Manolete: el último día

Manuel Rodríguez Sánchez, aquel torero para olvidar una guerra, murió en la madrugada del 29 de agosto de 1947 después de ser cogido por el toro ‘Islero’, marcado con el hierro de Miura

La cámara de Cano dejó para la historia los últimos instantes de vida de Manolete. Foto: Cano

La cámara de Cano dejó para la historia los últimos instantes de vida de Manolete. Foto: Cano / Álvaro R. del Moral

Álvaro R. del Moral

Manolete esperó hasta el 22 de junio para comenzar la temporada de 1947. Lo hizo en Barcelona, sin dejar de pisar después plazas de resonancia como el mismísimo coso de Las Ventas. Fue el día del Carmen, actuando desinteresadamente en la Corrida de Beneficencia. Y resultó herido, no sin cortar las dos orejas a un toro de Charro... El día 16 de agosto había recalado en San Sebastián para estoquear una corrida de Antonio Pérez junto a Gitanillo y Manolo Navarro. En un burladero del callejón, micrófono en mano, un conocido y emergente locutor retransmitía la corrida por los micrófonos de Radio Nacional de España. Se llamaba Matías Prats, que requirió a Manolete para dar sus impresiones sobre la lidia. “Me piden más de lo que puedo dar. Sólo he de decir que tengo muchas ganas de que llegue el mes de octubre”, sentenció el Monstruo.

Había salido al ruedo del viejo Chofre envuelto en el preciosista capote de paseo bordado con la imagen de la Virgen de los Dolores, la misma a la que rezó en su capilla de la plaza de Capuchinos la última vez que pasó por Córdoba, el 14 de julio de aquel lejano 47. Venía de torear en La Línea de la Concepción, justo antes de aquel compromiso madrileño en el que había derramado su sangre. Y en San Sebastián, finalmente, se encontró con su madre, que veraneaba en la orilla cantábrica, lejos del calor africano de Córdoba. Allí le dio el último beso y las últimas palabras de aliento. No volvería a verlo vivo.

En la agenda del torero aún figuraban los compromisos de Toledo, Gijón y Santander –el día 26- antes de la cita de Linares, el 28 de agosto. Después de torear en la capital cántabra, su célebre ‘Buick’ azul le condujo hasta el hotel Cervantes de Linares. En los corrales se había encerrado una corrida de Miura que, en un principio, estaba destinada a lidiarse en Murcia. En los carteles, con letras grandes, el nombre de Manolete destacaba sobre el de Gitanillo de Triana y Luis Miguel Dominguín, un cachorro que mezclaba descaro e ínfulas de la gran figura que acabaría siendo. Manolete, en definitiva, llegaba a la emergente ciudad minera en la cúspide de su fama, arrastrando el peso de la púrpura, y -posiblemente- apurando los últimos capítulos de su vida profesional. Aparentaba más, muchísimos años más que los 30 que había cumplido algunas semanas antes de ese 28 de agosto...

En la plaza

Islero, segundo del lote de Manolete, se había enchiquerado para saltar al ruedo en quinto lugar. No fue un toro aparatoso que llamara la atención por nada en los corrales. Negro, entrepelado y bragado, tampoco destacó por su juego aunque Manolete se entregó con él más allá de lo que dictaba el sentido común. Unas ceñidas manoletinas -marca de la casa- fueron el preludio de la estocada, cobrada a cámara lenta, exponiendo todo y dejando la pierna al alcance del pitón. La cornada fue seca y certera. El asta penetró en el muslo derecho del matador, que giró sobre sí mismo antes de caer en la arena. Islero le pasó por encima y fue a morir junto a las tablas. La impresión, desde el primer momento, fue de un percance gravísimo. Guillermo, su mozo de espadas, no dudó en saltar a la arena. Se lo llevaron a puñados, sangrando a chorros por el boquete que el fiel Guillermo trató de taponar inútilmente. El Pelu, primo hermano y hombre de confianza, se aferró al otro muslo. Dominguín, estupefacto, contemplaba la escena aferrado a su capote de brega. Equivocaron el camino, perdiendo unos segundos preciosos. Pero el doctor Garrido, una eminencia en Linares, ya esperaba en la enfermería, una amplia y luminosa estancia que estaba bien dotada para la época.

Manolete entró muriéndose, literalmente, en aquel cuarto de curas. Pero Garrido, auxiliado por el doctor Corzo y otros facultativos de la zona, logró salvar al hombre. El Monstruo cordobés sufría severísimos destrozos vasculares pero lo peor había pasado. Una camilla de mano, cubierta por una leve tumbilla, fue el medio escogido para transportar al torero al hospital de los Marqueses de Linares. Manolete había recobrado la consciencia y hasta se fumó un cigarro que apuró Cantimplas. Camará, su apoderado de siempre, y Álvaro Domecq, amigo íntimo y albacea, se hicieron cargo de la situación. Una mujer menuda y llorosa había llegado a Linares desde Lanjarón. No le dejaron pasar a ver el herido.

El plasma noruego

Manolete había recibido sendas transfusiones de sangre -brazo a brazo- de un cabo de la Policía Armada llamado Juan Sánchez y el torero Parrao. El doctor Garrido y su equipo creían que difícilmente podría aguantar otra más. Mientras tanto, Gitanillo de Triana había cogido el famoso ‘Buick’ del monstruo cordobés para ir en busca del doctor Jiménez Guinea, que veraneaba en El Escorial. El prestigioso médico, advertido telefónicamente, ya había emprendido el viaje acompañado de Rafael ‘El Pipo’ –futuro descubridor de El Cordobés- y un tal Bermúdez que se dedicaba a la representación de artistas. Habían parado en Valdepeñas a tomar algo y reponer el hielo que protegía unos medicamentos y allí los encontró Gitanillo. Pero no había tiempo que perder. Subieron al coche que traía el diestro trianero que, literalmente, voló por las cumbres de Despeñaperros para alcanzar el caserío de Linares en la madrugada.

Jiménez Guinea llevaba consigo, sin saberlo, la sentencia de muerte de Manolete encerrada en una bolsa de plasma. Aquel plasma noruego, utilizado al final de la Segunda Guerra Mundial, ya había sido probado con escasa fortuna en la atención a los heridos de la trágica explosión del polvorín de Cádiz, el otro gran acontecimiento luctuoso de 1947. Su dudosa eficacia iba a volver a ponerse de manifiesto en Linares. El prestigio de Jiménez Guinea acabaría imponiéndose a la opinión del doctor Garrido, el médico que había dirigido la operación en la enfermería, contrario a aplicar aquel famoso plasma. “Don Luis, ¡no veo!”, fueron las últimas palabras de Manolete. El funesto plasma sólo había comenzado a fluir por las arterias de aquel torero que marcó la posguerra española. Murió instantáneamente antes de que despuntara el amanecer del 29 de agosto...

¿Qué hablaron Camará y Álvaro Domecq en aquellas horas de angustia? Sólo cuando se consumó la tragedia dejaron pasar a Lupe Sino, a la que habían hecho esperar en la sala contigua. Algunos testimonios posteriores siempre apuntaron en una dirección: los futuros albaceas de la copiosa herencia del ‘Califa’ cordobés pretendían impedir un matrimonio ‘in artículo mortis’. Podría ser... pero en ese momento nadie esperaba que Manolete expirase en aquella madrugada que pondría fin a toda una época. Pero la muerte había llegado, encerrada en el lujoso coche del propio torero, metida en una bolsa de plasma desde El Escorial.

El fotógrafoCano, que había acudido a Linares a liquidar con Dominguín, se convirtió en notario gráfico del ocaso de aquel dios. Fotografió a Lupe junto a su cama: el torero amortajado; un crucifijo aferrado en las manos entrelazadas; un breve sudario sujetando el mentón; el coro de caras incrédulas... Posiblemente recordó aquella noche en la barra de Chicote, cuatro años antes que en ese momento se le antojaban cuatro siglos. Fue la primera vez que habló con el torero. Unos dicen que los presentó Pastora Imperio; otros, que fue Rafael Gitanillo... ¿Qué más da? Fue la primera chispa del único, apasionado e incomprendido amor de Manuel Rodríguez Sánchez, aquel torero para olvidar una guerra.

Una lluvia fina caía en la mañana del 29 de agosto entre Linares y Córdoba mientras el cuerpo de Manolete alcanzaba su ciudad natal. Numerosos cordobeses habían ido hasta el sitio de Las Cumbres, a pocos kilómetros de la capital, a esperar la comitiva fúnebre. Lupe Sino remontaba la misma carretera, camino de Madrid, tragándose su llanto.

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