2020 ya está instalado en la historia por las nefastas consecuencias del coronavirus. La larga lista de víctimas es su saldo más rotundo e irreparable pero sus efectos y consecuencias van más allá: el confinamiento obligatorio y necesario ya se llevó por delante la Semana Santa y está a punto de hacerlo con una Feria que difícilmente podrá celebrarse en septiembre, con o sin el cantado traslado de la jornada festiva. Estos días que pasan sin poder salir de casa son una oportunidad para bucear en la intrahistoria y la memoria del toreo, sin la que no se puede entender la de la propia ciudad. Y hablar de la Feria de Abril es hacerlo también de esa faceta taurina a la que ha estado estrechamente enhebrada en sus 173 años de vida.
Conviene ponerse en situación: los célebres próceres José María Ybarra y Narciso Bonaplata habían conseguido en agosto de 1846 la aprobación del consejo municipal de Sevilla para celebrar una feria en primavera invocando antiguos privilegios reales. Las fechas quedaron fijadas en los días 18, 19 y 20 de abril del siguiente año. Y así, en 1847 se instalaron en los predios del Prado de San Sebastián, extramuros de la ciudad y muy cerca de la perdida puerta de San Fernando, las primeras casetas para los chalanes y tratantes que acudían con sus bestias al reclamo de la incipiente fiesta. Mucho ha cambiado todo desde entonces pero al cabo de los años y asomándose a los dos siglos de historia la festividad mantiene algunas de sus claves fundacionales en ese real de Los Remedios que ahora parece el decorado de una catástrofe nuclear.
Pero no podía existir fiesta sin toros. Eso sí: sólo hubo una corrida en aquella primera Feria de Abril. Era la segunda que se organizaba en la temporada según rezaba el cartel de la jornada.Se celebró el día 18, y sin poder atisbar lo que supondría después, puso la primera piedra de uno de los ciclos fundamentales del calendario taurino. El sevillano Juan Lucas Blanco y el gaditano Manuel Díaz ‘Lavi’ fueron los encargados de despachar las seis reses de Taviel de Andrade y las dos de Francisco Arjona –el mismísimo Cúchares, primer torero metido a ganadero- que se encerraron para la ocasión. El cartel advertía que dichos toros, los del famoso Cúchares, eran “oriundos de los jijones de Madrid” y se lidiarían con divisa grana y encarnada. Por cierto el ganado fue expuesto en la dehesa de Tablada la tarde de la víspera.
Sin saberlo, aquellos espadas casi olvidados estaban entrando en la historia como los primeros matadores de toros que actuaban en la trascendental Feria de Abril de Sevilla, que seguramente muy poco tiene que ver con aquella tarde oscura, perdida en la memoria, en la que dos diestros sin suerte iniciaron una de las más hermosas tradiciones festivas de la ciudad. Queden también para la historia los nombres de los primeros empresarios de esta feria fundacional, José Berro y José Calderón, que en aquellos años –en 1847- se rascaban del bolsillo 95.000 reales por temporada para arrendar la plaza a los caballeros maestrantes. El precio de las localidades –y su denominación- también ha cambiado mucho. Las más cotizadas eran las “barandillas de piedra” que se vendían por 28 reales. Los tendidos de sol eran los asientos más económicos y se podían adquirir a seis reales. No acaban ahí las curiosidades del cartel que, textualmente, señalaba que “si los picadores anunciados se inutilizasen no se podrá ecsigir (sic) que se presenten más”. Cosas de otra época...
Merece la pena detenerse en la vida novelesca de aquellos matadores de la España romántica. Juan Lucas Blanco era hijo del también matador Manuel Lucas Blanco, hombre bragado y de fuertes convicciones políticas, que murió ejecutado en el garrote vil después de asesinar a un miliciano isabelino -eran años convulsos en España- en la madrileña calle de Fuencarral. No le fue a la zaga en infortunios su hijo Juan, cuya estrella declinante, lacerada a cornadas, se arrastró por los ruedos de España empapada en vino hasta desaparecer definitivamente de los carteles. Murió en la más absoluta de las miserias en el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla en marzo de 1867.
No le fue a la zaga en el capítulo del anecdotario el diestro gitano Manuel Díaz ‘Lavi’, al que el tratadista Sánchez de Neyra llegó a calificar como “el payaso del toreo”. Lo que está claro es que el gaditano debió ser todo un personaje aunque algo alejado de lo que por entonces se debían considerar cánones de la Tauromaquia. Hombre prematuramente obeso y rebosante de simpatía, cubrió el último tramo de su carrera actuando en ruedos americanos. En noviembre de 1858 fue contratado para actuar en Lima, ciudad a la que acudió con su familia sin poder saber que nunca llegaría a cumplir su compromiso profesional. Una extraña dolencia le hizo aplazar el festejo que, finalmente, no llegaría a torear. Sin reponerse de la enfermedad falleció el 9 de diciembre de aquel mismo año en la capital de Perú.
Curiosamente, aquel cartel fundacional lo completaba, en calidad de medio espada, el también sevillano Manuel Trigo, hombre flamenco y de apasionante historia que acabó sus días apuñalado en una taberna por un puñado de bandoleros cuando andaba de copas con otro torero de leyenda: Manuel Domínguez ‘Desperdicios’. No deja de ser curioso el poco fuste de un cartel histórico en unos años, la bisagra del siglo XIX, en los que las primeras figuras del toreo eran el madrileño-sevillano Curro Cúchares y el gaditano José Redondo ‘Chiclanero’. Los ruedos asistían a una transición desde los primeros tiempos de Francisco Montes ‘Paquiro’, primer gran organizador de la fiesta, al primer clasicismo encarnado por Lagartijo y Frascuelo que llenaron el panorama taurino del último cuarto del XIX.
Pero el aguafuerte costumbrista que retrata a los protagonistas de aquella corrida fundacional no estaría completo sin hacer un viaje en el tiempo al escenario en el que se desarrolló la lidia decimonónica protagonizada por aquellos diestros patilludos. En 1847 la plaza de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla aún no había completado el cerramiento completo de sus tendidos -casi la mitad de la plaza era de madera- y mucho menos aún se había concluido la airosa arquería que sostiene la cubierta de las gradas, permitiendo una fabulosa perspectiva de la Giralda y las naves catedralicias, que literalmente se asomaban al inmenso ruedo que entonces se cubría de negruzca tierra del río.
Sólo dos años antes de esta primera Feria de Abril, en 1845, la Real Maestranza había decidido reanudar las obras para completar la obra del Real Coso, que en esos años fundamentales se acerca a su futura fisonomía aunque aún quedaban muchos años para que Aníbal González le otorgara su actual piel regionalista. Para completar la estampa convendría recordar que muy cerca de la Puerta del Príncipe se encontraba aún el arranque del Puente de Barcas, que sería sustituido un lustro después por el Puente de Isabel II, el puente de Triana que ha llegado con profundas reformas hasta nuestros días. Ocurrió, tal día como hoy, pero hace 173 años...