Los poetas de la generación del 27 tendieron puentes con la cultura popular del momento. Hablar de los años 20 es adentrarse en la exuberancia de las artes y las vanguardias pero esa efervescencia cultural, la Edad de Plata, no pasa de largo al toreo, que ya se encuentra sumido en su imparable transformación: el arte entendido como oficio o destreza pasa a ser concebido como vehículo de expresión estética.
Federico García Lorca incidió en esta idea en una entrevista concedida el año anterior a su muerte afirmando que «el toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas». El poeta granadino que definió la Tauromaquia como «la fiesta más culta del mundo» se preguntaba «qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida». Los toros, termina de aclarar Jacobo Cortines, «se integran, gracias a Lorca y otros miembros de la generación, en un tipo especial de cultura que es propio de la sensibilidad española, la que llamó Pedro Salinas la cultura de la muerte».
Jorge Guillén o Gerardo Diego, autor de la Suerte o la Muerte, no fueron ajenos a estos nexos taurinos pero esos hilos y con la cultura popular nos conducen a la obra de Rafael Alberti que escribió las famosas Chuflillas al Niño de la Palma dentro de la obra El alba del alhelí. ¡Qué revuelo!/ ¡Aire, que al toro torillo/ le pica el pájaro pillo/ que no pone el pie en el suelo!/¡Qué revuelo... las inconfundibles estrofas están dedicadas al diestro rondeño Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, padre de Antonio Ordóñez y uno de los toreros más emblemáticos de la Edad de Plata que también inspiró a Hemingway el personaje de Pedro Romero en Fiesta, el retrato de sus primeros sanfermines. Pero hay que recuperar el hilo que nos presta el poeta gaditano, que llegó a vestirse de luces en las filas de Ignacio Sánchez Mejías, la espuela taurina del grupo literario. Ignacio le incluyó en su cuadrilla el 3 de junio de 1927 en la plaza de Pontevedra. El torero alternaba aquella tarde lejana con el rejoneador Antonio Cañero y los diestros Joaquín Rodríguez Cagancho y Antonio Márquez –primer suegro de Curro Romero– en la lidia de toros de Murube. Sánchez Mejías procuró a Alberti un vestido naranja y azabache con el que hizo el paseíllo pero la barrera siempre quedó entre el escritor y el toro. El propio poeta evocaba en La Arboleda Perdida la emoción de aquella experiencia. «Comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero», escribía el poeta de El Puerto que aquel mismo día dio por terminada su breve carrera taurina sin haber llegado a ponerse delante del toro.
Pero hay que volver a invocar la figura de Sánchez Mejías que, de alguna manera, encerró al propio Alberti conminándole para que escribiera un poema dedicado a Joselito, muerto en Talavera siete años antes. El resultado, desvelado en el teatro Cervantes, fue Joselito en su gloria, dedicado al propio Ignacio, cuñado de José: Llora, Giraldilla mora/ lágrimas en tu pañuelo./ Mira como sube al cielo/ la gracia toreadora...
A Ignacio Sánchez Mejías le quedaban sólo siete años para protagonizar su propia elegía. Había reaparecido, fuera de forma y a la vuelta de sí mismo en 1934. Ignacio aceptó –a la carrera y sin poder contar con su propia cuadrilla– una sustitución de Domingo Ortega en la localidad manchega de Manzanares. Era el día 11 de un ardiente mes de agosto. Un toro de Ayala llamado Granadino le hirió al comienzo de su faena. El torero insistió en ser trasladado a Madrid; se declaró la gangrena... murió entre delirios el día 13. Lorca, impresionado, estaba a punto de escribir su Llanto, posiblemente la mejor elegía escrita en castellano. Seguramente, su obra maestra. «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura...».