El clan de los escritores exaltados

Romanticismo ‘made in’ Sevilla. Al igual que en el resto de España, por estas tierras hubo más romanticismo que románticos. Fue un fenómeno tan extravagante e intenso que la ciudad lo adoptó y aún no lo ha soltado

06 nov 2016 / 21:39 h - Actualizado: 07 nov 2016 / 08:00 h.
"Literatura","La ciudad que enamora"
  • El crujido de los tacones sobre el empedrado de la Plaza de Santa Marta conduce a uno de los parajes del drama de Don Juan Tenorio, el supuesto escenario del rapto de doña Inés. / Juanjo Palacios
    El crujido de los tacones sobre el empedrado de la Plaza de Santa Marta conduce a uno de los parajes del drama de Don Juan Tenorio, el supuesto escenario del rapto de doña Inés. / Juanjo Palacios

Empieza a ser cansino eso de que el tipo de la perilla y los rizos aparezca en todo reportaje sevillano que tenga la más mínima fragancia a romanticismo. Pero es que no hay otra. Y no porque no haya más escritores que puedan representar bien a Sevilla dentro de esa especie de clan de los exaltados que fue el Romanticismo y sus alrededores. Sino porque el fenómeno Bécquer fue la personificación misma de la rareza y la extravagancia de esa época insolente que tuvo el valor de decir hasta aquí hemos llegado con las tonterías y abrir por fin la prisión –a veces, corral– donde estaban encerradas a buen recaudo las emociones extremas, la fantasía, la exageración, la fatalidad, lo extraño, el pistoletazo en la sien como forma elegante de retirada de la vida social. Pretender que el Romanticismo es solo amor sería como limitar el mundo de la escultura a las obras de escayola: fue un huracán de fuerza cinco y, como tal, arrasó con todo. Porque Bécquer, a decir verdad, llegó tarde al Romanticismo, cuando prácticamente ya se había acabado. Y sin embargo ahí está su obra, su memoria, su mausoleo y su mitología. Bécquer y Sevilla se parecen mucho en eso, de ahí que se lleven tan bien.

Uno de los precursores sevillanos de este movimiento cultural, artístico y sobre todo literario llevaba por nombre Alberto Lista, que además de ser una calle a espaldas de Monte-Sión fue un intelectual de aúpa. De los que hacen historia. Y además literalmente, porque estuvo entre los padres de la Constitución de 1812, la Pepa famosa. Más que un romántico, que no lo era, fue una puerta abierta hacia la posibilidad de serlo; un portón por el que entraron entre otros algunos de sus alumnos más sobresalientes, como Espronceda, Larra y el mismísimo Bécquer, por noseguir. Fue un hombre a contracorriente –algunos prefieren decir oportunista–, pero porque no podía ser otra cosa con el siguiente currículum: matemático, teólogo, filósofo, cura, masón, poeta, catedrático de Retórica, afrancesado y trianero. Nadie con semejante colección de dones puede ser normal. Y por encima de todo, era un maestro carismático, de esos que le cambian a uno la vida. Tanto así que, quizá, todos esos nombres de antes que figuraban como alumnos suyos no habrían sido tan deslumbrantes de no haberlo tenido enfrente encima de una tarima. Puede que una parte seria de sus conflictos en este sentido proviniera de esa condición suya de intelectual: él era un devoto de los valores y principios que venían cosidos al enciclopedismo, que es como decir a la nueva Francia, y quería para España algo parecido: libertad, igualdad y fraternidad; un sistema democrático alejado de la tiranía y cercano a la república, una sociedad devota de la Ilustración y contraria al insoportable derecho de pernada moral de la Iglesia sobre sus feligreses. Desear eso en la España del XIX era como ansiar parques frondosos en Plutón. Los humanos corazones, como decía él, venden la juventud a las pasiones, / la edad madura al triste desengaño / y la vejez a la razón tardía. Pues eso: una pérdida de tiempo y de fuerzas. Hoy, uno pregunta por Alberto Lista en Sevilla y con suerte lo mandan para la calle Feria.

Hay que entender que Sevilla, para ciertas cosas, es muy suya. Y para el Romanticismo, más. Aquí, los cuatro puntos cardinales de ese movimiento son Bécquer, al norte, según se dejan atrás los sones de órgano de Santa Inés y se avanza hacia la Venta de los Gatos entre los hierbajos del río; el Tenorio al este, mirando a la calle Oriente desde esa mentirijilla igualmente romántica del Barrio de Santa Cruz, donde se aloja el mito; Carmen la cigarrera al oeste, camino de su Triana y oliendo a puro que espanta; y al sur, el apellido Montpensier asomándose a un parque al que acabarán yendo a inspirarse todos los escritores, y donde de nuevo aparece el hombre que veía pupilas azules, convenientemente amarrado a un árbol. Esas, y no otras, son las verdaderas murallas de Sevilla.

Tuvo que venir de la Europa profunda Fernán Caballero, o sea Cecilia Bohl de Faber, a perpetrar la osadía de ser mujer y novelista, para lo cual, como ya sabe todo quisqui, se travistió el nombre por el de Fernán Caballero (pueblo de Ciudad Real. A decir verdad, mucho mejor seudónimo a efectos literarios que Retuerta del Bullaque, también de la misma provincia). Es precisamente este detalle, el ocultarse bajo la capa de una identidad ficticia, el colmo del Romanticismo en una autora forastera que venía ya formateada para ello por haberse metido en vena –literaria– directamente a Schiller y a Goethe, que viene a ser como aprender a tocar el acordeón de la mismísima María Jesús. Así que hizo novelas y cuentos a discreción, le dio a Dos Hermanas otro motivo para inscribir su nombre en la enciclopedia (no en la que adoraba Alberto Lista, sino en la Larousse) y dejó en el corazón de Sevilla la más bella historia de fantasmas, o una de las más bellas, que se han contado jamás al cabo de una barbacoa nocturna veraniega. Sí, todo apunta a que su espíritu sigue vagando todavía por ese Panteón de Sevillanos Ilustres que guarda las cenizas de los Bécquer y de otros insignes paisanos, escritores o no.

¿Románticos en Sevilla? Bien, no se puede decir que esta ciudad produjese muchos autores, aunque fuese un gran motivo romántico en sí misma para todos esos viajeros de otros países que venían buscando el exotismo, la singularidad, el costumbrismo, las leyendas, como ese Washington Irving que fue precisamente quien le metió el gusanillo de nuevo, literariamente hablando a Cecilia Bohl de Faber. Hay casos de todos los colores. Por ejemplo, José Amador de los Ríos, el hombre de las patillas testiculares. Si hoy es imposible aparcar en su calle, más complicado todavía es encontrar un hueco en su currículum: poeta, dibujante, pintorcillo, historiador, arqueólogo, intelectual en general... Eran los años en los que se excavaba Itálica y él estaba allí. Y sin ser de aquí, José Zorrilla con su Don Juan Tenorio se ganó la sevillanía adoptiva, recreando un mito de una fuerza tan descomunal que ha pasado a la terminología cósmica tal cual, en castellano: ser un donjuán. Y mientras, el Barrio de Santa Cruz está lleno de nombres y de retablos cerámicos que indican lugares donde la leyenda sitúa las andanzas de aquel ligón en pololo y leotardos, desde la Hostería del Laurel hasta la Plaza de Santa Marta, ese callejón sin salida del romanticismo sevillano donde puede ser que el autor se imaginara el rapto de doña Inés. Tampoco era de estas tierras el señor Prosper Merimée, y al igual que Zorrilla clavó en las entendederas del mundo culto el nombre de Sevilla en la figura alegórica de Carmen de Triana, Romanticismo sin boquilla que lo mismo vale para una ópera que para una película o una copla.

Hizo mucho por este movimiento, interpretado a la inglesa, el intelectual y sacerdote sevillano de la calle Jamerdana José María Blanco White, que se libró por los pelos de ser un romántico español yéndose a Londres, donde se pasó al protestantismo y siguió clamando por la libertad de sus antiguos compatriotas. Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana; / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana. Si esto no es Romanticismo XXL, que venga Bécquer y lo vea.

Porque al final, como se decía al comienzo, todo acaba en Gustavo Adolfo, un hombre que llegó a la mesa del Romanticismo cuando ya estaban sirviendo los cafés y que fue quien pagó la cuenta, constituyéndose en la rúbrica perfecta para un tiempo que en Sevilla –como todos los tiempos que han llegado a este lugar– no ha terminado de pasar. Quien haya estado en el Puente del Centenario un lunes a las tres de la tarde no sabe lo que es un atasco si no ha estudiado el cruce de eras en la bella Híspalis. Hoy, habla uno de literatura en Sevilla y la gente se imagina unos versos de amor, y eso no es casual. El hiperromanticismo de la capital de Andalucía ha alcanzado niveles tan extremos que su historial literario (brevemente esbozado en estas páginas, sin ánimo de hacer justicia ni de ser exhaustivos ni de nada que se le parezca) viene determinado por un señor que no era romántico, pero que enseñó a serlo; otro que sí lo era, pero que se fue a Londres; otra que también lo fue, pero era de fuera; otros dos que sin ser sevillanos crearon los mitos más descomunales que se recuerdan por aquí; y, como remate, otro más que llegó tarde pero pasa por ser el romántico por antonomasia. Hoy, Sevilla sigue inventándose su propio Romanticismo y le dedica farolas, árboles que se desploman, barrios de inspiración moruna, retablos cerámicos y estanques con patos. Leer a cualquiera de estos autores en el Parque de María Luisa es aventurarse a la sobredosis. Pero eso solo pasará si está de Dios: es lo bueno de la fatalidad, tan romántica ella.