Pablo Aguado: el toreo alado
El matador sevillano se acercó a sus mejores fueros en una faena, seguramente incompleta, pero llena de primores. Manzanares, más recuperado, sorteó el mejor toro del encierro
Pablo Aguado. / Foto: Arjona - Pagés / Álvaro R. del Moral
Álvaro R. del Moral
En estos días se ha hablado largo y tendido de la despedida de El Juli como motor de una taquilla –tres tardes y tres llenazos- en la que no hay que despreciar la fuerza de Morante, autor de uno de los mayores acontecimientos que ha vivido la plaza de la Maestranza en el último medio siglo. La ovación al matador cigarrero se hizo esperar. La plaza estaba colmada hasta los topes pero se echa de menos la sensibilidad y sobre todo la presencia de ese público que, no hace tanto, otorgaba personalidad y un carácter diferencial a una plaza, la de la Real Maestranza, que es algo más que su hermoso envoltorio arquitectónico.
Con estas consideraciones, y sin poder evitar las legiones de patosos que han convertido silencios de otro tiempo en un insufrible guirigay y una apoteosis de gintonics, la corrida se desarrolló con agradecida celeridad. La única oreja de la corrida la iba a cortar Pablo Aguado, cómodo y feliz en la cara del toro y sobre todo, cercano a ese toreo casi onírico que le convirtió en figura en apenas dos horas. Le faltaba encontrar de nuevo ese hilo de comunicación con la afición de Sevilla pero lo hizo en tres o cuatro chicuelinas excelsas en las que giró como una veleta movida por la brisa. El vuelo del capote estaba lleno de matices, sutilezas, registros difíciles de describir pero la cosa se puso más al rojo, con el tercio cambiado, con tres lapas más y dos medias verónicas de otra galaxia.
Pablo estaba en vena y volvió a mecer las telas en dos o tres trincheras, en un molinete casi imposible. La manera de estar, llenar y andar por la plaza suplió algunas carencias en el toreo fundamental. La nobleza del toro también era incompleta –fuerza medida a la que le faltó un tranquito- para redondear ese abanico de exquisiteces que remachó con unos cuantos golpes de orfebrería. La virtud había sido devolver ilusiones, enseñar ese toreo distinto que bebe de fuentes antiguas con lenguaje propio. Y la gente, que supo verlo, pidió la oreja validada con una estocada traserilla pero muy efectiva. Aguado la paseó feliz. El sexto, que renqueó de un fuerte volantín, puso a la parroquia a la contra. Todo lo que hizo resultó estéril.
Pero en el mediocre envío de los Matilla hubo un toro de verdaderas excelencias. Fue el segundo. Y permitió a Manzanares recuperar parte de su mejor ser y estar después de tanto tiempo tan lejos de sí mismo. Posible o seguramente no apuró por completo, no cuajó hasta el fondo la rebosante embestida del gran ejemplar de los Matilla que también tuvo su puntito rajado. En cualquier caso hay que anotar un gran toreo diestro en la fase central de una faena cosida con enormes pases de pecho, cambios de mano, circulares completos... y otra actidud.
La cosa declinó un poco en su ecuador y faltó redondez, amarrar el asunto por la izquierda, meter la espada a la primera. Un pinchazo precedió a la estocada enfriando al personal que se guardó el pañuelo. La cosa quedó en ovación pero, eso sí, Josemari ha encontrado otro tono delante del toro. Aún le queda algún trecho. El quinto, que derribó espectacularmente al picador, iba a mostrar una gran falta de alma en la muleta sin llegar a rematar las embestidas más allá del embroque. La cosa se acabó desinflando y la espada, ésta vez, fue fulminante.
Dejamos para el final al torero más esperado que reaparecía en Sevilla después de casi un mes sin asomarse a una plaza de toros. Las idas y venidas obligadas por la lesión de su muñeca le obligaron a cortar después de Ronda. Pero ahí estaba, bajo su airosa montera decimonónica, para hacer el paseíllo en Sevilla. Desgraciadamente no tuvo toros aunque toreó mucho mejor de lo que lo merecía al primero de la tarde, un animal siempre suelto al que endilgó unas verónicas de las suyas, con el astado yendo y viniendo a su aire.
En la faena pintó algunos carteles de toros –qué hermosos los ayudados por alto pegado a tablas- pero al bicho le costaba tanto ir que a pesar de su compromiso, de reunirse de verdad con él, acabó entregando la cuchara. Muchas menos opciones le iba a dar el cuarto, un toro deslucido al que no perdonó dos capotazos de talones atornillados. Con la muleta en la mano, anticipándose al clarín, se puso a torear con sencilla y cristalina naturalidad pero las brusquedades de la embestida y su falta de ritmo y clase no eran el mejor lienzo. Cuando el animal echó el freno se acabó el asunto. El domingo, eso esperamos, vuelve a Sevilla.
Ficha del festejo
Ganado: se lidiaron seis toros de la casa Matilla, divididos entre los dos hierros de Hermanos García Jiménez (primero, segundo y tercero) y Olga Jiménez (cuarto, quinto y sexto). Entre todos ellos, dentro de un fondo mediocre, destacó el segundo –que también tuvo un punto rajado- por su clase y profundidad. El primero fue blando y manso; noble pero incompleto el tercero; muy deslucido el cuarto; desinflado el quinto y sin fondo el sexto.
Matadores: Morante de la Puebla, de grana con cordoncillo blanco, silencio en ambos.
José María Manzanares, de corinto y oro, ovación y silencio
Pablo Aguado, de antracita y oro, oreja y ovación.
Incidencias: La plaza registró un lleno de ‘no hay billetes’ en tarde de calor sofocante.
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