Aunque algunos autores han discutido o minimizado el papel catalizador de Sánchez Mejías, no se puede soslayar el rol aglutinador y su vocación de animador del grupo de poetas que se reunieron en el Ateneo de Sevilla el 17 de diciembre de 1927 para conmemorar el III centenario de la muerte de Luis de Góngora. En realidad, aquellos creadores tomaron definitivo espíritu de grupo gracias a los oficios del torero. «Aunque el Ateneo era quien nos llevaba, en todos nosotros había el sentimiento de ser únicamente Ignacio Sánchez Mejías, gran matador de toros amigo, el que, dado su entusiasmo creciente por la literatura, nos trasladaba de las pobres orillas del Manzanares madrileño a las floridas del Guadalquivir sevillano», declaró el propio Federico García Lorca.

Ignacio, además, les presentó a Fernando Villalón, ganadero utópico, garrochista y excelente poeta y cantor de la mitología de la Baja Andalucía. La reunión de intelectuales culminó en una surrealista borrachera en Pino Montano amenizada con el cante de Manuel Torres. Pero antes –la influencia del psicoanálisis es patente– habían realizado una esotérica visita nocturna al cercano manicomio de Miraflores. La visita de los poetas no estuvo exenta de otras aventuras: hablan de la conducción alocada de Villalón por las calles intrincadas de la Sevilla de la época; del terror de Lorca en una travesía nocturna por el Guadalquivir...

Eso sí: pocos saben que Ignacio había llegado hasta aquella tropa de creadores a través de sus amores con la Argentinita, una auténtica celebridad de la época, que antes había sido amante de su cuñado Joselito. El torero, casado con su hermana Lola Gómez Ortega, nunca ocultó esa relación que le llevó, sucesivamente, a trabar amistad con Lorca –y por extensión con el resto del grupo literario– además de conocer a músicos de la talla de Manuel de Falla, que con Turina, Granados o Albéniz marcan las cumbres del regionalismo musical que pone banda sonora a esta época.

Ignacio había sostenido la cabeza de José en la noche oscura de Talavera. Pero el destino le tenía preparada su propia Samarkanda. Alberti, convertido en íntimo amigo del matador, lo llegaría a definir como andaluz «clásico, grave, perfilado y severo de la Sevilla de Trajano». El poeta recibió la noticia de la muerte de Ignacio en un viaje por el extranjero. Le inspiró el poema Verte y no verte: Verónicas, faroles/ velas y alas./ Yo en el mar, cuando el viento/ los apagaba./ Yo, de viaje./ Tú, dándole a la muerte/ tu último traje.

Ya hemos mencionado que Lorca cinceló la que es, sin lugar a dudas, la más bella elegía escrita en castellano. Pero el poeta granadino no sabía que estaba dictando su propio epitafio. Dos años después encontraría aquella muerte absurda y evitable, fusilado en el barranco de Víznar junto a un maestro de escuela y –paradojas del destino– dos banderilleros anarquistas. Los cañones iban a silenciar para siempre aquella luminosa Edad de Plata.