Sevilla se lanza sin miedo a vivir su noche mágica

Brillante Cabalgata del Centenario. El Ateneo culminó ayer el primer siglo de su milagro anual, favorecido por una tarde radiante y por unos personajes y un gentío absolutamente entregados en el fin de fiesta navideño

05 ene 2017 / 22:22 h - Actualizado: 06 ene 2017 / 11:11 h.
"Cabalgata de los Reyes Magos","Temas de portada","La magia recorre las calles de Sevilla"
  • Ambientazo callejero ya desde la salida de las carrozas por la calle Palos de la Frontera. El tiempo primaveral contribuyó a ello. / Manuel Gómez
    Ambientazo callejero ya desde la salida de las carrozas por la calle Palos de la Frontera. El tiempo primaveral contribuyó a ello. / Manuel Gómez

«¿¡Aquí te vas a poner!? ¿¡Aquí te vas a poner!?». Al lado de aquella mujer, un basilisco era lo que pintaba Murillo revoloteando alrededor de sus Inmaculadas. El marido se quedó castañeteando de espanto con el carrito del niño en las manos, mientras tras sus pupilas dilatadas se veía cómo su cerebro calculaba a toda prisa los riesgos de cada una de las respuestas posibles. Eran las siete y ocho minutos de la tarde y la carroza de la Estrella de la Ilusión irrumpía en la Campana bajo una tormenta de nieve artificial que disfrazaba de invierno cerrado el colofón de una tarde que había estado radiante de sol, de gente y de ansias diversas: las de los pequeños por ver la Cabalgata; las de los mayores por terminar de encargar los regalos... Si el marido se puso allí o no, y lo que aconteció como consecuencia de su temeraria decisión, nada pudo saber la prensa: de inmediato se coló por medio, atropelladamente, una marabunta de chiquillería surtida, abuelos con bufanda, madrileños con trolley, paisanos con armamento pesado de toma de imágenes, cíngaros con manojos de globos, copos de espuma caídos de las azoteas, papelillos de los cañones... Pero era comprensible: demasiada tensión acumulada en la desembocadura de unas fiestas navideñas que, básicamente, consisten en comer como ogros y comprar el resto del tiempo los artículos más absurdos. El estallido vital de ilusión y de fantasía de la Cabalgata, en la tarde noche de ayer, lo fue también de nervios. No había más que ver la actitud de los sicarios capturadores de caramelos: por una bolsa de gusanitos se podía uno llevar, fácilmente, un codazo en el espacio intercostal de esos que dejan una hornacina para poner un santo. Por un chupachups, una patada en las vértebras. Era muy curioso porque la gente se puso en plan selectivo, y solo cogía las barritas largas blanditas, las bolsas de gominolas y los regalitos más o menos especiales: los caramelos duros, los de toda la vida, los que teóricamente dicen que van a menos, esos se quedaban en el suelo todos, todos, todos. Su única utilidad parecía ser anoche la de funcionar como munición de los niños de las carrozas, que siguen teniendo la misma excelente puntería y te aciertan en medio de la tonsura. Igualito que antaño, que no solo no dejabas ni los papelillos pisoteados en el suelo, sino que le chupabas la suela del zapato Gorila al de al lado. Eran otros tiempos, claro, y otras escaseces. El porqué de que sigan tirando lo mismo entonces y ahora sigue constituyendo todo un misterio. «No cojas más nada del suelo, que mira cómo tienes las manos», espeta una señora a su hijo en todo el meollo de la caravana mágina. Una expresión así se la dice una madre a un niño un cinco de enero de hace cuarenta años y la carcajada general llega a Ubrique.

La Torre del Oro iluminada con motivo del centenario de la Cabalgata del Ateneo, los citados cañones de nieve de la Campana, los chorros de confeti del Altozano y las luces láser de la Plaza de Cuba fueron los hitos singulares que marcaron el discurrir de la comitiva desde que salió de la antigua Fábrica de Tabacos hasta que volvió a recogerse, con aceptable impuntualidad, en la calle Palos de la Frontera. Una calle que fue testigo, a eso de las cuatro de la tarde, de uno de los acontecimientos más sobrecogedores de la jornada: la inefable actuación de Luismi como speaker de la coronación de Sus Majestades en el balcón de la Universidad. Luismi Martín Rubio, exconcejal de Seguridad Ciudadana en tiempos de la alcaldesa Becerril, consumado macareno, cofrade omnipresente, fuerza viva unipersonal y, en la tarde de ayer, presentador/animador con altavoces, ofició una presentación al pueblo que cobró cierto aire de partidillo copero de vuelta del Betis B mezclado con revuelta sindical y con la entusiástica megafonía de un barracón del terror de la Calle del Infierno. Ello, junto con el detalle de que los personajes anunciados no aparecían por ninguna parte y que las coronas saltaban de las cabezas no bien eran colocadas sobre ellas, convirtieron el momento en un episodio de Los Simpsons que el público agradeció fervientemente por lo que tenía de meritorio y de improvisado. Como la cosa solo podía ir a más, el muñeco principal de una de las carrozas del cortejo acabó por los suelos nada más salir.

Pero la gente, que iba con los niños en una mano y las bolsas en la otra, estaba ávida de sensaciones y no reparó mucho en los pequeños reveses de la jornada, que fue deslumbrante a decir verdad. Cada lanzamiento de cohetes de papelillos se celebraba como una fiesta; cada pelotita de plástico que lanzaban los servidores del Rey Melchor se vitoreaba como un pase de muleta de Manolete; la suelta de globos dorados que sobrevolaron las torres de la Plaza de España como pequeños soles que espantaban a las tórtolas se corearon como una aparición mariana. Todo tenía el ambiente feliz y excesivo de los acontecimientos infantiles en una tarde en la que quien no sabía ser niño no tenía nada que hacer en Sevilla.

Impecable el personal del Ateneo. Eso es entrega. E impecables también los beduinos, que fueron lo más salado y lo más delirante de toda la comitiva... aunque bien podrían cambiarles los abanicos esos de cartón tan birriosos por auténticos flabelos orientales con sus plumas o, al menos, con alguna gracia, que no parezcan propaganda troquelada del extinto Banco Hispano Americano. Impecables asimismo, por no cambiar de adjetivo a medio camino, la Estrella de la Ilusión y Palas Atenea, quienes desde lo alto de sus respectivas carrozas bien pronto tomaron confianza con el vehículo y se pasaron toda la tarde en pie, botando, saludando, gritando, lanzando todo lo que tenían a mano... A la Estrella le faltó arrojar a los chiquillos por la borda, en su éxtasis cabalgatero, o arrojarse ella misma como las divas de las óperas al final del tercer acto. La gente las vitoreaba, estableciendo con ello un feedback entre personajes y público, entre Oriente y Occidente, muy cercano a lo que ZP soñó llamar Alianza de Civilizaciones, pero con más guasa. Mientras tanto, los cañones seguían lanzando nieve, los papelillos caían por toneladas, el azúcar reventaba bajo los tacones, las turbinas de confeti precedían el paso de las carrozas...

A esas alturas, solo cabía un pensamiento: vaya tela el regalito que los Reyes Magos les han dejado a los de Lipasam. «¡Se nota, se siente, Bécquer está presente!», coreaban las chicas de la modesta y bellísima carroza de los tres amores becquerianos, mientras los castañeros de la Puerta de Jerez y de la Avenida, con sus columnas de humo blanco que se convertían en bruma a todo lo largo de la dársena, travestían el tono primaveral de la tarde en crepúsculo londinense, que también es cosa mágica. Exploradores, payasos, marcianos con antenitas, damiselas decimonónicas, guerreros, romanos, duendes... qué hermosa diversidad puebla la Cabalgata. Y la calle, atestadita. Si en algún momento los sevillanos sintieron alguna aprensión a formar turbamultas tras los últimos atentados terroristas, ayer lo disimularon divinamente. Miedo, ninguno. Bueno, sí, uno: «Tu sabes que al final no le hemos comprado nada a la abuela, ¿no?». Si le gustan los caramelos duros...