«¡Qué poderío, el Papa en El Rocío!»

El 14 de junio de 1993 se escribió una de las páginas más trascedentales de la devoción rociera. Ante una multitud, el Papa improvisaba la frase de «que todo el mundo sea rociero»

18 may 2018 / 18:15 h - Actualizado: 20 may 2018 / 11:57 h.
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  • El Papa se dirige a la multitud desde el balcón erigido expresamente para su visita en una de las esquinas del santuario. / El Correo
    El Papa se dirige a la multitud desde el balcón erigido expresamente para su visita en una de las esquinas del santuario. / El Correo
  • «¡Qué poderío, el Papa en El Rocío!»
  • Diego Capado, con roquete, acompañó al Santo Padre en su visita.
    Diego Capado, con roquete, acompañó al Santo Padre en su visita.
  • Imagen aérea de la multitud que se congregó ese caluroso día de junio junto a la ermita.
    Imagen aérea de la multitud que se congregó ese caluroso día de junio junto a la ermita.

Hasta que no escuchó sobrevolando la marisma los rotores de aquella flota de seis helicópteros que trasladaba al Papa y a su séquito desde los lugares colombinos hasta tierras de las Rocinas, no respiró tranquilo. Ese 14 de junio de 1993 el ahora presidente de la Hermandad Matriz de Almonte, Juan Ignacio Reales, era un joven estudiante de Derecho, de 23 años, que gozaba de la suerte de participar, enrolado en una comisión de protocolo, de la organización de la histórica visita de Juan Pablo II a la aldea del Rocío.

«Allí estábamos todos con un cierto temor. Sabíamos que el Papa tenía una agenda apretadísima ese día». El Santo Padre había empezado ese lunes presidiendo una misa por la mañana en la capital onubense, para luego visitar Moguer y Palos de la Frontera antes de proseguir camino hacia el monasterio de La Rábida, donde coronó a la Virgen de los Milagros. «El Papa ya tenía su edad y todos temíamos que pudiera pasar algo que trastocase su llegada a El Rocío», donde Karol Wojtyla iba a culminar su visita apostólica a la diócesis onubense.

Recuerda Reales que «la noche anterior fue muy especial». De madrugada, en la intimidad del santuario se daban los últimos retoques al altar. Del retablo que ahora cobija a la Virgen sólo existía el primer cuerpo. Los más jóvenes pinchaban los claveles rosas que iban a servir de exorno floral a la Virgen, mientras las camaristas le colocaban las alhajas a la imagen en su atuendo. «Recuerdo la emoción que teníamos al ubicar el reclinatorio donde sabíamos que el Papa probablemente se arrodillaría ante la Virgen. Eran momentos de mucha intimidad, ya de noche avanzada, a puerta cerrada y pensando en lo que íbamos a vivir en pocas horas», evoca.

En la extraordinaria retransmisión que realizó Televisión Española de esta visita, la inconfundible voz del gran maestro José Luis Garrido Bustamante dejaba constancia del histórico apunte: «Ahora sí, ahora. Justo en este momento, cuando son las siete menos ocho minutos, está descendiendo del helicóptero que ha traído al Santo Padre hasta las cercanías del santuario». Tras descender las escalerillas, Juan Pablo II subió a bordo de un automóvil que le condujo hasta las proximidades de la ermita después de recorrer varias calles de una aldea poblada aún de cabinas telefónicas y con los trajeados miembros de su escolta corriendo en paralelo al vehículo. «Paró el coche unos metros antes y, como un peregrino más, el Papa quiso acercarse andando hasta el santuario, pisando las arenas del Rocío con las sandalias de pescador».

Allí, aguantando estoicamente los rigores de aquel caluroso día de junio, le esperaba una muchedumbre de 25.000 personas que, pertrechadas de abanicos y sombreros y agitando banderas vaticanas y españolas, había tomado posesión de la explanada que se extiende ante la ermita desde poco después del mediodía. Entre aquel clamor popular destacaba algún traje de gitana y pancartas caseras, a modo de sábanas, con lemas como «María, templo del Espíritu Santo». «Tuve la suerte de vivir aquel momento justo debajo del balcón, vi al Papa muy de cerca pues me habían asignado ese espacio para ubicar a una serie de arzobispos, obispos y autoridades», cuenta Reales 25 años después.

El Papa accedió al santuario no por su acceso principal sino por la denominada Puerta de la Marisma. En el interior del templo, alienados a lo largo de su perímetro, aguardaban los 90 Simpecados de las hermandades que por entonces engrosaban la lista de filiales de la Matriz, rindiendo homenaje de filial pleitesía a Su Santidad. Además del obispo titular de Huelva, Rafael González Moralejo, una de las personas que más cerca estuvo del Papa esa tarde fue el cura párroco de Almonte, Diego Capado Quintana, quien aparece en las fotos ejerciendo de cicerone de la visita ataviado con un roquete sobre la sotana. Capado estaba entonces recién aterrizado en Almonte, destino al que llegó con la encomienda de preparar esta visita en octubre de 1992, y en el que permaneció 14 años, convirtiéndose en «el segundo sacerdote que más años» ha permanecido como párroco junto a la Blanca Paloma. «Yo tenía que estar acompañando a Su Santidad en todo el recorrido que hicimos. En el templo estaban todos los bancos quitados y allí estaban los Simpecados de todas las hermandades», a los que el Papa bendijo uno a uno. «Yo me dirigía a él en español. El conoce muy bien nuestra lengua porque hizo la tesis doctoral sobre San Juan de Ávila estando en Roma, cuando era sacerdote todavía», señala Capado, encargado ahora de la parroquia de la Concepción de la capital onubense.

Antes de dirigirse a la multitud desde el balcón erigido expresamente para esta visita en una esquina del santuario, el Papa se hincó de rodillas en el reclinatorio situado en el interior de la reja ante el paso de la Blanca Paloma. «Se quedó embelesado ante la Virgen. Más de siete minutos se llevó de rodillas rezando. Y el silencio fue absoluto. Todo el mundo acompañó esa oración del Papa con un silencio estremecedor. Yo creo que en algún momento se anunció a través de la megafonía que el Papa estaba rezando en ese momento de rodillas. Todos pensábamos que iba a ser cosa de un momento, pero aquello se prolongó más de lo previsto», tanto que algún colaborador cercano le apremió a proseguir la visita, recuerda Juan Ignacio Reales.

Acompañado del obispo de Huelva y del entonces presidente de la Matriz, Ángel Díaz de la Serna, el Pontífice firmó en el libro de honor del santuario de El Rocío. Al asomarse, por fin, al balcón, el Papa fue recibido por la multitud con palmas a compás. «Poca gente sabe que la frase más conocida de sus palabras no estaba escrita en el discurso original. Aquel «que todo el mundo sea rociero» fue una frase espontánea. Le salió del corazón en ese momento por la fe y la devoción que palpó entre las miles de personas que había en aquel momento en la explanada», apunta el que fuera cura párroco de Almonte.

Pero si hay una persona que vivió en primerísima línea aquella histórica visita papal ésa no es otra que el padre Juan Mairena, responsable ejecutivo del programa pontificio en la visita a la diócesis onubense y verdadero valedor entre bambalinas de que las sandalias del pescador hollaran las arenas del Rocío, algo que al principio no entraba en los planes de los vaticanos. A sus 84 años, el padre Mairena ha atendido la llamada de El Correo de Andalucía. «Hubo una reunión fundamental en la que el arzobispo de Sevilla, don Carlos Amigo, me ayudó muchísimo. «Que el Papa estuviera a pocos kilómetros y no se pasara por El Rocío era de algún modo descalificar la devoción a la Virgen. A mí se me ocurrió entonces echar mano de un argumento: qué se diría si el Papa fuera de viaje a México, distrito federal y no se acercara a la Basílica de Guadalupe. Aquel argumento impactó de tal manera que verdaderamente hizo recapacitar a los responsables». Se hizo entonces verdad el slogan que tanto corearon los rocieros esa tarde: «Qué poderío, el Papa en El Rocío».