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Disturbios y Antidisturbios

La serie tiene eso que antes se llamaba factura americana y que, ahora, afortunadamente para nuestra autoestima, se describe con una sola palabra: calidad

Julio Mármol julmarand /
05 nov 2020 / 09:20 h - Actualizado: 05 nov 2020 / 09:22 h.
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  • Fotograma de Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen
    Fotograma de Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen

Cada semana se estrena la serie del año, o de la década, o del siglo, como se juega cada domingo el partido del milenio. Y junto a la pirotécnica habitual de halagos, adulaciones y parabienes explota, con una intensidad no menor, la catilinaria de rigor. Este otoño le ha tocado a Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen.

Antidisturbios es una serie de seis episodios y que tiene eso que antes se llamaba factura americana y que, ahora, afortunadamente para nuestra autoestima, se describe con una sola palabra: calidad. Desde que se proyectase en el Festival de San Sebastián (fuera de concurso, y eclipsada por Patria), la serie se ha abierto paso, como sus personajes, entre masas enfurecidas a punto de soliviantarse. Por supuesto, esto le ha hecho un trabajo transcendental a Antidisturbios: el de la publicidad.

Escribía un tuitero, a raíz del estreno de Patria (con quien Antidisturbios no sólo comparte podio, sino también fenómeno), lo siguiente: “#PatriaHBO ¿se blanquea a ETA o se critica?. Quiero verla pero no sé qué hacer. Recomendaciones”. Esto se podría resumir de la siguiente manera: “Cuéntenme la serie. No querría yo sacar conclusiones personales que, quizá, no coincidiesen con las vuestras”. Con Antidisturbios ha ocurrido así: desde que los sindicatos policiales le dieron el espaldarazo, a pesar de que la serie se jactaba de haberse asesorado por ellos, el público se ha sentado en el sofá a ver, cada uno, su serie. Es, como decía Waldo Emerson, el ojo que se mira a sí mismo: unos buscaban y encontraban una sátira de mal gusto; otros, una narración naturalista.

Pero, ¿qué es Antidisturbios? Ante todo, una ficción. Los personajes no existen, ni lo pretenden. Pulula, en cambio, por la trama, como un moscardón curioso, un individuo al que han llamado Revilla porque Villarejo ya estaba cogido, pero al que han vestido con sus atavíos para que el espectador no se pierda la metáfora. El resto, como en el poema de Nabokov, es óxido y polvo de estrellas.

Rodrigo Sorogoyen, que ya había hecho una incursión polémica en el mundo de la política con El Reino, sabe contar sin que le apunten desde los graderíos: Antonio de La Torre, en El Reino, es un político corrupto, perteneciente a un partido sin nombre. No es un mal hombre, aunque tampoco es bueno. Y la política, en sí, tampoco es mala, aunque no sea buena. El que quiera caricaturas, que las busque en otra canción. Con Antidisturbios pasa igual: los policías no son ni monstruos ni ángeles. Son tipos que, como usted y como yo, tienen sus miserias y sus momentos; sus hernias y sus excesos nocturnos. Y no son perfectos, ni siquiera como villanos.

Es muy difícil no acabar la serie y no sentirse más cerca de esos desconocidos de armadura de vidrio y resina sintética, y contra los que, nos habían dicho, esta serie estaba escrita. Los sindicatos han defendido que esa no es la imagen de la policía, y seguramente lleven razón. No todos los antidisturbios toman cocaína, como no todos los profesores de química sintetizan droga. Habrá, incluso, detectives de Baltimore que disfruten de una feliz vida en familia y que lo más fuerte que tomen sea tónica y mafiosos italoamericanos a los que no les gusten los patos. De todo hay en la viña de la ficción.

Así que si usted se sienta a ver Antidisturbios, olvide, o inténtelo, el fenómeno que rodea a la serie. Las invectivas y las apologías a Sorogoyen y a los actores, cuyo trabajo a mí me parece de excelente, pero que quizás a usted no. Y olvide, por supuesto, y sobre todo, este artículo.