier productora norteamericana, con olfato comercial, ya hubiera hecho de este acontecimiento una película. Pero aquí preferimos rebuscar entre las cenizas de un solo bando la memoria pretendidamente histórica, como si la Historia con mayúsculas tuviera recuerdos o evocaciones”.

Miguel Hernández inició su exilio en Sevilla, un hecho decisivo fue la caída de la capital hispalense en manos de los sublevados. Viento del pueblo contiene el poema “Visión de Sevilla” en el que refleja la decadencia de una ciudad tomada por el nuevo orden que va a prolongarse durante casi cuarenta años (1939-1975) a escala nacional, si bien Sevilla comienza a sufrirlo (o a disfrutarlo, según el cristal con que se mire) con anterioridad al final de la guerra:

Detrás del toro, al borde de su ruina,

la ciudad que viviera

bajo una cabellera de mujer soleada,

sobre una perfumada cabellera,

la ciudad cristalina

yace pisoteada.

Ahora, en las elecciones generales del 23 de julio de 2023, o sea, ¡84 años después!, veremos cómo aquellos pequeños gestos en los que simpatizantes del fascismo intentaron echarle una mano al comunista Miguel Hernández, no sirven para que nos tendamos las manos unos a otros, utilicemos una dialéctica rigurosa y rotunda, propia de unos comicios, pero dejando que los muertos descansen en paz y aprendiendo de un pasado que todavía vivieron algunos y que la mayoría de españoles lo tiene perdido en su memoria, si es que se lo explicaron bien alguna vez.