Cuatro relatos en primera persona

Cuatro jóvenes que cumplen medidas de medio abierto impuestas por los jueces cuentan su experiencia, qué les llevó a cometer un delito y qué han reflexionado sobre sus consecuencias

22 oct 2016 / 08:00 h - Actualizado: 22 oct 2016 / 08:00 h.
"Justicia","Segundas oportunidades"
  • Uno de los jóvenes que ha compartido su testimonio. / José Luis Montero
    Uno de los jóvenes que ha compartido su testimonio. / José Luis Montero

«Cuido con quién me junto y se lo digo a mi hermano pero me canso de reñirle»

Antonio (15 años). Cumple cinco meses de libertad vigilada con obligación de retomar los estudios

Antonio [nombre ficticio] reconoce que aunque estaba matriculado en ESO en el instituto, no siempre acudía a clase y no le iba especialmente bien. El juez le impuso cinco meses de libertad vigilada por robar una bicicleta, aunque él aún asegura que le «echaron la culpa» los chicos con los que estaba que hoy sabe que «no eran tan amigos» como creía ni le convenía su compañía.

En su caso, la medida de libertad vigilada implica acudir, primero todas las semanas y con el tiempo cada quince días, a sesiones con la educadora social del Servicio Integral de Medidas de Medio Abierto de Sevilla, Ana Belén Muñoz, que también trabaja conjuntamente en algunas sesiones con la madre del chico.

Y es que los profesionales coinciden en que la implicación de la familia es clave en el caso de los menores infractores porque es preciso actuar sobre condiciones de su entorno que influyen en su conducta. En estas sesiones se intenta conocer lo máximo posible esas condiciones para tratar de actuar en los déficit que pueda haber, al tiempo que se trabaja en dar a los padres herramientas para ejercer su autoridad y poner límites a sus hijos y con éstos en que vean las cosas desde el punto de vista de sus progenitores y entiendan por qué les ponen esos límites.

En el caso de Antonio, y debido a que no iba bien en los estudios, el juez impuso que la libertad vigilada debía ir acompañada de la obligación de acudir a un centro educativo. En su caso se ha apuntado a FP Básica. Cuando los jueces establecen estas obligaciones, el objetivo es evitar que malos estudiantes abandonen de forma temprana el aula porque Ana Belén Muñoz reconoce que muchos de los chicos a los que atienden «dicen que no quieren estudiar nada». Se trata de que tengan el hábito y que descubran qué les gusta e interesa para enfocarles a seguir los estudios por ese ámbito. Muñoz señala que cuando dicen que no quieren estudiar en realidad lo que les pasa es que no les gusta lo que estudian pero tampoco saben qué les puede interesar.

En el caso de Antonio, la educadora social trabaja mucho con él sus problemas con las malas compañías. «Ha cambiado de grupo de amigos porque se ha mudado y hemos trabajado que esos chicos no eran tan amigos como parecía». Antonio reconoce que ahora cuida mejor «con quién me junto». Y de hecho, cuenta que su hermano, con el que se lleva poco, se juntaba con los mismos amigos que él antes «pero me he cansado de reñirle», dice.

«La he cagado por coger algo que no es mío y apechugo, fue una tontería»

Manuel (18 años). Cumple 30 horas de prestaciones en beneficio de la comunidad ayudando a hacer los deberes a niños de familias desfavorecidas en el polígono de San Pablo.

No considera que robara pero «la he cagado por coger algo que no es mío y apechugo», en concreto, una bicicleta que se encontró en el suelo cuando salía con los amigos de una discoteca porque «llegábamos tarde a casa, una tontería muy grande. Yo no cojo una bici más del suelo» cuenta Manuel [nombre ficticio elegido por él mismo], que tenía 17 años cuando ocurrió aunque durante el cumplimiento de la medida ya es mayor de edad.

Cuando el juez le impuso realizar una prestación en beneficio de la comunidad, no se lo pensó al saber que entre las opciones posibles una era trabajar con niños porque «me gustan, no me lo tomé como un castigo». Durante 30 horas tiene que acudir a la pequeña aula que la Asociación San Pablo de Ayuda al Drogodependiente (Aspad) tiene en el Polígono de San Pablo para ayudar a los niños de familias desfavorecidas a hacer los deberes escolares, les dan la merienda y clases de apoyo y refuerzo en las que trabajan además la educación en valores para prevenir los problemas de drogodependencia.

Manuel aún recuerda la que «le lió» su madre y la pareja de ésta cuando acudieron a por él a la comisaría y la educadora social que sigue su caso, Alba Gamero, destaca que en este caso «el apoyo de la familia ha sido fundamental». Apenas tuvo que abordar con él la conciencia de que hizo algo mal porque en casa ya se lo habían dejado claro y él mismo tuvo conciencia de ello. «Yo soy normal, estaba estudiando –y continúa ahora en FP–, tampoco salía mucho, la gente que suele pasarle esto es más golfete», defiende. No obstante, reconoce que «a raíz de lo que me pasó no me gusta el ambiente de discotecas y eso, no te lleva a ningún lado. Después pasa algo y tu estás por allí y te meten a ti también».

Manuel aplaude este tipo de medidas de medio abierto para delitos leves como el suyo porque «ayudas a otros y además te das cuenta de la suerte que tienes y que hay gente que no tiene ese apoyo», pero también cree que «hay que mirar los antecedentes» de los menores infractores y «si están arrepentidos» a la hora de decidir qué tipo de medidas se le imponen. Comprende que la gravedad del delito exija medidas más contundentes.

«El juez ofreció esto o estar en casa los fines de semana, preferí ayudar»

J.M. (18 años) Cumple 60 horas durante seis semanas de prestaciones en beneficio de la comunidad en la asociaciónb San Pablo de Ayuda al Drogodependiente (Aspad)

Una «pelea en una botellona» llevó a J.M. delante de un juez de menores (cuando ocurrieron los hechos tenía 17 años) y el magistrado le ofreció o permanecer en casa los fines de semana (una medida que controla la Policía Local y que es habitual para este tipo de casos) o realizar una prestación en beneficio de la comunidad durante seis semanas (60 horas). «Veía mejor ayudar a alguien que quedarme en casa», dice, y valora este tipo de medidas para pagar por las faltas cometidas porque «te ayudan».

Carmen Melo, psicóloga de la Asociación San Pablo de Ayuda al Drogodependiente (Aspad) con la que colabora J.M. en los talleres didácticos que hacen por las tardes con los niños del barrio, corrobora esa ayuda mutua. «A nosotros nos viene bien porque la mayoría de las que trabajamos aquí somos chicas y los niños se identifican más con los chicos que vienen. En cuanto a ellos, en su caso he notado que venía con la autoestima muy baja, muy retraído, apenas hablaba y le ha venido bien ver que él puede ayudar a otros y cómo los niños le quieren, se ha ido soltando mucho y ya es uno más». Tanto Melo como Amanda Moya, educadora social de Aspad, explican que llevan varios años trabajando con el Servicio Integral de Medidas de Medio Abierto para que los menores infractores realicen prestaciones en beneficio de la comunidad con ellos y asegura que, hasta ahora, la experiencia ha sido muy positiva.

El objetivo de cualquier medida del sistema de Justicia Juvenil es la reflexión sobre las consecuencias del delito y la reinserción para no volver a repetirlo. J.M. lo tiene claro: «Desde que pasó eso evito las peleas», señala. Sus amigos también. «Son gente normal, nunca hemos sido de broncas», asegura. Pero un día ocurrió y aún recuerda la «bronca» que le echaron en casa y cómo «impresiona» verse delante de un juez.

Además de acudir a la sede de Aspad, cada dos semanas mantiene encuentros con la educadora social que sigue su caso para realizar el pertinente informe al juez. «Me pregunta cómo me va, qué tal en casa, si sigo estudiando, un poco lo que hago en mi vida», relata J.M., que está trabajando.

«Con mis amigos anteriores tenía problemas cada dos por tres»

Miguel (17 años). Acude durante un año a tratamiento ambulatorio para corregir sus problemas con internet.

Miguel [nombre ficticio para preservar su identidad] acude como cada dos semanas a sesiones de tratamiento ambulatorio que debe seguir durante un año para abordar sus problemas con internet, ya que en su casó cometió un delito relacionado con la red. Su educadora social, Ana Belén Muñoz, explica que no sólo trabajan el buen uso de las nuevas tecnologías sino también la toma de conciencia sobre los hechos por los que acabó ante un juez y cómo mejorar sus relaciones sociales. «Con mis anteriores amigos tenía problemas cada dos por tres, fumaba y eso», explica Miguel.

En la adolescencia, el grupo de afines ejerce una enorme influencia y en muchas de las infracciones se detecta esa influencia.

Su madre acude con su hermano pequeño a recogerle tras la sesión –algunas son conjuntas– y relata un sentimiento muy común en las familias de los menores infractores: «Yo me culpaba a mí misma porque siempre he estado muy encima de él y nunca pensé que esto podía pasarme a mí, pero pasa porque no puedes estar 24 horas encima de ellos». Reconoce que se le «vino el mundo encima» al verse en un juicio contra su hijo –«yo que no he tenido nunca ni una multa de tráfico», ejemplifica– y que la primera vez que acudió con él al Servicio integral de medidas de medio abierto ambos estaban «muy nerviosos, no sabíamos a lo que veníamos».

Hoy vislumbra mejoras en su hijo. «Se está trabajando con él, le hace más caso a una persona ajena y además le ha visto las orejas al lobo, ahora pide permiso para usar el ordenador, antes estaba enganchado. Yo controlo dónde se mete y de momento no tiene móvil. Pero a mí no se me va el miedo de que vuelva a hacer algo porque sé que no puede estar siempre sin móvil y cuando cumpla la mayoría de edad tendré que confiar en él», reconoce. Los profesionales explican que en los delitos relacionados con las nuevas tecnologías, la solución no es prohibir su uso porque hoy son una herramienta imprescindible en el ámbito educativo, laboral y social. Se trata de trabajar en su buen uso y su control.

Su madre defiende que «es mejor trabajar en que puedan recapacitar que castigar sin que tomen conciencia de por qué lo han hecho mal y cuáles son las consecuencias». Pero su «vergüenza ajena» por lo ocurrido refleja el prejuicio social que conlleva hasta el punto de mantenerlo como un «tabú» incluso en la familia. «Sólo lo sabemos nosotros, para el resto cuando venimos aquí estamos en clases particulares».